martes, 4 de marzo de 2008

¿Qué hacer con la ciencia?


El ser humano debe conocer su mundo físico y su mundo psíquico, hacerse una idea clara sobre ellos, para saber a qué atenerse en cada momento con aquello que se encuentra. Por ejemplo, una vez el hombre descubre ante sí la tierra firme donde debe vivir, para saber cómo relacionarse con ella, lo primero que necesita es hacerse una idea clara de la Tierra, saber qué es. Es esta concepción la que va a orientar su manera de actuar. Así, por ejemplo, el hombre se comporta de modo distinto respecto a la Tierra si la considera como una diosa que si la concibe como un planeta sujeto a leyes físicas invariables. En el primer caso, como es natural, el hombre primitivo venerará con sacrificios la voluntad de la diosa, mientras que en el otro, para tratar de obtener lo mismo, el hombre moderno se esforzará en descubrir las regularidades y en realizar predicciones exactas. Pongamos otro ejemplo a fin de aclarar esta idea. El ser humano se relaciona de diferente forma con los animales en virtud de la concepción que se forma de ellos. Así, el espíritu heredero de las concepciones modernas, que reduce al animal a movimiento y extensión, a mero autómata, se comportará con los animales de modo distinto que el hombre utilitarista, quien entiende que son seres sintientes capaces de padecer placer y dolor. Otro tanto ocurre en el caso de fenómenos psíquicos como la felicidad, que el ser humano encuentra ante sí, ahora en su mundo interior. Es preciso hacernos una idea exacta acerca de qué es la felicidad para saber a qué atenernos en su búsqueda... Alguien que conciba la felicidad como 'placer', que piense que la felicidad consista en la satisfacción de las apetencias y deseos del cuerpo, se comportará de diferente forma respecto a ella, la buscará por otros caminos, que otro para quien consista en la obtención del conocimiento, o que entienda que se basa en el grado de conformismo respecto a nuestros deseos y posesiones.

El hombre también debe definir su mundo ideal, conceptual, para luego asumir una cierta actitud ante él. Desde la modernidad el filósofo ya no es el que busca el saber, el amante de la sabiduría, el buscador de aquel conocimiento necesario para una comprensión completa del universo. Este cometido ahora es propio de los científico como Bacon, Kepler, Galileo, Newton, Einstein, que son quienes con su ciencia van completando el mapa conceptual del mundo y aproximándose a esa comprensión de éste y de nosotros mismos. Pero el científico, en ocasiones, también debe ocuparse de reflexionar sobre la ciencia misma movido por la necesidad de delimitar, justificar o impulsar el conocimiento científico, y así aparece buena parte del moderno saber filosófico. Con ocasión de determinados sucesos, como el descubrimiento de algunas evidencias que cuestionan la validez de nuestras teorías y concepciones, o la de los principios del entendimiento que conducían el recto pensar, surge la necesidad de ocuparnos de la ciencia, de reflexionar sobre ella, para justificar o descartar la validez de sus principios y procedimientos. Igualmente, con ocasión de la pretensión de cientificidad que muestran algunas formas de conocimiento (como la teología, parapsicología…), el científico, si no quiere ver invadido su dominio de conocimiento, debe justificar la delimitación respecto a ellas definiendo previamente qué es ciencia. Por tanto, una vez encuentra el hombre ante sí la duda, la incertidumbre, la sospecha, respecto a la validez o legitimidad de la ciencia, que creía seguras, debe ocuparse de afrontar dicho problema y entonces inicia la reflexión, ahora ya filosófica, sobre la ciencia desde ella misma.

Veamos sólo algunos ejemplos: Descartes, como filósofo, se interesa en describir el procedimiento científico y en fundamentar su validez. De alguna forma, su obra Reglas para la dirección del espíritu, como respuesta al escepticismo de su época, pretende demostrarnos que está justificada una actitud de confianza plena respecto a la ciencia moderna. Otros críticos han rechazado la teología como ciencia (Hume, Kant), fundamentando previamente la naturaleza y la validez del conocimiento científico; en la misma línea otros (Russell, Popper) han justificado la exclusión de las pseudociencias del conocimiento científico, habiendo definido previamente a qué debe llamarse conocimiento científico. Los hay también que, como Ortega y Gasset, han justificado la idea de considerar a la historia como ciencia, es decir, han hecho de otras formas de conocimiento saberes científicos. La filosofía, en sentido moderno, nace por tanto de la necesidad de definir qué es el conocimiento científico, su naturaleza, a fin de hacernos una idea clara sobre ello y saber qué actitud debemos tomar ante él, si de aceptación o de rechazo, de confianza o incredulidad.

Tiene una especial importancia que nos ocupemos de reflexionar sobre la ciencia misma y su validez, porque las conclusiones a las que lleguemos sobre tal asunto serán determinantes en la proyección de nuestro modo de vida. Las consecuencias para el hombre común, y no sólo para el científico, de considerar a la ciencia como una forma de conocimiento seguro y certero son otras que si se piensa que la ciencia proporciona un conocimiento probable o incierto, y otras si se la considera como un saber falso y mentiroso.. Así, por ejemplo, el hombre vive de distinto modo si está en la creencia de que Dios existe, y, por tanto, de que la teología, como ciencia de Dios, proporciona un conocimiento fiable, que si duda de su validez o que si está convencido del error de sus argumentaciones.

Se me ocurre pensar ahora que lo mismo ocurre con otros fenómenos como el arte, sobre cuya reflexión debe ocuparse el filósofo para delimitar lo que es arte de lo que no lo es, y así descubrir aquellas formas de expresión que debe considerarse legítimamente como artísticas y aquellas otras que no. Lo mismo que existen teorías pseudocientíficas, que pretender ser científicas sin serlo, puede hablarse de obras pseudoartísticas, que sin serlo se hacen pasar por obras de arte. En este sentido, el riesgo de considerar a las teorías pseudocientíficas como científicas puede ser verdaderamente grave si confiamos y vivimos conforme a ellas. Igualmente, el problema de no contar con una teoría coherente y bien fundamentada desde la que entender qué es arte, puede traducirse en el enriquecimiento de unos pocos aprovechados, de aquellos que se hacen pasar por artistas sin serlo en realidad, y en el engaño del hombre masa que acude a los museos sugestionado por la idea de descubrir una nueva experiencia estética.