jueves, 28 de junio de 2012

Apología del deporte

Cuando se habla de «minorías selectas», la habitual bellaquería suele tergiversar el sentido de esta expresión, fingiendo ignorar que el hombre selecto no es el petulante que se cree superior a los demás, sino el que se exige más que los demás, aunque no logre cumplir en su persona esas exigencias superiores. Y es indudable que la división más radical que cabe hacer de la humanidad es ésta, en dos clases de criaturas: las que se exigen mucho y acumulan sobre sí mismas dificultades y deberes, y las que no se exigen nada especial, sino que para ellas vivir es ser en cada instante lo que ya son, sin esfuerzo de perfección sobre sí mismas, boyas que van a la deriva.

José Ortega y Gasset. La rebelión de las masas.


Sin duda el deportista pertenece a esa clase de hombres que se exigen mucho y acumulan sobre sí nuevas dificultades y deberes, que no se conforman con lo que son sino que anhelan trascender las limitaciones que les impone su naturaleza. Desde siempre me ha causado extrañeza el fenómeno del deporte. ¿Qué es lo que busca el gimnasta tras una vida dedicada al cultivo del cuerpo?, ¿o el atleta que desde que tiene uso de razón se somete a los entrenamientos más exigentes? No es desde luego un deseo masoquista lo que anima al boxeador en su lucha por la victoria. Tampoco el afán de gloria y poder parece mover a miles de deportistas que triunfan en deportes minoritarios y de escasa trascendencia social. No, la cosa no va de esto. Se trata, más bien, de la búsqueda desinteresada de la excelencia, la virtud, que ya Platón intuyó antes de modelar la República y que ahora Ortega nos recuerda como el aspecto idiosincrásico del ser humano.

Este ideal de perfección, de excelencia que se pretende con el ejercicio deportivo no es un medio para conseguir la victoria, sino su presupuesto. No se busca la excelencia para vencer, sino que se vence porque se ha alcanzado la excelencia. En este sentido, cabe definir el deporte, lo mismo que el arte o la ciencia, como un esfuerzo progresivo de aproximación a un ideal solo estimable por el género humano y cuya consecuencia más inmediata consiste en la expansión de los límites que impone la naturaleza. En efecto, lo mismo que el artista, en su juego con colores, formas e imágenes, acaba ensanchando los límites naturales de su imaginación y sensibilidad, o el filósofo, que expande las fronteras del entendimiento humano con el cuño de nuevos conceptos en beneficio de la verdad, el deportista transforma para siempre los ritmos y procesos que le impone su naturaleza tras el ensayo continuado de su ejercicio acostumbrado. Porque, como pone de manifiesto cualquier expresión cultural, el hombre es ese ser que necesita ser otro, hacerse otro, para vivir. Y esto es lo verdaderamente misterioso.