Últimamente
estoy dándole vueltas a una idea que aparece claramente expresada en películas
del cineasta Tarkovski como Sacrificio (1986) o,
todavía más explícitamente, en Solaris (1972). El
cineasta ruso plantea la tesis de que la condición para que exista el amor es la
conciencia de la mortalidad, propia o ajena. Es decir, sólo puede amarse
aquello que uno sabe puede perder, de ahí que acciones sacrificiales en
aras de la salvación de realidades como la humanidad, el planeta, o todo lo que no sea uno mismo, tienen sentido si el redentor se ha
situado desde un punto de vista lo suficientemente lejano para contemplar la fragilidad de éstas. Vemos el árbol, pero no vemos el bosque, suele decirse, por lo que hay que alejarse del bosque para verlo, y para verlo como un árbol más, como una realidad sujeta a
los mismos infortunios y adversidades. El amor nace entonces como una respuesta a la conciencia de la
fragilidad de las cosas. Quizá sea el deseo de preservación, y no
el de poderío, lo que está detrás de todo.
Si esto es
así, ningún Dios puede amar, no debería amar.
¿Tendría sentido que un ser inmortal amase algo que sabe nunca va a perder? Si
el amor es protección y amparo, y éstos se alimentan de la percepción de la
fragilidad del objeto amado, el amor sólo puede existir entre seres frágiles
conscientes de su fragilidad. En un mundo de seres inmortales el amor sería
totalmente prescindible. Ya no habría nada que proteger. Por ello, me cuesta
conciliar la idea cristiana del amor como condición del ser –el mundo es porque
hay amor- con la idea de la
inmortalidad de Dios y de las almas. Más bien, me inclino a pensar que Dios mismo –como concepto
y creencia- es otra respuesta al
sentimiento de fragilidad que nos inspira este mundo sujeto al infortunio y a la adversidad. Lo que habría que examinar, en este sentido, es por qué esta creencia –traducida a una serie de hábitos y modos de vida - ha dejado de servirnos como forma de protección, y qué está ocurriendo para que otros dioses nacientes (como la Técnica, ese dios incipiente al que todos adoramos y rendimos sacrificio sin apenas proponérnoslo) estén ocupando su lugar.