Los vínculos y raíces son más poderosos de lo que pensamos. Empezamos a caminar, en dirección contraria, y pronto sentimos que nos tiran hacia la raíz. No puedo estar más lejos de mi madre, no puedo faltar el día que ella espera que estemos todos, no me puedo olvidar de desearle un feliz cumpleaños. Los ritmos, calendarios, estaciones, relojes, todo baila al son de una música que gravita en torno a los mismos centros. Centros que son de todos, porque no somos tan distintos como nos quieren hacer creer quienes fabrican músicas pasajeras. Nuestro tiempo es un tiempo ilusorio, ingrávido, en el que las cosas, pesando, parece que no pesan. Es un tiempo de simulaciones. Ahora todo se presenta con el disfraz de la simulación, incluso realidades como la vida y la muerte, la amistad y el sexo, la palabra y el arte. Podemos simular que alguien fallecido está vivo. Podemos simular que alguien vivo se muere. Podemos simular que soy amigo de alguien a quien no conozco ni conoceré, que soy productor de obras que encantan a millones de espectadores, también simulados. Los tiempos nos han convertido en artistas de la simulación. ¿Pero cuánto puede resistir la realidad simulada antes del derrumbamiento? ¿Durante cuánto tiempo más seguiremos mirando la pantalla? La realidad, con sus ciclos y desechos, acaba imponiéndose. Se impone la muerte del prójimo, el deseo que nos saca y lleva fuera del paraíso, luz que viene de fuera y nos despierta en la noche para descubrir que ahí los móviles no centellean y sólo cabe orientarse mirando las estrellas. Se impone la última petición, que me laven el pelo para iniciar el tránsito hacia el otro lado. Se impone el olvido del tiempo, del aquí y del ahora, de eso que tanto proclaman quienes disfrazan la vida de felicidad y bienestar. Y se impone, por fin, el semen desparramado en la noche salvaje.