sábado, 30 de noviembre de 2019

Pasemos a la acción

¿Para qué queremos alumnos que memoricen la teoría hilemórfica aristotélica o la teoría epicúrea del placer? ¿Acaso ellas, o cualquiera de sus teorías gemelares, amistosas o enemigas, sirven para el fin de la filosofía: pensar el presente? ¿Y para qué queremos alumnos "brillantes", de diez, que cuiden la última coma y citen de memoria diez o doce obras de cada autor? ¿Para qué los queremos si todavía no han empezado a andar ni "hacer camino al andar"? Los políticos y pedagogos de turno, da igual el sesgo, se excusan justificando la importancia de la memoria, y de conceptos y esfuerzos previos, curiosamente todos mesurables y clasificables; pero no podemos, no debemos, basar todo su aprendizaje en el ejercicio de estas facultades. Habrá que preparar a nuestros alumnos para el tiempo de hoy, y digo yo que hay mucha filosofía después de Nietzsche, Ortega o de Hannah Arendt. Porque su tiempo no es el nuestro, ¿o acaso vivimos cercados de absolutismos como la Razón, o de dogmatismos y totalitarismos como el nacionalsocialismo? Que no, que su tiempo no es el nuestro, y ya no regresaremos a él. 

Una historia de la filosofía, o mil, están bien, si queremos eludir errores e infortunios del pasado, pero la filosofía es otra cosa. La filosofía, si de algo se ocupa, es de pensar, y del pensar, y mejor que sea sobre algo cercano, que nos incumba; a ellos, nuestros alumnos, y a nosotros, sus docentes, compatriotas y padres. ¿Por qué no enseñar a ser mejores ciudadanos en lugar de tanta pamplina sobre cómo deberían ser los ciudadanos mejores? Pasemos a la acción, y dejémonos de tanta propedéutica y de tanta monserga.

miércoles, 27 de noviembre de 2019

Ilusiones de nuestro tiempo






                                             La pregunta no es quién gobierna a quién....


                                                 La pregunta es qué es lo gobernable.


A diferencia de otros lugares del mundo occidental, como Estados Unidos, Europa parece creerse falsamente a salvo de los elementos: no se forman huracanes, ni son habituales los tornados, ni siquiera padece a menudo largas y desmesuradas tormentas. Como máximo, olas de calor o de frío. Sin embargo, todo indica que con el cambio climático los fenómenos extremos estarán cada vez más presentes y quizás nos encaminemos de nuevo a otros tiempos en los que la naturaleza era una fuente de vida, pero también una amenaza constante. Innsbruck, una ciudad en la que da la sensación de que nunca puede pasar nada, parece totalmente alejada de cualquier peligro. Sin embargo, las montañas están ahí, por todos lados, como un recuerdo de que, incluso en la Europa del siglo XXI, pensar que se puede controlar la naturaleza es una ficción: se puede destruir, de eso no hay duda, y vamos por muy buen camino, pero es imposible dominarla, existe un punto en el que siempre escapará a nuestro control. (Una lección olvidada, Guillermo Altares)

sábado, 23 de noviembre de 2019

Épocas del estar

Y me pregunto..... ¿para qué estar informados? ¿De qué nos sirve estar conectados? ¿Por qué en su lugar no elegimos estar sentados? ¿O de pie? ¿O de rodillas? Y el mundo se hubiera llenado de sillas y rodilleras. ¿Qué tiene de más la información que la haga apetecible? ¿Llevará algún aditamento dosificable? Habría que preguntar a los químicos de la información por su composición. Seguro que ellos saben cómo administrarla, y cómo regular y gestionar su adicción, como las grandes tabacaleras, empresas de esteticismo y agencias de viajes. Sí, la información es el producto estrella de nuestra época. Claro que hay quien hace de las redes sociales una fuente de conocimiento, pero es una excepción, uno entre mil. Una anomalía en el sistema. Una rareza existencial, como los ángeles sin materia de santo Tomás o los estilitas que hacían del último capitel su alojamiento para ser. Y lo llamativo es que no nos cansamos.

                                            El último estilita en la cima del pilar Katskhi

La perversión comienza en el momento en que se busca la información por el hecho de estar informados. ¡Como si la información fuera algún tipo de oxígeno, o de luz! Lo que importa es el hecho de tenerla, que esté en nosotros. Y es que vivimos en la época del estar. Atrás quedaron la teoría del ser, de la sustancia y de la permanencia, y los corazones que aguardaban a que un testimonio anónimo revelara: soy gracias a ti. Atrás quedaron el deleite y la capacidad de contemplación, y el aburrimiento de quien sabe esperar. Atrás la mirada reposada y la intermitencia del alumbrado y de la noche. Épocas del estar, que precisan de pacientes y de estados, sólo para ser rellenados.

Si el ayuno y la abstinencia liberan idealmente al alma del cuerpo, no aíslan al ser humano en completa soledad. De ahí la necesidad de una separación espacial. Esta tomó dos direcciones: la elección de un refugio para vivir apartado, o el rechazo absoluto de todo alojamiento. El desierto se pobló de vagabundos y eremitas. Los primeros llevaron una vida ambulante, a veces rechazando toda clase de ropa, tanto por su preocupación por despojarse de lo vano como por su aspiración a un estado adánico. Así, María Egipciaca vagó durante décadas por el desierto cubierta tan solo por su espesa cabellera y alimentándose de un total de cuatro hogazas de pan. Otros, llamados subdivales[1], eligieron un lugar muy delimitado, donde vivieron de pie sin jamás moverse, en una condición voluntaria de «sin hogar». (Tacet. Un ensayo sobre el silencio, Giovanni Pozzi)



[1] Literalmente (los que viven) bajo la luz del día.

viernes, 15 de noviembre de 2019

Cada cosa a su tiempo

Muchas son las distracciones con las que lidiamos cada día y muy pocas las oportunidades que se nos da para apartarlas. Señales procedentes de todas partes, de nuestros relojes, cuentapasos, muros, pulseras, auriculares, que en su momento ya serán nuestro organismo, pero también de fuera, de los semáforos, vehículos, letreros, pantallas, anuncios, avisos, nos llegan siempre asaltando nuestra conciencia, irrumpiendo en ella, o rompiéndola, porque dejamos de ser y pasamos al estado de alerta. Las sinapsis se tensan y la consciencia se nubla. Dejamos de escuchar aquella maravillosa melodía, de profundizar en aquel silencio tan locuaz, de perdernos en nuestro Rosebud particular. 

Estando en alerta estamos conectados, nos sentimos parte de algo, sí, pero a cambio de perdernos a nosotros y cuanto nos rodea. ¿Por qué no nos plantamos en medio de la calzada y nos ponemos a pintar? Decían los maestros antiguos que de todo lo que pasa algo permanece, incluso del río de Heráclito, cuyo nombre -el propio- no cambia a pesar de que ya no nos bañemos en el mismo río. Sí, me detendría en el baño diario de luz, en la palidez de los edificios que frecuento, en los rostros caídos de antes del amanecer, en eso que permanece aun cuando todo se hallase conectado. Y así, permaneciendo, quizá me habituara de nuevo a ser.


Se cuenta la anécdota de un maestro taoísta que aleccionaba así a sus discípulos: «Cuando estéis de pie, estad de pie. Cuando caminéis, caminad. Cuando estéis sentados, estad sentados. Cuando comáis, comed». Entonces, uno de ellos le interrumpió y replicó: «Pero, maestro, si eso es lo que hacemos». El monje le respondió: «No, cuando estáis sentados, ya estáis de pie. Cuando estás de pie, ya andáis corriendo. Cuando corréis, ya habéis llegado a la meta» (Los jardines de los monjes, Peter Seewald y Regula Freuler)

sábado, 9 de noviembre de 2019

Cuidados del jardín

¿Por qué no hacer de un jardín un maestro? Aunque sea de un pedacito de tierra, con sus tomates, sus patatas y sus cebollas. Y siempre con su disciplina, con la humildad que su cultivo exige entre quienes lo procuran y lo cuidan. ¿Por qué no rodear los centros escolares, al menos los más indisciplinados, de esplanadas de jardines, con sus parcelas, su humedad y su tierra? ¿Y abrir entre el currículo de enseñanza obligatoria, junto a las matemáticas y el inglés, y otras aquellas mal llamadas materias instrumentales, la asignatura de Cuidados del jardín? ¿No aprenderían con ella a disciplinarse más los alumnos? ¿No se abandonaría entonces la penosa tarea de "tener que" decirles cómo ser disciplinados? Y ello mientras estos mismos alumnos, los que se harían responsables de su parcela, si la tuvieran, aburridos de escuchar siempre la misma monserga, se tiran papeles mientras juegan a desafiar al indefenso educador de valores.
 
Mucho me temo que los valores no se transmiten, o no son susceptibles de ser codificados, y menos de ser penetrados por intelección. Que no, que los valores se viven, se adquieren, se incorporan al ser de cada uno.... Y el trabajo en el jardín, eso seguro, pues así lo demuestra cualquier historia milenaria de la vida monástica, es una fuente muy efectiva de asimilación de valores. Valores como la humildad, pues la tierra, quizá más que ninguna otra cosa, aunque sea un pedazo de ella, tiene sus leyes, sus ritmos, sus normas, siempre infranqueables. Y valores como la constancia, pues el trabajo ha de ser constante, y abarcarlo todo, pues cualquier mala hierba que quede puede acabar con todo el jardín, que ya será nuestro, porque así lo viviremos, fruto de nuestro trabajo. Pero, sobre todo, el valor de la responsabilidad. ¿Cómo puede hacerse responsable a alguien de un número, de una nota, que es algo abstracto, apenas tangible, quizá sólo audible? Es lo que hacemos con este sistema educativo cuyo objeto, además del siempre incierto aprendizaje del alumno, es la obtención de un resultado meramente abstracto, y nada propio, que forme parte de uno, porque no se puede vivir.
 
No, quien cuidara del jardín se haría responsable de su jardín, con su parcela, su tierra y su humedad, que es algo bien tangible, tanto que se puede abrazar, y respirar, y dormir en él, hasta soñar con que da más tomates, cebollas y patatas.
 
 ¿Por qué no abrir entonces a nuestro currículo de enseñanza obligatoria Cuidados del jardín?
 

El hombre que cultiva la tierra se cultiva a sí mismo. Tiende puentes entre la tierra y el cielo, entre él y los demás. Ennoblece lo que hasta entonces era yermo e indiferente. El jardín es una escuela en la que aprendemos a vivir con rectitud. Nos abre los ojos para que comprendamos la causa última de las cosas y también su efecto. En este sentido, es una fuente de sabiduría y de virtud.  (Los jardines de los monjes, Peter Seewald y Regula Freuler)