jueves, 25 de diciembre de 2008

Ensayos

ENSAYOS

1

No digas nada,
pon tu silencio a prueba.
No será por tu boca por donde llegue
la palabra,
sino a través de la muralla de tu carne,
de tu piel y de tus ropas.

No vivas del desgarro
ni hagas de tu cuerpo herido
una sanguinolenta estatua de san Sebastián,
o del Cristo atado a la columna,
que las turbas celebrarían con unívocos cantos.

Acepta que la palabra nazca
cubierta de tu vieja miseria : límpiala
y mírale con amor a la cara,
al sinsentido de su ser.
No busques tus ojos en sus cuevas
donde reside la noche silenciosa de la luz
que, alcanzado el día, propiciará nuevos desvelos
a quien la llame y escuche,
tal es la condición de los enamorados ojos
capaces de leer en los vacíos:
el deseo.


(Miguel Porcel Berdala, 4 de Diciembre de 2000)

sábado, 13 de diciembre de 2008

Mitos contemporáneos

Cuando la literatura se pone al servicio de los deseos más inconfensables del ser humano surgen monstruos como el de Frankenstein, Mr. Hide o el hombre invisible, que luego el tiempo, por el ideario imaginario colectivo, acaba convirtiendo en mitos contemporáneos. Esos personajes, junto a sus respectivos científicos creadores, no sólo expresan la naturaleza humana más secreta: rememoran también la tradición cultural que ya se inicia con el relato del Génesis. En efecto, es patente que los creadores imaginarios de estas criaturas evocan el pecado original que Adán y Eva cometieron al comer la manzana del árbol de la ciencia del bien y del mal. Por la acción transgresora de la ley divina, propiamente humana, los personajes bíblicos, lo mismo que los literarios, son definitivamente expulsados del paraíso y castigados con el dolor, la vergüenza, el trabajo y la muerte. Todos ellos acaban convirtiéndose en víctimas de su acción transgresora y sucumben al destino que ya les tenían preparado los dioses.

Si asomaran ahora la cabeza M. Schelley, H. G. Welles o Stevenson, ¿qué pensarían de un mundo en el que se han cumplido sus profecías del trasplante y la regeneración de órganos, la invisibilidad de la materia o la alteración química de la personalidad?, ¿pensarían airosos que al fin se ha conquistado la libertad de la que goza quien satisface plenamente sus deseos más oscuros?, ¿o, por el contrario, agacharían de nuevo la cabeza como no queriendo formar parte de un mundo esencialmente transgresor y demoníaco, temerosos del castigo colectivo de los dioses?
Para una mayor profundización en el tema os recomiendo el curso que va a impartir la profesora de filosofía Cecilia Español Díez, en el CPR de Logroño, Cine y filosofía: mitología moderna del terror (más información en http://www.cprlogrono.org/)

domingo, 30 de noviembre de 2008

El principio activo de la moral

En el anterior post vimos que la concepción del conocimiento que tan lúcidamente expone el personaje Naphta es un desarrollo del principio agustiniano ‘Creo para poder conocer’, según el cual toda construcción científica debe suponer un acto de fe, una creencia, una apuesta sobre lo que el mundo es. En efecto, si entendemos que la esencia del conocimiento consiste en contrastar la teoría con la realidad (con aquello que es), es decir, si el conocimiento precisa de la confrontación de lo concebido con lo real, hemos de suponer que el intelecto se ha de apoyar en la fe, servirse de ella, como de un trampolín para tomar impulso.

Podemos suponer que la fe, a su vez, precisa de aquello que se nos revela como lo oculto, como una realidad secreta, de suyo incognoscible por las vías normales del conocimiento. La fe exige de aquello que no nos es patente a los sentidos (fenómenos) ni a la razón (conceptos) Dicho en otros términos: el ser en sí es inaccesible a los sentidos y a la razón, de ahí que la fe se dispare en aras del conocimiento. Por ella ideamos un mundo imaginario que confiamos represente fidedignamente el mundo real. Así, si el científico moderno abordaba su tarea de conocer el funcionamiento de la Naturaleza como si ésta consistiera en una cadena organizada en causas y efectos, lo podía hacer porque creía firmemente que la Naturaleza se comportaba conforme a ese orden causal.
Las discusiones entre Naphta y Settembrini respecto al problema de las relaciones entre fe y razón derivan en otra confrontación, si cabe más interesante, sobre el significado de la muerte. La concepción del ser humano dualista del primero y la monista del segundo, en cuyas raíces se hunde la creencia sobre lo que el hombre es, conducen la discusión hacia la confrontación sobre la concepción de la muerte y de la vida. El jesuita Naphta, por un lado, refiere la muerte al cuerpo, considerando que sólo el cuerpo es mortal. Por el contrario, el alma, debido a su naturaleza simple, incorruptible, es imperecedera, inmortal. Resulta claro que esta concepción de la muerte, por la que se considera a ésta como un atributo del cuerpo, determina la cuestión de cómo conducir la vida, de cómo obrar en ella, cuestión que, por otra parte, se impone a todo ser dotado de conciencia. Así, la vida, el tiempo que se extiende ante nosotros, se concibe desde esta concepción dualista como una tarea, como un proyecto, cuya meta debe ser la de asegurar el bien imperecedero que aguarda al alma en su eternidad venidera.

Por otro lado, Settembrini, fiel a su espíritu positivista, entiende que ese dualismo (vida como principio activo y muerte como principio negativo) convierte a la muerte en una realidad con entidad propia, pues se la considera como un principio de liberación de aquello que pesa al espíritu (se entiende, del placer y del dolor corpóreos). Ese principio es un principio demoníaco, en cuanto que nos hace vivir constantemente en alerta, pensando en ese juicio final, entendiendo la vida como un medio, y no como un fin. Frente a ese principio, la concepción monista del ser humano que él defiende deriva en la consideración de la muerte como una realidad que forma parte constitutiva de la vida, que no puede desligarse de ésta. Según esta concepción, la muerte existe en cuanto antipación del yo, es por tanto interpretada como una experiencia de la vida: de lo único que cabe hablar es de la anticipación de la muerte en cuanto vivencia, ‘el estar muerto’ va siempre referido al otro. Toda reflexión o temor sobre la muerte están, por tanto, de más. Se entiende así que, a la luz de la concepción monista de Settembrini, cabe proyectar la vida de diferente forma, teniendo ahora presente que el espíritu es perecedero, que la muerte no es una liberación, sino un límite: un límite infranqueable, que no separa, más bien reúne, reagrupa las experiencias vividas, las termina.

De estas reflexiones nuestras, emanadas de aquellas otras de Naptha y Settembrini, podemos concluir que la moral está determinada, como la ciencia, por una creencia primigenia, en este caso, referida a la naturaleza humana. Porque en efecto, como hemos visto, para responder a la cuestión de cómo conducir nuestra vida, de cómo obrar en ella, cuestión que se nos impone desde el fondo de la consciencia y reclama toda una filosofía moral, debemos primero aferrarnos a la creencia sobre lo que somos, contar y actuar con ella.

sábado, 22 de noviembre de 2008

Valoro y creo en la verdad para poder conocer

El conocimiento que Thomas Mann cultivó sobre filósofos como Nietzsche, Shopenhauer y Freud se refleja aquí, en La montaña mágica, en el personaje del jesuita Naphtha. Las discusiones que mantienen éste y Settembrini, enlazadas en el tiempo por un hilo argumentativo, evocan la polémica que se inició ya hace un par de siglos entre positivistas y vitalistas, desde que Dilthey iniciara su programa de fundamentación de la historia como una ciencia.

Si Settembrini encarna el espíritu ilustrado, positivista, la concepción del conocimiento que promueve Naphta se acerca, en algunos aspectos, al pensamiento de tradición vitalista y pragmatista. La concepción del jesuita se construye desde la tesis de san Agustín, olvidada en muchos manuales de filosofía: ‘Creo para poder conocer’. Este principio epistemológico nos sugiere inmediatamente la idea de que la fe, la creencia, así como la voluntad, son la condición necesaria para que exista el hecho del conocimiento, la ciencia misma. La razón, frente a la fe (que se alza ahora como la verdadera impulsora del conocimiento), ocupa un lugar secundario. Su papel se reduce a pensar e interpretar el mundo desde la creencia previa sobre lo que éste es, y a demostrar la validez y utilidad de esa concepción, sometiéndola a contrastación. La fe es anterior a la razón, es su condición, y ésta depende de aquélla:

- Querido amigo, el conocimiento puro no existe. La legitimidad de la teoría del conocimiento de la Iglesia, que puede resumirse con las palabras de san Agustín ‘Creo para poder conocer’, es absolutamente indiscutible. La fe es el órgano del conocimiento, el intelecto es secundario. Su ciencia sin prejuicios es un mito. Siempre hay una fe, una concepción del mundo, una idea; en resumen: siempre hay una voluntad, y lo que tiene que hacer la razón es interpretarla y demostrarla.

Es esta concepción humanista, antropológica, sobre el papel de las facultades humanas, la que durante los dos últimos siglos ha pugnado con la concepción de tradición racionalista y kantiana (defendida con fervor por el personaje de Settembrini). Ésta se sostiene en el supuesto de que la razón humana, por su naturaleza, respaldada por los sentidos, es capaz por sí misma de idear una construcción fiable del mundo. La razón, en virtud de una serie de principios y métodos de conocimiento, sustraída del dominio de la fe, es, o mejor dicho, debe ser, la responsable de esa construcción. El papel de la fe queda por tanto excluido definitivamente del conocimiento, ya no cuenta en el programa científico y moral de hacer realidad el ideal burgués de paz, seguridad y prosperidad.

Así, a la luz de la nueva concepción del conocimiento que introduce Naptha, podemos pensar que lo que anima el proyecto ilustrado de Settembrini es su inquebrantable fe en la razón como guía infalible para alcanzar la verdad. El lema de san Agustín, aplicado ahora al programa de Settembrini, se convierte así en este otro: ‘Creo en la verdad para poder conocer’ De este modo, la doctrina de Naptha nos acerca la religión a la ciencia y nos hace comprender su indisoluble imbricación. El positivismo, a la luz del descubrimiento del jesuita, es otra forma de religión, religa a los hombres en un proyecto sostenido por una nueva fe.

Inmiscuido en la discusión, Naptha, para justificar su tesis, añade:

Es verdadero lo que es beneficioso para el hombre (…) El hombre es la medida de todas las cosas y su felicidad es el criterio de verdad. Un conocimiento teórico que careciese de referencia práctica a la idea de felicidad del hombre estaría tan sumamente desprovisto de interés que no se le podría conceder el valor de verdadero y tendría que ser rechazado.

La posición de Naptha en este punto también corrobora lo anterior: algo, para que pueda ser considerado verdadero, ha de tener un valor, ha de beneficiar en algo al interés humano. No existe la búsqueda desinteresada de la verdad, sino que la ciencia, supeditada al interés, a la valoración, necesita de la voluntad y de la estimación humanas para existir. El lema de san Agustín adopta un nuevo matiz en las palabras del jesuita y acaba convirtiéndose en ‘Valoro y creo en la verdad para poder conocer’, porque son la fe y la valoración humanas las que orientan e impulsan a la razón humana en su progresiva aproximación a la verdad.

domingo, 2 de noviembre de 2008

Settembrini y la música

Durante este período de convalecencia, resultado de una leve neumonía sin mayores consecuencias, he topado con La montaña mágica (1924), una lectura que ya me había sido recomendada en varias ocasiones por diferentes personas. Imagino que conforme avance mi lectura, si otros libros de filosofía que simultaneo me lo permiten, iré escribiendo algún que otro post sobre cuestiones que ahora ocupan mi tiempo.
Quizá todavía más que el protagonista Hans Castorp, me conmueve el personaje de Settembrini, no porque me sienta especialmente identificado con él, sino por el talante progresista y edificante que encarna, pero al mismo tiempo solitario, iluso y errante. Es su pretendido amor al hombre, a la humanidad, o más concretamente, al lado espiritual que hay en el ser humano, siempre secundado por una inquebrantable fe en el progreso, lo que le mueve a intentar despertar en el joven Hans Castorp valores progresistas y humanistas.
Me parece digno de reseñar una de sus 'magistrales' lecciones, en la que, fiel a su espíritu humanista, Settembrini enseña a Hans Castorp el valor relativo, sólo relativo, de la música. A juicio del pedagogo, la música, por su naturaleza no articulada, su ambigüedad y equivocidad constitutivas, encierra el peligro de adormecer, anestesiar y embotar la razón, y por ello rechaza la idea de considerar la música como una disciplina necesaria para la elevación moral y política del hombre:
La música.... es lo no articulado, lo equívoco, lo irresponsable, lo indiferente (...) No es la claridad verdadera, es una claridad ilusoria que no nos dice nada y no compromete a nada, una claridad sin consecuencias y, por tanto, peligrosa, puesto que no seduce y nos amansa... Concedan ustedes esa magnanimidad a la música. Bien...., así inflamará nuestros afectos. ¡Pero lo importante es poder inflamar nuestra razón¡ (...)
La música despierta..., y en este sentido es moral. El arte es moral en la medida en que despierta a las personas. Pero, ¿qué pasa cuando ocurre lo contrario: cuando anestesia, adormece y obstaculiza la actividad y el progreso? La música también puede hacer eso, es decir, ejercer la misma influencia que los estupefacientes. ¡Un efecto diabólico, señores míos¡ El opio es cosa del diablo, pues provoca el embotaminto de la razón, el estancamiento, el ocio, la pasividad... Les aseguro que la música encierra algo sospechoso. Sostengo que es de una naturaleza ambigua. Y no es ir demasiado lejos si la califico de políticamente sospechosa.

domingo, 5 de octubre de 2008

El olvido de lo otro

Uno de los legados que nos ha dejado la obra del pensador alemán Ernst Jünger lo constituye su análisis de los diferentes mecanismos de poder que, a su juicio, utilizaron las clases sociales burguesas y los totalitarismos políticos del siglo pasado. El interés de retomar ahora su análisis se debe a nuestra sospecha de que hoy día se están reproduciendo esos mismos mecanismos de poder en diferentes ámbitos sociales, como la economía de mercado, la política o la educación. El análisis de Jünger de comienzos de los años 30, en este sentido, puede ayudarnos a comprender la naturaleza y el origen de estos mecanismos y fundamentos del poder que han permanecido durante casi un siglo prácticamente inalterables.

Durante esos años, en su ensayo El trabajador (1932), Jünger entiende la Ilustración como un proyecto científico y político cuya meta última consiste en alcanzar una sociedad fundamentalmente buena, segura y razonable. Este proyecto sólo es alcanzable racionalizando la Naturaleza, es decir, categorizándola conforme a los principios lógicos de la razón y reduciéndola a normas y leyes susceptibles de ser conocidas por la razón. Al mismo tiempo, Jünger concibe la burguesía como la clase dominante que busca precisamente extender a todos los ámbitos el dominio de la racionalidad. Como reitera el autor en sucesivas ocasiones, lo característico del hombre burgués no es su afán de seguridad, sino el carácter exclusivo de éste, de ahí que en todo momento el burgués demande de la razón que lo proteja y asegure frente a aquello que, por su naturaleza, puede constituir un objeto de amenaza a su integridad. En efecto, en esta situación de incertidumbre e inestabilidad, y ante las continuas amenazas procedentes de la Naturaleza (irrupción de la fuerza de los elementos, de la enfermedad, de las guerras y pasiones humanas), la mejor manera de protegerse consiste en tratar de someter aquello que por su constitución puede convertirse en objeto de desazón y descontrol.

Jünger inicia en este momento su análisis del mecanismo fundamental de dominio, en este caso, del dominio que despliega el burgués destinado a secar las fuerzas internas y orgánicas de figuras como las del Soldado procedente de la guerra del 14 o la del Trabajador heredero del soldado prusiano, educados ambos en el dolor y el sacrificio, en la sangre y en la exaltación. El autor entiende, en este sentido, que la forma más poderosa de dominio consiste en negar el derecho a ser, a existir, de todo aquello que pueda constituir un objeto de amenaza, de ahí que, de acuerdo con este principio, el hombre burgués, educado en la escuela de Ilustración, trate de dominar a los soldados, criminales, poetas, amantes, y en general a aquellos trabajadores alemanes educados en la escuela de la pasión, del peligro y del sacrificio, negándoles el derecho a actuar conforme a su naturaleza dionisíaca, elemental, es decir, procurando que sientan, piensen y se comporten de acuerdo con las normas y pautas racionales que les son impuestas por la clase burguesa dirigente de tradición racionalista e ilustrada.

No nos interesa ahora detallar la forma como en la obra de Jünger se concreta esa forma de dominio de la clase burguesa ni las consecuencias para el trabajador. Lo interesante aquí es comprender que la naturaleza del dominio burgués, tal como la interpreta el pensador alemán, consiste en juzgar todo lo existente por el mismo rasero de la Razón y en categorizar todo de acuerdo con los esquemas propios de la concepción moderno-ilustrada de la Naturaleza. Así, la estrategia que emprende el burgués de racionalizar todo cuanto existe conduce a tachar de irracionales aquellos comportamientos que amenazan su seguridad y bienestar y, en último término, le lleva a legitimar la condena y persecución de dichas actitudes.

Pensamos que esta misma estrategia de dominio, por la cuál se pretende anular el derecho a ser de aquello que se pretende dominar, traducible, como hemos visto, en un reduccionismo ontológico propio de los idealismos, todavía la podemos observar hoy día, aunque matizada, en algunos ámbitos de la existencia y de la experiencia humanas. Pensemos, por ejemplo, como ya lo hemos hecho en algún otro post de este mismo blog, en el camino que hoy marca la educación con sus programas de ‘Educación para la Ciudadanía’ o de 'Educación ético-cívica', en los que se demanda que el alumno acepte y asuma sin discusión los fundamentos de la psicología experimental, de la sociología y de la política de tendencia cívica e ilustradora, sin concebir la posibilidad de discutir dichos fundamentos abriéndose a debates filosóficos, es decir, sin permitir al alumno ni al profesor iniciar cualquier discusión crítica y argumentativa. Hoy día, quizá más que nunca, el camino marcado en la educación, al servicio de la política imperante, es el de la aceptación, desechando la posibilidad de la discusión crítica y reflexiva, anulando por tanto otros discursos que no consistan en la mera aceptación del programa establecido, y evitando con ello la posibilidad de que los fundamentos que sostienen el sistema educativo imperante se tambaleen. O pensemos, en el ámbito de la economía de mercado y de consumo, en la cantidad ingente de mensajes procedentes de los medios de comunicación de masas que nos incitan a comportarnos de acuerdo a una serie de parámetros culturales predeterminados (estéticos, sociales, económicos….), demandando de nosotros actitudes y valores que en la mayoría de las ocasiones no se ajustan a nuestras verdaderas preferencias y deseos y que conllevan irremediablemente a un estado de frustración crónica.

Quizá hoy más que nunca se trasluzca esa forma de poder, que hace ya casi cien años describía Jünger en sus ensayos, en algunos ámbitos tan importantes de nuestra sociedad como la educación o la economía de consumo. Esta forma de dominio se traduce al final en la imposición de opciones, de caminos, que acaban siempre beneficiando al poder político y económico establecido y terminan por anular el derecho fundamental a la libertad singular, a esa otra realidad que demanda de nosotros nuevas experiencias y alternativas vitales.

martes, 2 de septiembre de 2008

El veneno de los totalitarismos

En su ilustrativo ensayo Comunismo y nazismo. 25 reflexiones sobre el totalitarismo en el siglo XX (1917-1989), Alain de Benoist, en una de sus reflexiones, defiende la idea de que los totalitarismos son sistemas políticos sustancialmente distintos a las tiranías clásicas y a las dictaduras modernas. Para apoyar su tesis aclara las características que definen el totalitarismo, y que se resumen en lo siguiente: los sistemas totalitarios son 'religiones políticas', en cuanto que prometen un paraíso futuro mediante la instauración de un nuevo orden social, no ya más allá de la vida, sino en ella y por ella; se construyen a partir de una serie de axiomas considerados como verdades incuestionables; se basan en una concepción dualista del mundo, que distingue las fuerzas del bien, que promueven dicho orden social, y las del mal, que lo dificultan y deben por tanto ser aniquiladas; apelan a la voluntad humana para acelerar el proceso histórico necesario, es decir, para cumplir con las verdaderas leyes intemporales que rigen la historia e instaurar así ese nuevo orden; y por último, son sistemas reduccionistas que, como tales, pretenden reducir la diversidad humana a un único modelo o patrón de conducta (expresión de esa ley intemporal) e intentan, por tanto, suprimir la realidad plural, los modo antagónicos de pensar, de actuar, de sentir, en definitiva, todo aquello que no se ajuste a su pensamiento único.
Quizá el aspecto más temible y terrible de los totalitarismos se derive del valor supremo que atribuyen al fin supremo de instaurar el nuevo orden, porque es esta valoración la que justifica cualquier tipo de acto, por muy violento que sea éste - "La violencia estatal puede entonces ser vivida como una necesidad ética porque opera bajo la garantía de la trascendencia a la que responde la sociedad futura" - Puede ser, en este sentido, muy ilustrativo para un historiador analizar los mecanismos psicológicos que operan en el dictador y que explican esa condensación de valor en un único fin (auténtico objeto de veneración)
Esta atribución del valor a un único fin explica, quizá, el hecho de que los sistemas totalitarios, independientemente del grado de poder y de organización de sus instituciones, estén condenados por naturaleza a perecer. Considerando que dichos sistemas se legitiman y definen a sí mismos por su tarea, por su misión de perseguir y realizar esa meta última, se entiende que desde el momento en el que vieran cumplidas sus aspiraciones perderían la razón de su ser y la fuerza legitimadora que exigen sus proyectos. Por ello a estos sistemas no les basta con hacer desaparecer toda opisición. Necesitan, por el contrario, acabar con ella para de nuevo crear una nueva oposición, aunque sea inventada, y así su existencia siga teniendo un sentido, un valor, y su tarea una legitimación. Pero este proceso, por naturaleza, es inacabable, de ahí que se reproduzca hasta el infinito la reinvención de enemigos ficticios, incluso dentro del núcleo de los más fieles a la ideología, y el sistema necesariamente acabe autoaniquilándose.

jueves, 28 de agosto de 2008

La sustancia de la historia

Algunos historiadores y estudiosos diferencian las tiranías clásicas de los regímenes totalitarios atendiendo a la naturaleza y los fines del poder: mientras que las primeras persiguen fundamentalmente coartar y eliminar la oposición, los totalitarismos aspiran además a promover y desarrollar métodos de control y adhesión a su ideología. De ahí el interés de éstos de pensar y actualizar 'métodos de terror' constituidos con el único fin de controlar y/o manipular las acciones, los sentimientos y pensamientos de aquellos a los que se desea someter. Al respecto, imaginamos que se han ensayado numerosos y variados métodos de manipulación y control de la vida anímica, y es seguro que el recurso más usado para lograr el objetivo último de sometimiento y adhesión al sistema es el de despertar el miedo al dolor, a la muerte, a la aniquilación. Desde el momento en el que alguien comprende que la única alternativa es la muerte o a la adhesión total al sistema, quedan pocas dudas respecto a la opción vital a seguir. La única alternativa, si cabe, para acabar con los totalitarismos pasa consecuentemente por sobreponerse al miedo a la muerte y despertar de dentro sí ese anhelo universal de liberación, que sólo unos pocos secundan en su intento por instituir un estado natural de libertad. Pero éstos son los menos y son generalmente aniquilados.
Contrariamente a quienes señalan que la diferencia sustancial entre el modelo de las tiranías clásicas y el de los totalitarismos más recientes (como el comunismo o el nazismo) consiste en el fin último del poder, en su manifestación fenoménica distinto en cada caso, pensamos que ambos sistemas, en esencia, no son distinguibles, no sólo en este aspecto, sino en ningún otro. En efecto, ambos modelos políticos se fundan igualmente en un mismo fin, a saber, el afán de poder, de dominio, de sometimiento de la libertad sustancial del ser humano a la voluntad del déspota. La naturaleza y el fin del poder en dichos modelos son los mismos. Lo que varía en ellos es más bien la forma como se pretende conseguir el estado último de sometimiento, es decir, la eficiencia de los métodos de control y coacción, al comienzo muy rudimentarios, luego más elaborados y sofisticados, hasta aquellos métodos inexpugnables que tan bien describe Orwell en su novela 1984.

jueves, 17 de julio de 2008

¿Qué significa ser nihilista?

Puede significarse la esencia del nihilismo como la falta absoluta de sentido, unidad y verdad. No es aventurado suponer que, en su forma más genérica, 'nihilismo' significa que el devenir no tiende a ninguna meta, no apunta a nada, no subyace, por tanto, ningún sentido en todo cuanto sucede y, consecuentemente, no hay ninguna verdad que descubrir tras los fenómenos. Así, quien dice ser un nihilista (en estos tiempos que corren no es raro toparse con quienes se catalogan de nihilistas) debe saber que está asumiendo una determinada concepción metafísica sobre la realidad, ya que la afirmación de que no hay ningún sentido que subyazca tras el devenir de los acaeceres presupone una determinada concepción sobre el mundo y la naturaleza. La concepción nihilista, que históricamente se ha sustentado sobre algunas críticas a los sistemas metafísicos clásicos, si ha de ser consecuente, debe estar por tanto apoyada en una epistemología lo suficientemente sólida y fundamentada para hacernos pensar que la esencia del devenir consiste, como ella afirma, en una falta absoluta de sentido, unidad y verdad. De otra forma, faltando dicha fundamentación, más o menos afortunada, en la concepción de aquellos por la que se definen como nihilistas, puede correrse el riesgo de acabar confundiendo lo que significa ser nihilista.

martes, 15 de julio de 2008

¿Cómo es la vida detrás de las estrellas?

¿Cómo es la vida detrás de las estrellas?

Detrás de las estrellas el mundo es un mar helado
La transparencia es absoluta, es un cristal que no distorsiona
Un beso en una cara del mar sería percibido como un beso en la opuesta
No hay, a su través, engaños ni ilusiones
Un sonido en su extremo es el mismo sonido en el otro sin que haya viajado.
Nadie puede viajar por ese mar porque no existe el Sentido en sus aguas sin límite,
Nadie puede bañarse porque sus aguas no pesan.
Y aunque los cuerpos fueran, como son, ingrávidos caerían en una sima profunda.
En el mar no hay nombres.
No existe en los seres humanos división de sexos
En consecuencia, ni palabras. La finitud
Es una sensación placentera parecida al crepúsculo pero está inscrita de una forma velada en un sello invisible -la invisibilidad es, allí, posible y real como aquí una piedra-
En la única célula que compone lo que podría llamarse cuerpo.
Son cuerpos unicelulares sin adentro ni afuera. El orden es
La persistencia del existir: el amor
El amor es simple y en su composición no hay sino luz
Sin restos de masa, pura vibración precipitada
Por el rugido de los dioses cuando se despiertan.
Los dioses duermen entre los espacios blancos que separan las guerras
Que libran los soles. Los soles minerales libran batallas elementales
Y la oscuridad es una dialéctica de las corrientes que recorren la línea del tiempo
El tiempo es la sombra de las guerras de los soles.
La sombra y el tiempo son sueños. Los elementos unicelulares son el equilibrio, el amor
La ausencia de tiempo y sombras.
El amor es la energía ausente, la que no puede perderse pero permanece
Como mar cristalizado, como mar que al no precisar de cohesión no crea mareas
Ni olas, ni maremotos, ni peces.
Al no haber boca, ni labios, no hay rastros de sexo, no hay muerte
No hay sueño, los hombres no sueñan porque no tienen porqué preparase
Y así las lágrimas no pueden concebirse en el Mundo
Que hay más allá de las estrellas.
(Miguel Porcel Berdala)


Aforismos varios

La enfermedad del alma consiste en su incapacidad para convivir consigo misma; el aburrimiento es el síntoma.

Lo que el hombre nunca debe hacer es traicionar su propia condición.

Si cada hombre actuara movido únicamente por su curiosidad y la búsqueda de conocimiento no habría en el mundo conflicto alguno.

El hombre únicamente responde aquellas preguntas que él mismo se plantea

El lenguaje no mueve el mundo, pero es la materia prima de la que todo lo humano se origina.

Una lectura, si es provechosa, crea en el lector un nuevo órgano para pensar el mundo

La verdad, si no produce algún bien en los hombres, vale tan poco como la mentira

Dios no es una respuesta a la pregunta por el origen de todo, es sólo un síntoma de nuestra ignorancia

Las semillas de una nueva cultura yacen en el espíritu genial

Las Escuelas de pensamiento no arrancan de la tradición, sino del hallazgo de una nueva idea

La tradición no es más que un sistema de ideas caduco, que ya nadie defiende

La idea de progreso implica la idea de un fin al cual se tiende. La Escuela platónica consideraba que ese fin era la realización de la justicia en la polis; la doctrina cristiana, una sociedad jerarquizada de acuerdo con el orden divino; la ilustrada, un estado de libertad y seguridad plenas; la marxista, una sociedad autosuficiente de trabajadores. Ahora bien, ¿la Escuela es anterior al fin que se pretende alcanzar o, por el contrario, es el fin el que instaura la Escuela?, ¿la historia progresa de acuerdo a una meta o más bien es ésta, puesta ahí por los hombres, la que hace cambiar la historia?

martes, 8 de julio de 2008

Comedia es tragedia más tiempo

Creo que es en Delitos y faltas (1989) de Woody Allen donde el célebre y aclamado Lester, un presuntuoso productor de TV interpretado por Alan Alda, en uno de sus documentales autobiográficos, recuerda la fórmula 'comedia es tragedia más tiempo', aludiendo a la permisividad con la que en la actualidad se bromea sobre hechos pasados, en su día, lo suficientemente violentos como para que alguien pensara bromear sobre ellos. Muestra de este fenómeno es la ingente cantidad de chistes que se ha generando, y sigue haciéndose, sobre tragedias pasadas como el asesinato de Lincoln, el naufragio del Titanic o el atentado a las Torres Gemelas. Según esta fórmula el tiempo es lo que dispensa al hombre la posibilidad de librarse del sufrimiento, de la desgracia, constitutivos de lo trágico, y abrirse así al juego de lo cómico y de lo burlesco. El tiempo es la condición que necesita la tragedia para convertirse en comedia, el sufrimiento en una carcajada.


Puede ocurrir también, aunque sólo en ocasiones, que por el paso del tiempo se acabe convirtiendo una corriente de pensamiento, en su día muy notoria y relevante, en objeto actual de divertimiento. Por poner un ejemplo, las críticas que en su día recibió el psicoanálisis por obra de filósofos como Karl Popper o Jean-Paul Sartre se tomaron muy en serio y nadie vio en ellas un medio para ridiculizar la corriente psicoanalítica. Todo lo contrario, desde el momento de su aparición, dichas críticas se convirtieron en el objeto principal de discusión entre muchas escuelas de pensamiento. Hoy día por el contrario nos encontramos con una variedad vastísima de publicaciones sobre el mismo tema que ya no pretenden oponerse a esa ideología (ni, por cierto, a ninguna otra), sino que, sin ánimo de ofender, hacen con ella un juego, un pasatiempo, algo divertido, ensalzando su lado más idóneo para la caricaturización. ¿Es la proliferación de textos y documentos que hacen de la ideología una comedia el síntoma que mejor nos da a entender que aquélla está definitivamente superada?


Pregúntenselo a Woody Allen y atiendan su concepción del sexo y del psicoanálisis:


domingo, 29 de junio de 2008

El artista de la Nada

Recientemente he visitado en Zaragoza la exposición de un joven artista zaragozano que se ha consolidado ya como uno de los más prometedores en el panorama artístico actual. Su nombre es Álvaro Díaz-Palacios.
Le considero como un artesano del lugar, de espacios deshabitados, algunos inhóspitos, que nos atraen pero al mismo tiempo nos aterran. Lejos de acogernos, nos sobrecogen y nos invitan a retirarnos. Los personajes que los habitan, algunos ausentes, desarraigados de toda tradición que les defina, nos miran aguardando a que nos alejemos, a que no nos inmiscuyamos más en su intimidad, casi nos amenazan para que les dejemos estar.
Su obra no sólo transmite un complejo de sensaciones, refleja también un modo de mirar, una forma de acceder al conocimiento de lo real. Su mirada, lúcida y valiente, inocente pero al mismo tiempo sabedora, como la que anima a la niña de su cortometraje Mythosis (2007) en su viaje interior, dibuja la esencia íntima de la realidad, como ya vió Heráclito de Éfeso, siempre en constante transformación, en perpetuo devenir, inhaprensible para el concepto, no así para la imagen. Sus personajes padecen esta misma metamorfosis, una mitosis, son ella misma, cuestionándose (y con ello haciéndonos cuestionar) qué somos, si somos, si hay algo en nosotros por lo que seamos o si al fin no hay nada de lo que creíamos ser.
Es el artista de la Nada, de aquello que no es, porque no hay nada que sea, que llegue a ser, todo es un constate devenir, una perenne aspiración, un dejar de ser para nuevamente aspirar a ser, una mitosis.

Podéis visitar su exposición 'After Party', que organiza el Ayuntamiento de Zaragoza (Servicio de cultura), en Torreón Fortea, Torrenueva, 25 - 50003 - Teléfono: 976 721 400 Horario: Laborables, de 10 a 14 h y de 17 a 21 h Festivos, de 10 a 14 h Lunes, cerrado

sábado, 28 de junio de 2008

Labor del profesor


En estos tiempos que corren no está de más recordar que la filosofía, en sentido propio, nace y se alimenta de la discusión. No habría filosofía sin discusión. Esto es sencillo de comprobar: tómese cualquier filósofo y se verá que su pensamiento nace de la confrontación con otro parecer. A diferencia de otras formas de expresión, más solitarias, la filosofía necesita del otro, del discurso que nos da el otro.


Pero discutir bien no es tarea fácil, todo lo contrario, requiere al menos de la reflexión, el otro ingrediente básico que compone la filosofía. Efectivamente, en el ejercicio de la discusión lo que se busca en primer término es comprender lo que defiende el autor y luego, si es el caso, encontrar el modo de expresar las razones por las cuales no se está de acuerdo con su parecer. Por ello la discusión requiere de la ensimismación, de la reflexión, de la búsqueda y expresión de esas ideas por las que no nos sentimos conformes con lo que nos es dado.


Es una pena que los actuales programas y libros educativos de filosofía no propicien ni permitan la discusión filosófica del alumno. Éste, con su capacidad reflexiva y discursiva, aunque dispersa y precaria, se encuentra con que lo que tiene que hacer para aprobar los exámenes, sean de Educación para la Ciudadanía o de Selectividad, es estudiarse de memoria una serie de contenidos a los que desafortunadamente se les llama filosofía. Por ello invito a los profesores a que centren su ocupación en estimular y propiciar la reflexión y la discusión filosófica de sus alumnos, porque aunque esta labor sea indudablemente ardua y a veces desesperanzadora, es la única forma de que la filosofía no acabe definitivamente desapariendo en las aulas.


sábado, 31 de mayo de 2008

¿Dónde queda la filosofía?

Sin duda la educación aquí en España desvirtúa el sentido, la finalidad y la labor de la filosofía. Con la llegada de los nuevos currículos, programaciones y libros de texto, uno reflexiona y se da cuenta de que la filosofía, como disciplina del conocimiento, se está desvaneciendo. Los programas y manuales educativos ya no dejan lugar para la reflexión y la argumentación crítica, lo que supone que alguien deba prescindir de ellos si realmente quiere prepararse y ejercer como filósofo.
Se nos dice que lo que importa es que el estudiante conozca los recursos y estrategias para ser un buen ciudadano, que entienda el modo como se estructuran las actuales sociedades democráticas para que sepa a qué atenerse en su futura vida como ciudadano de esta sociedad, que comprenda los problemas verdaderamente relevantes que afectan a las sociedades contemporáneas, pero todo ello, claro está, a un precio muy alto: sacrificando la labor de la filosofía. ¿Cómo un alumno va a discutir los fundamentos de la moderna psicología experimental si a lo que se le obliga es a cumplir con lo que dicta dicha disciplina?, ¿cómo puede el estudiante discutir, o siquiera comprender, los fundamentos de los sistemas democráticos, si el aprendizaje consiste meramente en un conocimiento de sus organismos políticos y jurídicos?, ¿cómo puede abrirse a otras cuestiones si se le dice que los problemas que verdaderamente hay que resolver son estos?
Lo mismo que el científico, al menos en sentido moderno, necesita no sólo de los conocimientos y de la naturaleza, también de los laboratorios, de la experimentación, de la más avanzada tecnología, para que pueda emprender, mejor o peor, su labor como científico, el filósofo requiere al menos de la argumentación, de la fundamentación, de las fuentes y textos, para asimilarlos, discutirlos, amistarse o enemistarse, nacer y crecer con ellos. Necesita comprender la raíz de las cosas, ir a la raíz, que ésta pueda descubrirse, porque de otra forma, si ésta no aparece o simplemente no existe, como ocurre en los actuales manuales de filosofía, nunca podrá nacer como filósofo.

sábado, 24 de mayo de 2008

Evolución y cristianismo

¿Descarta la teoría de la evolución de Darwin la posibilidad de un diseño inteligente que determine el curso de la Naturaleza?, ¿puede un darwinista ser cristiano, y al mismo tiempo ser coherente?, ¿o los hallazagos de Darwin, y luego los de Watson y Crick sobre el ADN, constituyen una nueva corroboración del ateísmo?
Para quien quiera indagar en cuestiones como éstas recomiendo las lecturas de F.J. Ayala, Darwin y el diseño inteligente: creacionismo, cristianismo y evolución, (Alianza, Madrid, 2007); y de M. Ruse, ¿Puede un darwinista ser cristiano?: La relación entre ciencia y religión, (Siglo XXI, Madrid, 2007)
Os dejo ahora una invitación tomada del ya citado Los científicos y Dios, de Antonio Fernández-Rañada:
Es cierto que aparecimos en este universo por azar, pero la idea de azar es sólo un disfraz de nuestra ignorancia. No me siento extraño en este universo. Cuanto más lo examino y estudio los detalles de su arquitectura, más evidencia encuentro de que, en algún sentido, el universo sabía que íbamos a llegar
(Princenton Freeman Dyson, Disturbing the Universe, Harper und Row, New York, 1979, cap. 23)

jueves, 8 de mayo de 2008

A un paso de la nada

Si un gran pueblo no cree que en él solo se encuentra la verdad, si no cree que él solo está llamado a resucitar y salvar al universo por su verdad, deja inmediatamente de ser un gran pueblo para devenir una materia etnográfica. Jamás un pueblo verdaderamente grande se puede contentar con un papel secundario en la humanidad; su papel aun importante no le basta, le es necesario absolutamente ser el primero. La nación que renuncia a esa convicción, renuncia a la existencia.
F. Dostoievski, Los endemoniados

domingo, 27 de abril de 2008

Hagamos que la realidad hable

En el pasado siglo fueron varios los movimientos y las escuelas que crecieron con el único afán de combatir la pretensión racionalista de idear un mundo - el mundo de la ciencia- basándose en principios lógicos derivados de la razón. La constitución de un corpus científico, basado en los contenidos y principios de la racionalidad, proporcionaría para el racionalista la mejor forma de entender y habitar nuestra naturaleza, de ahí que su esfuerzo se orientara a una reflexión sobre la razón misma y a una exploración de sus posibilidades. Aquellas corrientes y escuelas vieron en esta tarea un esfuerzo infructuoso, y en su lugar propusieron formas alternativas de acercanos a la realidad, como parece indicarnos el teórico francés B d.'Espagnat:
Si lo real en sí se niega a decirnos lo que es -o cómo es- por lo menos consiente en decirnos, en cierta medida, lo que no es. No es conforme a los esquemas clásicos del mecanicismo, del materialismo atomista, del realismo objetivista, es decir, a ninguna de las variantes del realismo próximo (...) Es pues legímito calificarlo de lejano. Más aún, parece más o menos quimérico esperar que se pueda construir una imagen científicamente justa (libre de elementos arbitrarios) con ayuda de conceptos tomados de las matemáticas. En consecuencia, parece muy legítimo calificarlo como inconocible o velado. Pero de las dos palabras, es la segunda la que parece más correcta (...) Lo real en sí, aunque no es conocible en el sentido habitual de la palabra, no es tampoco rigurosamente inconocible; está velado.
B. d'Espagnat, Une incertaine réalité (en Los científicos y Dios, Antonio Fernández-Rañada)

sábado, 12 de abril de 2008

Incongruencias del relativismo de Nietzsche

El relativismo de Nietzsche, como todo relativismo, mostraba sus contradicciones; "la verdad no es cuestión de correspondencia con la realidad", decía, pero para afirmar esa falta de correspondencia era necesario conocer cómo era verdaderamente la realidad. Precisamente, Nietzsche había negado que la realidad pudiera ser conocida y, por tanto, caía en la falacia de la inconsecuencia autorreferencial: la consecuencia basada en una premisa que se ha comenzado por negar.
Incurría, también, en la autocontradicción típica del relativismo: si todo fuera relativo, ni no hubiera más que interpretación, entonces también la teoría de la voluntad de poder, como lo sugiere Vattimo, sería tan sólo una teoría entre otras, una interpretación relativa, sin ninguna validez objetiva.
Juan José Sebreli, El olvido de la razón

miércoles, 26 de marzo de 2008

Hacia una definición de arte

En el anterior post anunciábamos el interés que tiene contar con una teoría coherente y bien fundamentada desde la que entender qué es arte. Pensamos que una teoría que responda la pregunta por la esencia del arte debe, al menos, considerar los siguientes aspectos:



La obra artística debe dar a conocer algo:



Somos de la opinión de que una obra de arte debe considerarse como una forma de conocimiento, en tanto que el artista con su obra pretende comunicarnos una idea, una intuición, una concepción, sobre algún aspecto o dimensión humanos. En este sentido la obra se convierte en la vía por la cual el artista transmite su visión personal acerca de la realidad humana, o de su modo personal de percibirla. Consecuentemente, en la medida que el arte es un fenómeno humano, como tal, llamado a ser conocido, la obra en ocasiones se constituye al mismo tiempo como sujeto y objeto de conocimiento. Se interroga, se define a sí misma, como ejemplifica el famoso urinario de Duchamp, que bien puede consistir en la justificación de por qué ha de considerarse objeto artístico:






La obra debe bastarse a sí misma para dar a conocer:



El hecho de que ya desde hace algunos años se hable de las Estéticas de lo feo, o del sentimiento de desagrado y repulsión que suscita la contemplación de algunas obras, nos hace suponer que un objeto artístico no ha de ser necesariamente bello, o suscitar un sentimiento desinteresado de agrado, al estilo kantiano.









Buey abierto en canal, Rembrandt



Ahora bien, pensamos que en cualquier caso la obra debe bastarse a sí misma para conmover a quien goce (o rehuya, al menos temporalmente) de ella. La obra debe ser autosuficiente, y en este sentido ha de prescindir de todo discurso distinto que le preste un sentido. Ella misma ha de ser capaz de decirnos cosas, de comunicarnos lo que el autor se propuso comunicar (aunque a veces no coincida el mensaje de éste con el de la obra) El arte debe tener vida propia, autonomía respecto a su creador, haberse emancipado de él, y nosotros, como espectadores y receptores de sentido, no debemos necesitar de ninguna teoría interpretativa ajena para aprehender su mensaje (lo que acabamos de decir no significa que no pueda darse un ejercicio interpretativo que evoque sentidos distintos con ocasión de la obra, en cuyo caso éstos están ya fijados y predeterminados por la teoría desde la que se elabora dicho ejercicio, y por tanto no deben considerarse como sentidos de la obra) Es decir, como ocurre con otras formas de expresión lingüística, pensamos que el sentido del objeto artístico no depende fundamentalmente de la interpretación, sino de la forma y de las reglas de acuerdo a las cuales se organizan sus elementos.



No sólo en cuanto a su contenido, también en lo que se refiere a su forma el arte ha de ser capaz de mostrarnos todo el proceso generativo del cual ha sido resultado. La obra ha de ser, en este sentido, honesta, clara, transparente. Debe ella misma enseñarnos tanto el origen como el proceso formativo a los que debe su existencia.


La obra no debe contener nada contingente:



Por último, consideramos que el artista no debe guardarse nada, ni aclarar nada, porque todo debe estar dado, dispuesto en la obra, para así culminar el proceso comunicativo. Por lo mismo, tampoco en ella debe sobrar nada, ni haber nada gratuito. Es decir, cada elemento del objeto artístico debe desempeñar una función necesaria en la constitución de su sentido último, como por ejemplo se refleja en esta obra del escultor y teórico Javier Carvajal Leda titulada El cubo girado. La norma transgredida, en la que además subyace su concepción del arte como transgresión de la norma, en este caso, de la geometría euclidiana.


martes, 4 de marzo de 2008

¿Qué hacer con la ciencia?


El ser humano debe conocer su mundo físico y su mundo psíquico, hacerse una idea clara sobre ellos, para saber a qué atenerse en cada momento con aquello que se encuentra. Por ejemplo, una vez el hombre descubre ante sí la tierra firme donde debe vivir, para saber cómo relacionarse con ella, lo primero que necesita es hacerse una idea clara de la Tierra, saber qué es. Es esta concepción la que va a orientar su manera de actuar. Así, por ejemplo, el hombre se comporta de modo distinto respecto a la Tierra si la considera como una diosa que si la concibe como un planeta sujeto a leyes físicas invariables. En el primer caso, como es natural, el hombre primitivo venerará con sacrificios la voluntad de la diosa, mientras que en el otro, para tratar de obtener lo mismo, el hombre moderno se esforzará en descubrir las regularidades y en realizar predicciones exactas. Pongamos otro ejemplo a fin de aclarar esta idea. El ser humano se relaciona de diferente forma con los animales en virtud de la concepción que se forma de ellos. Así, el espíritu heredero de las concepciones modernas, que reduce al animal a movimiento y extensión, a mero autómata, se comportará con los animales de modo distinto que el hombre utilitarista, quien entiende que son seres sintientes capaces de padecer placer y dolor. Otro tanto ocurre en el caso de fenómenos psíquicos como la felicidad, que el ser humano encuentra ante sí, ahora en su mundo interior. Es preciso hacernos una idea exacta acerca de qué es la felicidad para saber a qué atenernos en su búsqueda... Alguien que conciba la felicidad como 'placer', que piense que la felicidad consista en la satisfacción de las apetencias y deseos del cuerpo, se comportará de diferente forma respecto a ella, la buscará por otros caminos, que otro para quien consista en la obtención del conocimiento, o que entienda que se basa en el grado de conformismo respecto a nuestros deseos y posesiones.

El hombre también debe definir su mundo ideal, conceptual, para luego asumir una cierta actitud ante él. Desde la modernidad el filósofo ya no es el que busca el saber, el amante de la sabiduría, el buscador de aquel conocimiento necesario para una comprensión completa del universo. Este cometido ahora es propio de los científico como Bacon, Kepler, Galileo, Newton, Einstein, que son quienes con su ciencia van completando el mapa conceptual del mundo y aproximándose a esa comprensión de éste y de nosotros mismos. Pero el científico, en ocasiones, también debe ocuparse de reflexionar sobre la ciencia misma movido por la necesidad de delimitar, justificar o impulsar el conocimiento científico, y así aparece buena parte del moderno saber filosófico. Con ocasión de determinados sucesos, como el descubrimiento de algunas evidencias que cuestionan la validez de nuestras teorías y concepciones, o la de los principios del entendimiento que conducían el recto pensar, surge la necesidad de ocuparnos de la ciencia, de reflexionar sobre ella, para justificar o descartar la validez de sus principios y procedimientos. Igualmente, con ocasión de la pretensión de cientificidad que muestran algunas formas de conocimiento (como la teología, parapsicología…), el científico, si no quiere ver invadido su dominio de conocimiento, debe justificar la delimitación respecto a ellas definiendo previamente qué es ciencia. Por tanto, una vez encuentra el hombre ante sí la duda, la incertidumbre, la sospecha, respecto a la validez o legitimidad de la ciencia, que creía seguras, debe ocuparse de afrontar dicho problema y entonces inicia la reflexión, ahora ya filosófica, sobre la ciencia desde ella misma.

Veamos sólo algunos ejemplos: Descartes, como filósofo, se interesa en describir el procedimiento científico y en fundamentar su validez. De alguna forma, su obra Reglas para la dirección del espíritu, como respuesta al escepticismo de su época, pretende demostrarnos que está justificada una actitud de confianza plena respecto a la ciencia moderna. Otros críticos han rechazado la teología como ciencia (Hume, Kant), fundamentando previamente la naturaleza y la validez del conocimiento científico; en la misma línea otros (Russell, Popper) han justificado la exclusión de las pseudociencias del conocimiento científico, habiendo definido previamente a qué debe llamarse conocimiento científico. Los hay también que, como Ortega y Gasset, han justificado la idea de considerar a la historia como ciencia, es decir, han hecho de otras formas de conocimiento saberes científicos. La filosofía, en sentido moderno, nace por tanto de la necesidad de definir qué es el conocimiento científico, su naturaleza, a fin de hacernos una idea clara sobre ello y saber qué actitud debemos tomar ante él, si de aceptación o de rechazo, de confianza o incredulidad.

Tiene una especial importancia que nos ocupemos de reflexionar sobre la ciencia misma y su validez, porque las conclusiones a las que lleguemos sobre tal asunto serán determinantes en la proyección de nuestro modo de vida. Las consecuencias para el hombre común, y no sólo para el científico, de considerar a la ciencia como una forma de conocimiento seguro y certero son otras que si se piensa que la ciencia proporciona un conocimiento probable o incierto, y otras si se la considera como un saber falso y mentiroso.. Así, por ejemplo, el hombre vive de distinto modo si está en la creencia de que Dios existe, y, por tanto, de que la teología, como ciencia de Dios, proporciona un conocimiento fiable, que si duda de su validez o que si está convencido del error de sus argumentaciones.

Se me ocurre pensar ahora que lo mismo ocurre con otros fenómenos como el arte, sobre cuya reflexión debe ocuparse el filósofo para delimitar lo que es arte de lo que no lo es, y así descubrir aquellas formas de expresión que debe considerarse legítimamente como artísticas y aquellas otras que no. Lo mismo que existen teorías pseudocientíficas, que pretender ser científicas sin serlo, puede hablarse de obras pseudoartísticas, que sin serlo se hacen pasar por obras de arte. En este sentido, el riesgo de considerar a las teorías pseudocientíficas como científicas puede ser verdaderamente grave si confiamos y vivimos conforme a ellas. Igualmente, el problema de no contar con una teoría coherente y bien fundamentada desde la que entender qué es arte, puede traducirse en el enriquecimiento de unos pocos aprovechados, de aquellos que se hacen pasar por artistas sin serlo en realidad, y en el engaño del hombre masa que acude a los museos sugestionado por la idea de descubrir una nueva experiencia estética.

sábado, 23 de febrero de 2008

Popper y su rechazo a la intuición como forma de conocimiento (2ª parte)

En el presente post me propongo, en primer lugar, señalar una de las críticas fundamentales que ha recibido la propuesta epistemológica de Karl Popper a cargo de Donald Gillies, recogida en su ponencia El problema de la inducción y la Inteligencia Artificial presentada el día 14 de marzo de 2003 en las Jornadas sobre Karl Popper: revisión de su legado (ed. de Wenceslao J. González, Unión Editorial, 2004) A continuación me permito elaborar una reflexión personal sobre el alcance de dicha crítica a la epistemología popperiana.
Pero antes de conocer la crítica de Gillies repasemos la razón fundamental por la cual Popper rechaza la inducción como método científico:
El problema de la inducción se define como sigue: dado que la experiencia muestra que la inducción no es un procedimiento fiable para derivar conclusiones ciertas, surge el problema de cómo justificar entonces el uso de la inducción como procedimiento científico válido. A este problema Popper lo llama el problema filosófico tradicional de la inducción.
La estrategia de Popper para resolver el problema de la inducción consiste en negar la existencia misma de la inducción, tanto como hecho psicológico útil para la vida cotidiana como procedimiento científico. Popper afirma en Conocimiento objetivo que el problema tradicional de la inducción "asume que hay inferencias inductivas y reglas para realizar inferencias inductivas; y esto …. es un supuesto que no debería establecerse de manera acrítica, y es algo que yo… considero erróneo." E insiste en que "la inducción, esto es, la inferencia basada en muchas observaciones, es un mito. No es un hecho psicológico, ni un hecho de la vida ordinaria, ni tampoco de procedimiento científico." Por tanto, si no existen la inducción y las inferencias inductivas, no hay necesidad de intentar justificarlas.
El argumento (o la evidencia) que da Popper para sostener su rechazo a la inducción como método científico consiste, como ya apuntábamos en el post anterior, en señalar que la observación pura e inmediata no existe, ya que toda observación está mediada por una serie de intereses, puntos de vista, o expectativas que son los responsables de aquélla: "La observación es siempre selectiva. Necesita un objeto seleccionado, una tarea definida, un interés, un punto de vista, un problema. Y su descripción presupone un lenguaje descriptivo con palabras apropiadas; supone semejanza y clasificación, lo cual, a su vez, implica intereses, puntos de vista, problemas…."
Por tanto, lo mismo que también Carnap, Popper, por éste y otros argumentos derivados, rechaza la existencia de un procedimiento inductivo entendido como un método científico regido por una serie de reglas fijas. Es decir, para Popper, como nos recuerda Gillies, no existe ni puede existir una serie de reglas, fijas e inconmovibles, que nos permita encontrar hipótesis que expliquen satisfactoriamente los hechos observados. Se trata por el contrario de una cuestión de ingenio e imaginación. Sin embargo, concluye Gillies, los avances en Inteligencia Artificial han mostrado que ambos, tanto Carnap como Popper, se equivocaron en este punto. Indica el autor que se han creado ya programas que capacitan a los ordenadores para formular hipótesis satisfactorias a partir de una serie de datos y de reglas de inferencia inductiva, lo cual ha dado como resultado el descubrimiento de leyes científicas importantes y hasta entonces desconocidas.
Es el caso del computador GOLEM, que funciona del siguiente modo: a partir de la observación de una serie de casos, de una generalización particular (por ejemplo, al observar varios cisnes blancos en el río Támesis cerca de Londres), infiere una generalización general (todos los cisnes en el Támesis son blancos), y luego, de dicha observación, una más global (todos los cisnes en Inglaterra son blancos), y así sucesivamente. Por tanto, a partir de un conocimiento previo y de los datos observados, el computador, haciendo uso de una serie de reglas de inferencia inductiva, llega a construir hipótesis y leyes explicativas. Así, en el caso del aprendizaje de la máquina, concluye Gillies, las hipótesis no se obtienen por medio de la imaginación y del ingenio, como postulaba Popper, sino que se adquieren haciendo uso del procedimiento de inferencia inductiva.
Ahora bien, y aquí me permito una reflexión personal, para analizar en qué medida el aprendizaje del ordenador GOLEM invalida la concepción de la ciencia de Popper, tal como piensa Gillies, es necesario considerar lo siguiente: que el funcionamiento de GOLEM pruebe (al menos, provisionalmente) la inducción como procedimiento científico válido, no significa que el método de la inducción no deba ser sometido a prueba y pueda probarse su falibilidad.
En efecto, el hecho de que el computador GOLEM permita construir hipótesis y leyes fiables, basándose en el método de la inducción, no implica que la inferencia inductiva sea un procedimiento definitivamente válido, es decir, que cada vez que diseñemos un ordenador de esas características éste vaya a funcionar igualmente bien. Si admitiéramos esto, estaríamos dando por supuesto, acríticamente, la validez del principio de inducción, que resulta no puede ser demostrada en ningún caso por la experiencia, ya que todo argumento basado en ésta presupone la validez de dicho principio.
En todo caso, podemos concluir del análisis del ordenador GOLEM que, cada vez que un computador de esas características proporciona unos resultados satisfactorios, aumenta la probabilidad de que el principio inductivo sea finalmente un método válido de conocimiento. Por ello, lo deseable sería someter a prueba la supuesta fiabilidad del computador, poniéndolo a funcionar en diferentes contextos y bajo diversas condiciones iniciales, tratando de encontrar los casos en que éste errara en la búsqueda de hipótesis explicativas. Pero piénsese que con esta actitud no estaríamos si no apelando al ingenio y a la imaginación, que habían sido rechazados por Gillies con ocasión del funcionamiento del computador GOLEM.

domingo, 10 de febrero de 2008

Popper y su rechazo a la intuición como forma de conocimiento (1ª parte)

Es sabido que una de las intuiciones fundamentales que lleva a Popper a cuestionar la concepción positivista del conocimiento científico se traduce en la idea de que el conocimiento no comienza por la adquisión de datos, impresiones o experiencias elementales, sino por disposiciones o preferencias innatas. En el mismo sentido, Popper rechaza la observación pura, inmediata, como fundamento primero de la adquisición del conocimiento, arguyendo que toda observación está mediada por algún programa o teoría previamente elaborado y aprendido. Es decir, la observación pura, el conocimiento seguro e inmediato, es una pura quimera, una ilusión, un malentendido que ha llevado a los positivistas a fundamentar la ciencia en tierras arenosas y nada fiables.
Esta idea popperiana es en realidad un rechazo a la intuición como forma de conocimiento seguro e indubitable. La intuición de los datos de lo sentidos, de los universales o de los principios lógicos a priori, por donde debe comenzar el conocimiento si ha de ser fiable, es para el pensamiento positivista (pienso ahora en Bertrand Russell) la forma primaria de conocimiento seguro y el punto de partida en la construcción científica de la realidad. De ahí que Popper enseguida se apartara de dicha escuela y comenzara a ensayar otras soluciones para esclarecer la cuestión de la naturaleza del conocimiento, naciendo así el método crítico de las conjeturas y refutaciones.
En el siguiente post me propongo recapitular y examinar algunas de las críticas que ha recibido la concepción popperiana de la ciencia, analizando en qué medida ésta supera al programa positivista y acierta en sus intuiciones más fundamentales, como la que acabamos de comentar.
De momento, os dejo con Ortega y Gasset, que tan bien ilustra (¿y anticipa?) la crítica popperiana a la observación como comienzo del conocimiento:
"Antes que veamos lo que nos rodea somos ya un haz original de aptetitos, de afanes y de ilusiones. Venimos al mundo, desde luego, dotados de un sistema de preferencias y desdenes, más o menos coincidentes con el prójimo, que cada cual lleva dentro de sí armado y pronto a disparar en pro o en contra como una batería de simpatías y repulsiones (...) El que desea la riqueza material no ha esperado para desearla ver el oro, sino que, desde luego, la buscará dondequiera que se halle, atendiendo al lado de negocio que cada situación lleva en sí. En cambio, el temperamento artista, el hombre de preferencias estéticas atravesará esas mismas situaciones ciego para su lado económico y prestará atención, o mejor dicho, buscará por anticipado lo que en ellas resida de gracia y de belleza. Hay, pues, que invertir la creencia tradicional. No deseamos una cosa porque la hayamos visto antes, sino al revés: porque ya en nuestro fondo preferíamos aquel género de cosas, las vamos buscando con nuestros sentidos por el mundo." (José Ortega y Gasset, ¿Qué es filosofía?, Alianza Editorial, p. 208)

lunes, 28 de enero de 2008

Si esto es un hombre: testimonio del horror

Ni siquiera esa voluntad, a la que Jünger llama a gritos en su Emboscadura como último reducto de defensa contra el pensamiento nihilista del que se alimentan los totalitarismos, puede salvar la humanidad, la personalidad, de quienes sufrieron los días de horror en los campos de exterminio de Auschwitz, tal como lo testimonia Primo Levi en su inquietante relato Si esto es un hombre, que recomiendo vivamente a todo lector y que, sin llevar leídos más que cuatro o cinco episodios, no puedo evitar ya comentar.
Incluso el caer terminantemente enfermo, que pudiera librar al prisionero, automatizado ya por las órdenes y prohibiciones de la maquinaria del Lager, de trabajos forzados; o la ensoñación, que esporádicamente nos eleva alejándonos de la realidad, se convierten en esta situación en el peor de los remedios. La única forma de afrontar con lucidez la condición de prisionero en el Lager, por lo que llevo leído, parece ser la consciencia de que no hay solución, de que no hay ya nada qué hacer, de que ya se ha perdido todo, incluso a uno mismo:
"El Ka-Be es el Lager sin las incomodidades materiales. Por eso, al que todavía le queda un germen de conciencia, allí la recupera; porque durante las larguísimas jornadas ya vacías no se habla de otra cosa que de hambre y de trabajo, y llegamos a reflexionar en qué hemos sido convertidos, cuánto nos han quitado, qué es esta vida. En este Ka-Be, paréntesis de relativa paz, hemos aprendido que nuestra personalidad es frágil, que está mucho más en peligro que nuestra vida; y que los sabios antiguos, en lugar de advertirnos 'acordáos de que tenéis que morir' mejor habrían hecho en recordarnos este peligro mayor que nos amenaza. Si desde el interior del campo algún mensaje hubiese podido dirigirse a los hombres libres, habría sido éste: no hagáis nunca lo que nos están haciendo aquí."
Primo Levi, Si esto es un hombre.

domingo, 20 de enero de 2008

¿Hacia una sociedad perfecta?

El desarrollo de la Ingeniería genética, así como el avance en el Proyecto Genoma Humano, cuyo objetivo es cartografiar los cromosomas humanos y averiguar la secuencia del ADN de todos ellos, están contribuyendo a la mejora tanto del diagnóstico como de la manipulación genéticas. Este hecho es de enorme importancia para la sociedad humana. Por ejemplo, una de las esperanzas más alentadoras del hombre contemporáneo es que llegue el momento en que dispongamos del conocimiento y la tecnología suficientes para curar enfermedades como el cáncer o el sida. En la actualidad, como subaraya el Profesor Antonio Pardo, del Departamento de Bioética la Universidad de Navarra, "el noventa por ciento de los experimentos genéticos actualmente en marcha sobre el hombre pretenden introducir material genético en células seleccionadas para conseguir que éstas se vuelvan sensibles a quimioterápicos (y tratar así el cáncer), que sean reconocidas por el sistema inmunitario humano (para conseguir vacunas que actúan de un modo eficaz aunque bastante insólito), o que alteren las propiedades de algunas células (y tratar así el SIDA)." (Véase http://www.aceprensa.com/articulos/1996/jan/31/diagn-stico-gen-tico-para-curar-o-para-seleccionar/)
Pero la influencia para la sociedad del desarrollo acelerado de la Ingeniería genética no se agota en incentivar la esperanza de curar enfermedades devastadoras. Las consecuencias de la práctica del diagnóstico y de la manipulación genéticas no sólo han de influir en el cuerpo humano, también y fundamentalmente en la sociedad humana, en su estructura y modo de organizarse.
El límite que separa lo que es el tratamiento de enfermedades hereditarias de lo que es la obtención de cualidades deseables en el paciente es muy difuso y no está nada claro, como bien señala el Profesor Antonio Pardo. Nadie duda de que si enfermedades como la diabetes, la anemia o el cáncer, pueden curarse es razonable tratarlos genéticamente. Pero deficiencias como la miopía o el daltonismo, o peculiaridades como ser zurdo, ¿deberían también tratarse? Aquí se plantea un problema de difícil solución: delimitar qué problemas deben ser tratados y cuáles no, es decir, definir qué estados son los que deben corregirse y cuáles deben dejarse como están, por considerarse 'estados normales' Y ello a su vez plantea nuevas cuestiones: ¿a qué se llama 'estado normal'?, ¿qué se entiende por 'buen funcionamiento' de un órgano?, ¿a partir de cuántas dioptrías un ojo ve bien?, ¿cuándo se considera que la inteligencia funciona bien?, ¿no debe funcionar mejor si se la potencia?, entonces, ¿por qué no hacerlo?
Enseguida puede pensarse en las consecuencias para la sociedad si se extendieran estas prácticas de diagnóstico y modificación genéticas: podría llegar el momento en el que la orientación de la genética no sirviera al fin de la prevención y curación de enfermedades, sino al de la mejor preparación del futuro ciudadano en este mundo tan competitivo en el que vivimos. ¿Podría consumarse el sueño platónico de conseguir una sociedad que garantizara el buen funcionamiento de las diferentes funciones y clases sociales?

miércoles, 9 de enero de 2008

Belleza y Melancolía

Os presento aquí una honda reflexión de un nuevo colaborador que se ha comprometido a dedicar su tiempo a avivar este soplo de conocimiento. Es el Dr. Miguel Porcel y, como puede intuirse por el estilo y la temática tratada, ejerce de psiquiatra y psicoanalista en la actualidad.

1
Me permitiré, siguiendo las leyes ortográficas que dan con cada minúsculo rasgo de escritura un valor distintivo de palabra, hablar de la Belleza y de la belleza. No hay que adjudicar un distintivo de grado a cada una de ellas, la cosa no va de más a menos ni en el significante ni en el significado.
Llamaré Belleza a aquello que se aparece como tal, al encuentro "accidental" con ella, encuentro que provocará unos efectos concretos que vamos a señalar. Guardaré el término belleza para lo que define una meta concebida por alguien pretendidamente creador, el artista por ejemplo, que pone en marcha un conjunto de operaciones para materializar tal fin.
Así, tenemos:
Belleza: aparecida, revelada, encontrada, re-encontrada.
Y belleza: la que buscada por el creador se logra en su obra.
Es decir, Belleza como algo que existe sin necesidad de nuestras capacidades para construirla o reconstruirla al menos en un sentido material, y belleza como obra fabricada, bien sea con la materia material o con la del espíritu mismo.
Aparecerán preguntas, la más elemental es si ambos conceptos son identificables, si funcionan en un contexto determinado del mismo modo o si, por el contrario, lo hacen siempre según una función específicamente asignada a cada una de ellos.
Se entenderá que la Belleza escapa, a priori, a un proceso previsto, pensado, de construcción, lo que forzosamente la desanuda de un tiempo y lugar determinados. Así, por el contrario, la belleza encierra un logos social, si acaso sea porque ha sido concebida y realizada en una red forzosamente social de la que el creador está formando parte, aunque pudiera estar en ella atrapado a su pesar.
Consecuentemente, la belleza es sometida a la crítica, nunca la Belleza.
Podemos no sólo criticar la belleza con la que hemos quedado citados a una hora y en un lugar precisos, sino también compararla, clasificarla, afirmarla y negarla. Es, a fin de cuentas, un objeto, un bien dentro de la serie de los bienes que nos proveen de bienestar.
Pero volviendo a la pregunta inicial, podemos ver que un objeto cualquiera, o una representación, funciona como Belleza en un encuentro con un observador, aun cuando pueda ser un objeto hecho con la pretensión de realizar belleza: la Belleza puede, pues, aparecerse a través de una obra de arte. Bien es cierto que ambas no son la misma cosa, y si coinciden no será sino mero accidente, aunque ciertamente deseable para el creador de la obra: La obra de arte bella no reclama automáticamente la aparición de la Belleza. Ésta apelará a un tercero a quien pueda revelársele, siempre fuera de los cálculos de ese segundo que es el creador. Nunca va a ser este encuentro, si ocurre, universal, sino particular. Aunque un crítico quede señalado por la revelación de Belleza que una obra cualquiera ha posibilitado, no conseguirá, ni con su entusiasmo ni con sus estudios eruditos transmitir su experiencia a todos sus lectores, aunque estén muy predispuestos a vivirla y deseosos de ese encuentro.
La Belleza aparecida al espectador a través de la obra bella se le revelará de un modo inefable, ácrata y único, sin un modo ni porqué que queden explicados con los saberes técnicos necesarios para diseccionar hasta el límite una obra de arte.
La Belleza no es consecuencia de un saber técnico sino que produce una conmoción en los aleatorios saberes que pueda guardar alguien a quien se le revela.
La belleza, en tanto objeto, solo es adquirida mediante una técnica, aun cuando al interrumpirse tal técnica posibilita ese cambio de belleza en Belleza, cambio que está fuera de cualquier entendimiento porque no se trata de metamorfosis alguna sino de distinto plano de función, esto es del paso de objeto (la belleza creada) a Sujeto (la Belleza aparecida). Tal paso de función, una obra de arte que de objeto de belleza pasa a ser Belleza, no significa una transubstancialización real, como se entenderá, sino una operación simbólica, y, en consecuencia, está más allá de la realidad del artefacto y del artífice, tal paso crea al alma, podemos decir para aunar conceptos universales.
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La Belleza como sujeto. La belleza como objeto, aun cuando ésta tenga la posibilidad de funcionar, a través de ese encuentro fortuito que no depende de cálculos sabidos y conscientes, para alguien determinado como Sujeto, como Belleza, pues.
Si el artista funciona como sujeto, lo mismo que el crítico y el espectador (entendido como trabajador de la mirada), aquel a quien se revela la Belleza lo hace como objeto, debiendo entender cada función como cambiante en un logos exclusivamente simbólico.
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La belleza produce satisfacción al sujeto que queda justificado por su logro.
La Belleza hiere al objeto (al espectador) que queda suspendido en un instante por la melancolía.
Se trata de un instante definitivo.
La belleza trata de colmar un proyecto que se basa en una falta consubstancial al creador, y en consecuencia, responde a la lógica de un encuentro gozoso, manifiestamente material y materno. Fecundante y generador. Generatriz, más bien.
La Belleza se le aparece a alguien que funcionando hasta ese encuentro como un sujeto más, queda desalojado de sus atributos, anclado entonces a una función de no ser sino puro objeto de aquélla. Ese encuentro pone de manifiesto, sin utilizar redes sintácticas conscientes, el estado de pérdida que habita en lo más profundo del ser de dicho sujeto (que deja de serlo).
La Belleza aparece como retorno de lo que en un momento (mítico) fue y que siempre dejó de ser, a su vez.
Es el encuentro, el hallazgo, el reencuentro con lo inevitablemente perdido.
La Belleza reaparece en un solo instante de revelación y deja de ser en el mismo instante, lo que significa una cruz de pérdida en la cara misma del placer más sublime.
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Doble operación: la Belleza nos lleva de ser sujetos a ser objetos de no se sabe qué. A la vez produce el encuentro que nos conduce a una pérdida que nunca nos ha abandonado y que nos habita siempre a lo largo de nuestra la historia.

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Después de la Belleza queda el recuerdo, o el olvido, quedan los despojos, con mucha frecuencia transformados después en obras de belleza, plástica, poética, musical. O permanecen como puros y meros recuerdos del instante íntimo que nunca volverá a existir. Nunca. Se trata de un encuentro con la misma irreversibilidad que la muerte, aun cuando deje recuerdos compensatorios u olvidos, a menudo fecundos, que siempre perduran y hacen posible construir, como ya hemos señalado, universos artísticos, públicos o privados que vale la pena habitar.

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Respecto a la mirada:
Nosotros miramos la obra que encierra belleza.
La Belleza nos mira, es ella la que nos mira sin posible apelación, nos sorprende, generalmente nuestros ojos se muestran evasivos en ese encuentro.
Aunque la Belleza pueda mirarnos repetidas veces, aunque sea siempre desde el mismo objeto bello donde ella se aparece, cada ocasión es única. Nunca nos mira dos veces, sólo lo hace en un instante único.
Es cierto, sin embargo, que ante aquel objeto (un poema, un cuadro, una pieza musical, un paisaje, unos ojos, un olor a tierra mojada) que nos reporta encuentros frecuentes, y únicos, con la Belleza vamos creando una familiaridad que nos lleva a hacerla más soportable. Sin duda llegamos a amar ese real al que ya conocemos por su nombre.
El encuentro es inapelable, pero su frecuencia en el tiempo permite nombrar a la Belleza que encierra el objeto.
Es un real nombrado, en consecuencia amado.
Es la historia, que tejemos, de amor con ello, con la Belleza a su través. Es, ciertamente, una historia de amor, pero ¿qué amor? ¿Qué somos nosotros para ella? ¿Qué podemos darle a quien nos da no sabemos qué y que, cada vez, nos reubica en la perplejidad, en el anonadamiento, en la pérdida y en el encuentro renovado?
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Sólo cuando ocurre esta reiteración (recordemos que hecha de instantes únicos e irrepetibles, vertebrados con nuestra capacidad de nombrarlos y capaces de fecundarse entre sí y de crear otros) del encuentro, que nunca es repetición, podemos conocer algo esencial de ella.
No lo confundamos con la repetición, que se refiere siempre al encuentro estricto con la mortandad (con lo Uno idéntico de la muerte, solitario y estéril), lo que precipita al sujeto/objeto en una melancolía sólo mortífera.
Un ejemplo:
Cada vez que contemplo el paisaje familiar frente a mi casa, a la que miran permanentemente mis queridos Pirineos, después de innumerables instantes únicos, he podido encontrar lo que nunca revela la Belleza en su primera herida. A saber: que en ese objeto que la contiene, también hay una falta esencial. Llego a saber que esas montañas no son las montañas que un día perdí, fueran lo que fueran aquéllas, hayan existido alguna vez o no. Llego a comprender que en ellas hay una absoluta finitud, una anomalía que las hace próximas (crea un prójimo), a semejanza de nuestra mirada, a nuestra semejanza.
Es lo mismo que decir que he llegado a descubrir su presencia.
Y entonces sabemos que es nuestra mirada lo que ella, la Belleza, reclama, necesita. En ese juego de miradas es donde existe la Belleza, donde se teje esa historia de amor que hace posible una suerte de felicidad, más acá de la melancolía que, sin embargo, contiene conteniéndola.
La Belleza desea nuestra mirada para existir.
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Así llegamos al otro extremo de nuestro primer punto, desmintiéndolo de alguna manera. Porque en definitiva también construimos la Belleza a partir del hallazgo de que lo que le falta es nuestra mirada, haciendo de esta forma soportable la suya.
Nada me parece más extraordinario a la hora de pensar en nosotros, en los humanos, que haya alguien capaz de construir esa belleza con un mandamiento ético que va más allá de un interés exigido por el yo, que haya quien deje su vida por encontrar un rasgo exacto, casi siempre desgarrador para el creador, que encaje con su proyecto íntimo. Es un sujeto que no pretende el canto que infle las velas megalomaniacas de los patriotas cantando al unísono por un bien, pretendidamente bello, que los autorizaría a recriminar a los otros su fealdad y diferencia.
Es, por el contrario, alguien desasistido que se ofrece como don para que todos lleven a su casa al menos una briznas de belleza, y para que la Belleza sea ya un lugar que nos necesite y nos reclame.
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No es necesario ser artista para poder construir la Belleza cuando nos mira y somos capaces de devolverle nuestra mirada liberada de la alienación que supone la obligación de capturar y de juzgar. Cuando le devolvemos la mirada que vitaliza, siquiera en un instante, la brecha entre ella y nosotros.
Ya no es, pues, la Belleza que nos llevó a la melancolía, sino la que nos devuelve a un espacio donde la belleza tiene su lugar y que nos libera de aquélla, donde hay un indicio fértil de amor, de narración del encuentro que, como único, sigue alimentando un fuego encendido en las pérdidas constituyentes que intentamos contener con nuestro ejercicio, que es la vida.