domingo, 30 de noviembre de 2008

El principio activo de la moral

En el anterior post vimos que la concepción del conocimiento que tan lúcidamente expone el personaje Naphta es un desarrollo del principio agustiniano ‘Creo para poder conocer’, según el cual toda construcción científica debe suponer un acto de fe, una creencia, una apuesta sobre lo que el mundo es. En efecto, si entendemos que la esencia del conocimiento consiste en contrastar la teoría con la realidad (con aquello que es), es decir, si el conocimiento precisa de la confrontación de lo concebido con lo real, hemos de suponer que el intelecto se ha de apoyar en la fe, servirse de ella, como de un trampolín para tomar impulso.

Podemos suponer que la fe, a su vez, precisa de aquello que se nos revela como lo oculto, como una realidad secreta, de suyo incognoscible por las vías normales del conocimiento. La fe exige de aquello que no nos es patente a los sentidos (fenómenos) ni a la razón (conceptos) Dicho en otros términos: el ser en sí es inaccesible a los sentidos y a la razón, de ahí que la fe se dispare en aras del conocimiento. Por ella ideamos un mundo imaginario que confiamos represente fidedignamente el mundo real. Así, si el científico moderno abordaba su tarea de conocer el funcionamiento de la Naturaleza como si ésta consistiera en una cadena organizada en causas y efectos, lo podía hacer porque creía firmemente que la Naturaleza se comportaba conforme a ese orden causal.
Las discusiones entre Naphta y Settembrini respecto al problema de las relaciones entre fe y razón derivan en otra confrontación, si cabe más interesante, sobre el significado de la muerte. La concepción del ser humano dualista del primero y la monista del segundo, en cuyas raíces se hunde la creencia sobre lo que el hombre es, conducen la discusión hacia la confrontación sobre la concepción de la muerte y de la vida. El jesuita Naphta, por un lado, refiere la muerte al cuerpo, considerando que sólo el cuerpo es mortal. Por el contrario, el alma, debido a su naturaleza simple, incorruptible, es imperecedera, inmortal. Resulta claro que esta concepción de la muerte, por la que se considera a ésta como un atributo del cuerpo, determina la cuestión de cómo conducir la vida, de cómo obrar en ella, cuestión que, por otra parte, se impone a todo ser dotado de conciencia. Así, la vida, el tiempo que se extiende ante nosotros, se concibe desde esta concepción dualista como una tarea, como un proyecto, cuya meta debe ser la de asegurar el bien imperecedero que aguarda al alma en su eternidad venidera.

Por otro lado, Settembrini, fiel a su espíritu positivista, entiende que ese dualismo (vida como principio activo y muerte como principio negativo) convierte a la muerte en una realidad con entidad propia, pues se la considera como un principio de liberación de aquello que pesa al espíritu (se entiende, del placer y del dolor corpóreos). Ese principio es un principio demoníaco, en cuanto que nos hace vivir constantemente en alerta, pensando en ese juicio final, entendiendo la vida como un medio, y no como un fin. Frente a ese principio, la concepción monista del ser humano que él defiende deriva en la consideración de la muerte como una realidad que forma parte constitutiva de la vida, que no puede desligarse de ésta. Según esta concepción, la muerte existe en cuanto antipación del yo, es por tanto interpretada como una experiencia de la vida: de lo único que cabe hablar es de la anticipación de la muerte en cuanto vivencia, ‘el estar muerto’ va siempre referido al otro. Toda reflexión o temor sobre la muerte están, por tanto, de más. Se entiende así que, a la luz de la concepción monista de Settembrini, cabe proyectar la vida de diferente forma, teniendo ahora presente que el espíritu es perecedero, que la muerte no es una liberación, sino un límite: un límite infranqueable, que no separa, más bien reúne, reagrupa las experiencias vividas, las termina.

De estas reflexiones nuestras, emanadas de aquellas otras de Naptha y Settembrini, podemos concluir que la moral está determinada, como la ciencia, por una creencia primigenia, en este caso, referida a la naturaleza humana. Porque en efecto, como hemos visto, para responder a la cuestión de cómo conducir nuestra vida, de cómo obrar en ella, cuestión que se nos impone desde el fondo de la consciencia y reclama toda una filosofía moral, debemos primero aferrarnos a la creencia sobre lo que somos, contar y actuar con ella.

sábado, 22 de noviembre de 2008

Valoro y creo en la verdad para poder conocer

El conocimiento que Thomas Mann cultivó sobre filósofos como Nietzsche, Shopenhauer y Freud se refleja aquí, en La montaña mágica, en el personaje del jesuita Naphtha. Las discusiones que mantienen éste y Settembrini, enlazadas en el tiempo por un hilo argumentativo, evocan la polémica que se inició ya hace un par de siglos entre positivistas y vitalistas, desde que Dilthey iniciara su programa de fundamentación de la historia como una ciencia.

Si Settembrini encarna el espíritu ilustrado, positivista, la concepción del conocimiento que promueve Naphta se acerca, en algunos aspectos, al pensamiento de tradición vitalista y pragmatista. La concepción del jesuita se construye desde la tesis de san Agustín, olvidada en muchos manuales de filosofía: ‘Creo para poder conocer’. Este principio epistemológico nos sugiere inmediatamente la idea de que la fe, la creencia, así como la voluntad, son la condición necesaria para que exista el hecho del conocimiento, la ciencia misma. La razón, frente a la fe (que se alza ahora como la verdadera impulsora del conocimiento), ocupa un lugar secundario. Su papel se reduce a pensar e interpretar el mundo desde la creencia previa sobre lo que éste es, y a demostrar la validez y utilidad de esa concepción, sometiéndola a contrastación. La fe es anterior a la razón, es su condición, y ésta depende de aquélla:

- Querido amigo, el conocimiento puro no existe. La legitimidad de la teoría del conocimiento de la Iglesia, que puede resumirse con las palabras de san Agustín ‘Creo para poder conocer’, es absolutamente indiscutible. La fe es el órgano del conocimiento, el intelecto es secundario. Su ciencia sin prejuicios es un mito. Siempre hay una fe, una concepción del mundo, una idea; en resumen: siempre hay una voluntad, y lo que tiene que hacer la razón es interpretarla y demostrarla.

Es esta concepción humanista, antropológica, sobre el papel de las facultades humanas, la que durante los dos últimos siglos ha pugnado con la concepción de tradición racionalista y kantiana (defendida con fervor por el personaje de Settembrini). Ésta se sostiene en el supuesto de que la razón humana, por su naturaleza, respaldada por los sentidos, es capaz por sí misma de idear una construcción fiable del mundo. La razón, en virtud de una serie de principios y métodos de conocimiento, sustraída del dominio de la fe, es, o mejor dicho, debe ser, la responsable de esa construcción. El papel de la fe queda por tanto excluido definitivamente del conocimiento, ya no cuenta en el programa científico y moral de hacer realidad el ideal burgués de paz, seguridad y prosperidad.

Así, a la luz de la nueva concepción del conocimiento que introduce Naptha, podemos pensar que lo que anima el proyecto ilustrado de Settembrini es su inquebrantable fe en la razón como guía infalible para alcanzar la verdad. El lema de san Agustín, aplicado ahora al programa de Settembrini, se convierte así en este otro: ‘Creo en la verdad para poder conocer’ De este modo, la doctrina de Naptha nos acerca la religión a la ciencia y nos hace comprender su indisoluble imbricación. El positivismo, a la luz del descubrimiento del jesuita, es otra forma de religión, religa a los hombres en un proyecto sostenido por una nueva fe.

Inmiscuido en la discusión, Naptha, para justificar su tesis, añade:

Es verdadero lo que es beneficioso para el hombre (…) El hombre es la medida de todas las cosas y su felicidad es el criterio de verdad. Un conocimiento teórico que careciese de referencia práctica a la idea de felicidad del hombre estaría tan sumamente desprovisto de interés que no se le podría conceder el valor de verdadero y tendría que ser rechazado.

La posición de Naptha en este punto también corrobora lo anterior: algo, para que pueda ser considerado verdadero, ha de tener un valor, ha de beneficiar en algo al interés humano. No existe la búsqueda desinteresada de la verdad, sino que la ciencia, supeditada al interés, a la valoración, necesita de la voluntad y de la estimación humanas para existir. El lema de san Agustín adopta un nuevo matiz en las palabras del jesuita y acaba convirtiéndose en ‘Valoro y creo en la verdad para poder conocer’, porque son la fe y la valoración humanas las que orientan e impulsan a la razón humana en su progresiva aproximación a la verdad.

domingo, 2 de noviembre de 2008

Settembrini y la música

Durante este período de convalecencia, resultado de una leve neumonía sin mayores consecuencias, he topado con La montaña mágica (1924), una lectura que ya me había sido recomendada en varias ocasiones por diferentes personas. Imagino que conforme avance mi lectura, si otros libros de filosofía que simultaneo me lo permiten, iré escribiendo algún que otro post sobre cuestiones que ahora ocupan mi tiempo.
Quizá todavía más que el protagonista Hans Castorp, me conmueve el personaje de Settembrini, no porque me sienta especialmente identificado con él, sino por el talante progresista y edificante que encarna, pero al mismo tiempo solitario, iluso y errante. Es su pretendido amor al hombre, a la humanidad, o más concretamente, al lado espiritual que hay en el ser humano, siempre secundado por una inquebrantable fe en el progreso, lo que le mueve a intentar despertar en el joven Hans Castorp valores progresistas y humanistas.
Me parece digno de reseñar una de sus 'magistrales' lecciones, en la que, fiel a su espíritu humanista, Settembrini enseña a Hans Castorp el valor relativo, sólo relativo, de la música. A juicio del pedagogo, la música, por su naturaleza no articulada, su ambigüedad y equivocidad constitutivas, encierra el peligro de adormecer, anestesiar y embotar la razón, y por ello rechaza la idea de considerar la música como una disciplina necesaria para la elevación moral y política del hombre:
La música.... es lo no articulado, lo equívoco, lo irresponsable, lo indiferente (...) No es la claridad verdadera, es una claridad ilusoria que no nos dice nada y no compromete a nada, una claridad sin consecuencias y, por tanto, peligrosa, puesto que no seduce y nos amansa... Concedan ustedes esa magnanimidad a la música. Bien...., así inflamará nuestros afectos. ¡Pero lo importante es poder inflamar nuestra razón¡ (...)
La música despierta..., y en este sentido es moral. El arte es moral en la medida en que despierta a las personas. Pero, ¿qué pasa cuando ocurre lo contrario: cuando anestesia, adormece y obstaculiza la actividad y el progreso? La música también puede hacer eso, es decir, ejercer la misma influencia que los estupefacientes. ¡Un efecto diabólico, señores míos¡ El opio es cosa del diablo, pues provoca el embotaminto de la razón, el estancamiento, el ocio, la pasividad... Les aseguro que la música encierra algo sospechoso. Sostengo que es de una naturaleza ambigua. Y no es ir demasiado lejos si la califico de políticamente sospechosa.