viernes, 15 de diciembre de 2017

Lo que calló la diosa de Parménides

El juicio y la memoria no sirven ante lo no escrutado. ¿Cómo se llama al camino que se recorre por primera vez? Habría que diferenciarlo del itinerario, del viaje, de la ruta, todos ellos transitados por turistas y visitantes, que con cámara en mano se dedican al registro y a la constatación "aquí he estado yo". ¿Dónde queda la experiencia de hacer camino, de hacer vivienda? El que transita por primera vez no es. Ya se lo advierte la diosa de Parménides al caminante, que ha de atravesar las puertas para abrirse al juicio y al nombre. Más acá de las puertas, el juicio y la definición no tienen lugar, no pueden tenerlo. Antes de atravesar las puertas, nada es.

Allí se hallan las puertas de las sendas de la Noche y el Día
y las encuadran dintel y umbral de piedra.
Ellas, en lo alto del éter, se cierran con grandes portones
cuyas llaves de doble uso tiene a su cargo Justicia,
pródiga en dar pago.  

Pero lo que se calla la diosa es el sacrificio que conlleva conocer el ser. Una vez atravesadas las puertas el caminante perderá para siempre la experiencia de hacer camino, de hacer vivienda. Al otro lado topará a todas horas con lugares. No podrá dejar de reconocerlos, aunque sea para recordarlos o dejarlos inhabitados. Se relacionará con lo otro llamándolo, refiriéndole un nombre, siempre un ser. Atrás habrá quedado el momento fundacional en el que todavía podía negarse al lenguaje y a los otros. 

No podemos volver a la primera niñez, pero sí hacer que ella vuelva a nosotros. El amor, la poesía, cosas que todos llevamos dentro, son formas originarias de transitar por vez primera. Transita por el amor quien explora terreno virgen, como los intrépidos que hunden la nieve dejando su impronta, o los filósofos que acuñan con nuevos términos las intuiciones nacientes. También el dolor lleva por rutas inexploradas, hasta que ya no puede penetrar más dejando al ser transmutado.

La tradición nos ha instado a apoderarnos de la vida, viendo en ella un flujo que ha de reconducirse, o un campo de posibilidades susceptible de acotarse en el molesto reino de lo debido. La tradición nos ha instado a hacer de la vida un ethos y del pensar una ética. Pero también lo innominado cuenta. También de la vida puede hacerse algo poroso, abierto a lo que ya está ahí, dejándolo entrar, hasta que ya no pueda enseñarnos más.

El dolor es una de esas llaves con que abrimos las puertas no sólo de lo más íntimo, sino a la vez del mundo. Cuando nos acercamos a los puntos en que el ser humano se muestra a la altura del dolor o superior a él logramos acceder a las fuentes de que mana su poder y al secreto que se esconde tras su dominio. 

Ernst Jünger

viernes, 8 de diciembre de 2017

Estoy, luego no soy



Caminar es experimentar esas realidades que insisten, sin hacer ruido, humildemente -el árbol que crece entre las rocas, el pájaro que acecha, el arrollo que sigue su curso- y sin esperar nada. Caminar acalla de pronto los rumores y los lamentos, pone fin al interminable parloteo interior mediante el cual juzgamos sin cesar a los demás, nos evaluamos a nosotros mismos, recomponemos e interpretamos. Caminar acalla el soliloquio infinito en el que emergen los agrios rencores, las estúpidas satisfacciones y las venganzas fáciles. Estoy frente a esa montaña, camino entre los grandes árboles y pienso: están ahí. Están ahí, no me han esperado, están ahí desde siempre. Se me han adelantado indefinidamente, y seguirán estando ahí mucho tiempo después que yo.

Frédéric Gros

viernes, 1 de diciembre de 2017

Ocho segundos

Hay momentos en los que la noche se ve como un refugio, como Lugar Silencioso donde enrollarse sobre sí, incluida conciencia y todo. Las palabras de tu novela van arrebatándote de los restos últimos que han quedado de un día de trabajo. Ya puedes dejar de aferrarte a ti mismo, dejarlo marchar, hacia ninguna parte. Y apenas apagas la luz artificial, aparece el resplandor del sueño que se instala ya para el resto de la Noche. Bendito el sueño que se entremezcla con el último recuerdo.

Hay ocasiones en que el sueño continua la novela, como queriendo anticiparse a las palabras de un autor malogrado. Me ocurrió anoche, cuando el cansancio acabó apagando la conciencia. No voy a describir el sueño en todo su detalle, porque no soy escritor ni naturalista, pero sí lo suficiente para dibujar la idea, siempre la idea, que completa las palabras de la novela que tuve que cerrar.

Así reza el sueño:

"Me encuentro en un lugar exótico y lejano, inhabitado. Rodeado de jóvenes y prometedores escritores, matemáticos, artistas, filósofos..., un hombrecillo, de mirada sabia, nos ha reunido para hacernos una propuesta. Nos pagará y llenará de reputaciones si logramos, en un tiempo máximo de ocho segundos, decir algo que conmueva profundamente al público. Ocho segundos es el tiempo que disponemos para decir y conmover. Uno de los allí presentes se vuelve sobre mí y me dice al oído que él siempre ha sabido lo que decir. Me abraza y se retrae, reiteradamente. Entre risas, me presenta a quien dice ser su amigo, un jovencísimo filósofo, de semblante serio y confiable, que me anima a pasear con ellos. 

Entramos a un museo donde en lugar de cuadros y esculturas hay todo tipo de objetos cotidianos que cuelgan de paredes negras. Moviéndolos ágilmente y combinándolos entre sí, el extravagante escritor nos explica que en el arte vanguardista el espectador se convierte en artista y el artista en espectador. Riéndose y balbuciendo, nos reta a que hagamos una obra en ocho segundos. 

Los ocho segundos comienzan a pesarme. No logro imaginar qué pueda decir en ese tiempo que pueda conmover. Las palabras no son objetos cotidianos que cuelguen de una pared, ¿o sí lo son? Acudo a una gran sala donde se admiten preguntas sobre el funcionamiento del proceso. Escucho a quienes discuten acerca de la presunta compatibilidad entre la elaboración de un discurso y un tiempo tan breve, otro pregunta por la razón de que sea ese el tiempo, y así las manos van alzándose, hasta que, agobiado, me retiro también de aquella gran sala.

Cada vez me pesan más los ocho segundos. No logro pensar qué pueda decir en ese tiempo que pueda conmover. Me pregunto si quizá me queden ocho segundos de vida, y de ahí la razón de que sea ese el tiempo...."

Fin.

El pasaje que estaba leyendo de la novela Sobre los acantilados de mármol, antes de que el sueño me venciera:

En primavera, sin embargo, empinábamos el codo como locos, que tal es la costumbre del país. Nos vestíamos con unas blusas propias de payasos, cuya ropa brillaba como si estuviera hecha con plumas de pájaros, y nos cubríamos el rostro con unas caretas que figuraban cabezas de ave. Luego, haciendo mil cabriolas y agitando los brazos como si fueran alas, bajábamos al pueblo, en cuya plaza del mercado viejo se había levantado el alto Árbol de los Locos. Allí, a la luz de las antorchas, tenía lugar el cortejo de las máscaras. Los hombres iban disfrazados de pájaro y las mujeres, por su parte, lucían hermosos vestidos de otras épocas. Al vernos llegar, ellas nos gritaban mil chanzas, imitando con sus voces la música de ciertos relojes, y nosotros les respondíamos parodiando los chillidos de las aves.