sábado, 28 de febrero de 2015

El poder de "El Turco"

Hace un tiempo tuve un sueño que narraba algo así como:

Me encontraba paseando por la avenida de Madrid en Zaragoza. Era otro tiempo, futuro. Lo notaba en las casas, los escaparates, la luz. La estética se había vuelto prescindible. Nadie parecía reparar en el proceso de descomposición que corroía las paredes y las aceras. En los escaparates solo se veían luces, destellos, que permitían intuir la existencia de nuevas necesidades para mí desconocidas. No había nada que mostrar. La imagen se había independizado del objeto. A los lados veía escaleras metálicas que no llevaban a ninguna parte. Parecían fragmentos de un pasado remoto. El Sol estaba más cerca, pero no hacía demasiado calor. Era como si hubiese perdido fuerza. Por un momento pensé que el hombre había descubierto el secreto de la gravedad, ahora regulada a su voluntad (...)

Recuerdo que tuve la sensación de que el sueño pretendía descubrirme algún secreto, alguna intuición que sólo el tiempo acabaría dando forma y concisión. Y así ha sido como algunas lecturas desde aquel sueño han ayudado a modelar lo que antes carecía de definición. El sueño insinúa la independencia de lo excedente (luces, destellos, que permitían intuir la existencia de nuevas necesidades) respecto de lo superfluo. La imagen, esto es, aquel aspecto impresionable del objeto, se ha independizado de éste y ha pasado a ser el auténtico objeto de culto y adoración. Los paseantes de aquella avenida ahora sólo parecen detenerse ante las luces y destellos, y no por lo que ellos esconden o representan, sino por lo que ellos son en sí mismos. La apariencia, que no aparenta nada, es ya suficiente para despertar la atención.

Este fenómeno de apariencia distópica es ya una realidad presente, sólo que todavía no reconocida. ¿O acaso no estamos convirtiéndonos en auténticas construcciones orgánicas preparadas para atender señales lumínicas, portadoras de secretos inconfesables? La técnica, antes de servir, hechiza, encanta. Los grandes publicistas y diseñadores industriales lo saben y se aprovechan de ello. Jünger los llama magos, pues lo mismo que la magia hace con el niño, la técnica lo hace con el adulto. Su poder, como el de Aladino, se alimenta del deseo más que de la persuasión. En efecto, tanto el inventor como el mago saben que en el fondo nadie quiere descubrir el truco, sino que le continúen hechizando:

Y en ese ambiente muy particular y particularmente estimulante estalló la bomba: apareció el autómata dotado de inteligencia, de inteligencia decididamente superior a la humana. No solamente pensaba, en sentido estricto, sino que se había dirigido hacia una auténtica y verdadera especialización, poniendo el cuidado de escogerla de entre las más arduas. Jugaba solamente, pero espléndidamente, al ajedrez. Y al ajedrez batía regularmente a todo "humano" que osase desafiarlo. Este autómata (digámoslo inmediatamente: este falso autómata) era el "Turco", nombre derivado del traje que llevaba. Hizo que se hablara de él más que todas las otras serias y nobles creaciones que lo habían precedido: logró una fama inmensa, vivió una verdadera epopeya, atravesó el mundo asombrando y engañando a los miembros de al menos tres generaciones; fue el protagonista de un increíble batiborrillo científico-aventurero-filosófico." (en Los falsos adanes, Gian Paolo Ceserani)