martes, 29 de diciembre de 2015

Orden y pureza

Un prejuicio muy extendido es la afirmación de que los totalitarismos políticos se basan en la idea de la superioridad de la raza. Según el modo de pensar habitual, los sistemas totalitarios defienden que el orden político se basa en la superioridad ontológica de una raza o de un conjunto de razas sobre otros, y que es precisamente dicha superioridad la que legitima a la raza superior a disponer de privilegios que no disponen las inferiores. Sin embargo, una lectura atenta de La sociedad abierta y sus enemigos nos lleva a pensar, más bien, que estos sistemas políticos se fundamentan en el principio ontológico de que el orden subyace en la pureza racial. En efecto, desde el punto de vista popperiano, los principios del Estado totalitario platónico -representativo del totalitarismo político en general- no inciden tanto en la relación de superioridad e inferioridad entre razas como en la preservación de la pureza racial. Los totalitarismos, más que defender la superioridad ontológica de un linaje, buscarían mecanismos políticos para evitar la mezcla entre razas y así no dar lugar a desórdenes internos. La sociedad de castas basada en la división de clases sería la consecuencia de la necesidad de preservar la pureza racial, no su causa. Al respecto, Platón, refiriéndose a los orígenes de la corruptibilidad política, ya advierte del peligro de proceder a la mezcla racial y clasista: "En consecuencia, serán elegidos gobernantes aquellos totalmente ineptos para su tarea de vigías, es decir, de inspección y custodia de los metales de las razas, oro y plata, bronce y hierro. De este modo, el hierro habrá de mezclarse con la plata y el bronce con el oro y de esta aleación surgirá la Variación y la absurda Irregularidad; y toda vez que surjan éstas a la luz, habrán de engendrar la Lucha y la Hostilidad. De aquí, pues, cómo debe describirse la ascendencia y el nacimiento de la Desunión, allí donde se observa su presencia."

¿Pero cuáles son las raíces de esta idea que supedita el orden político a la preservación de la pureza de la naturaleza? La pregunta no es fácil de responder, porque encontramos ya indicios de ella en las más antiguas concepciones filosóficas que habría que rastrear. Pudiera pensarse también que se trata de una de esas ideas enquistadas en la naturaleza del entendimiento humano, como diría Kant, a priori, de forma que el entendimiento estuviera constituido para asociar la idea de pureza a la de orden. En efecto, ¿no vemos ya la Naturaleza, compuesta de sustancias bien distintas y diferenciadas, como un todo legislado? De hecho, desde los orígenes de la mineralogía, se ha buscado también preservar la pureza de los minerales, devaluando la mezcla entre los mismos. O pudiera tratarse de una idea derivada de alguna otra más fundamental y constitutiva del mundo antiguo, como aquélla que ve en el reposo y la quietud un signo de perfección y en el cambio un síntoma de imperfección: ¿acaso no pretendía Platón con su sociedad de castas constituir un estado perfecto, acabado, como tal, sustraído de la ley de la corruptibilidad inmanente al tiempo histórico? O quizá se trate de una idea a la que se ha llegado por observación, y el hombre la formara tras observar que la Naturaleza, siempre sabia, guarda celosamente un orden jerárquico basado en la separación de géneros y especies, siendo contrario a sus intereses cualquier forma de mezcla entre individuos de diferentes especies. En cualquier caso, se trata de una idea que la historia ha demostrado ser contraria al propio impulso vital humano, más próxima al thanatos que al eros, a la disolución que a la preservación.

jueves, 24 de diciembre de 2015

Relato de un sueño

La Noche siempre es fuente de riqueza. Es ella la que nos sumerge al mundo de los sueños, de lo elemental, de lo más primitivo y por ello verdadero de nosotros. El sueño descubre verdades que a la intuición y a la consciencia pasan inadvertidas, como hacen los mitos que irrumpen allí donde nacen los dioses y las palabras.

A la luz del sueño, la vigilia es una fantasmagoría.

Relato de un sueño del pasado Abril de 2006

Mi madre con entusiasmo me da la noticia de que acabo de recibir una herencia que me permitirá afrontar el futuro con mayor holgura. Siento la mirada recelosa de algunos familiares que se preguntan quién ha sido el responsable de que sea yo el único poseedor de la herencia. Mientras tanto, mis padres me aconsejan que guarde muy bien las llaves que intuyo abrirán las puertas de mi nueva casa.

Es de noche y nos encontramos todos cerca de la urbanización de Zaragoza. Pronto se acerca a nosotros un hombre con muchos libros usados bajo sus brazos. Mi padre, que parece conocer su identidad, me lo presenta como uno de los mayores sabios del país. Habla con él y luego me dice que si decido entregarle las llaves de mi nuevo hogar, recibiré de él una educación para llegar a ser un gran filósofo. Comprendo que la suma de mis bienes es el precio que debo pagar para recibir mi nueva educación. Apenas mi padre termina de decírmelo, entrego las llaves al sabio. Juntos nos alejamos de mis familiares y nos disponemos a tomar un autobús, en concreto, el número 42.

Ocurre entonces que el sabio repentinamente acelera el paso y con las llaves en su mano toma el autobús, quedándome fuera. Corro tras el autobús, que se aleja por las calles de Zaragoza en plena noche. Comprendo que nunca le daré alcance. Vuelvo con mi padre y le pregunto por el motivo de la reacción del gran sabio, que no entiendo por qué puede haberme engañado. Mi padre me confiesa que el sabio ha decidido que sea otra la persona que reciba sus enseñanzas, una persona de mayor talento que yo. Me confiesa que el sabio le insinuó que no era la persona adecuada para recibir la educación que me convertiría en un gran filósofo. Otra persona cercana a mí, de mi misma sangre, había sido la elegida.

Entiendo tristemente que el sabio pueda tener razón y alejándome solo hacia la ciudad veo el autobús que dobla la última curva antes de perderse para siempre en el horizonte. Me siento solo en medio de la gran ciudad. Detengo mi paso, miro a mi alrededor y la luna cómo ilumina la ciudad.

En ese mismo momento me pregunto que quizá no sea necesario recibir la educación de un gran sabio para ser un filósofo. Entiendo que no puedo perder nada desafiando al gran sabio y a los hombres que creen en él. 

Sonrío y vuelvo con los míos con dos libros bajo los brazos.

Sueño de Abril de 2006

martes, 8 de diciembre de 2015

Nuevos dioses y un mismo amor

Últimamente estoy dándole vueltas a una idea que aparece claramente expresada en películas del cineasta Tarkovski como Sacrificio (1986) o, todavía más explícitamente, en Solaris (1972). El cineasta ruso plantea la tesis de que la condición para que exista el amor es la conciencia de la mortalidad, propia o ajena. Es decir, sólo puede amarse aquello que uno sabe puede perder, de ahí que acciones sacrificiales en aras de la salvación de realidades como la humanidad, el planeta, o todo lo que no sea uno mismo, tienen sentido si el redentor se ha situado desde un punto de vista lo suficientemente lejano para contemplar la fragilidad de éstas. Vemos el árbol, pero no vemos el bosque, suele decirse, por lo que hay que alejarse del bosque para verlo, y para verlo como un árbol más, como una realidad sujeta a los mismos infortunios y adversidades. El amor nace entonces como una respuesta a la conciencia de la fragilidad de las cosas. Quizá sea el deseo de preservación, y no el de poderío, lo que está detrás de todo.

Si esto es así, ningún Dios puede amar, no debería amar. ¿Tendría sentido que un ser inmortal amase algo que sabe nunca va a perder? Si el amor es protección y amparo, y éstos se alimentan de la percepción de la fragilidad del objeto amado, el amor sólo puede existir entre seres frágiles conscientes de su fragilidad. En un mundo de seres inmortales el amor sería totalmente prescindible. Ya no habría nada que proteger. Por ello, me cuesta conciliar la idea cristiana del amor como condición del ser –el mundo es porque hay amor- con la idea de la inmortalidad de Dios y de las almas. Más bien, me inclino a pensar que Dios mismo –como concepto y  creencia- es otra respuesta al sentimiento de fragilidad que nos inspira este mundo sujeto al infortunio y a la adversidad. Lo que habría que examinar, en este sentido, es por qué esta creencia –traducida a una serie de hábitos y modos de vida - ha dejado de servirnos como forma de protección, y qué está ocurriendo para que otros dioses nacientes (como la Técnica, ese dios incipiente al que todos adoramos y rendimos sacrificio sin apenas proponérnoslo) estén ocupando su lugar.