sábado, 22 de noviembre de 2008

Valoro y creo en la verdad para poder conocer

El conocimiento que Thomas Mann cultivó sobre filósofos como Nietzsche, Shopenhauer y Freud se refleja aquí, en La montaña mágica, en el personaje del jesuita Naphtha. Las discusiones que mantienen éste y Settembrini, enlazadas en el tiempo por un hilo argumentativo, evocan la polémica que se inició ya hace un par de siglos entre positivistas y vitalistas, desde que Dilthey iniciara su programa de fundamentación de la historia como una ciencia.

Si Settembrini encarna el espíritu ilustrado, positivista, la concepción del conocimiento que promueve Naphta se acerca, en algunos aspectos, al pensamiento de tradición vitalista y pragmatista. La concepción del jesuita se construye desde la tesis de san Agustín, olvidada en muchos manuales de filosofía: ‘Creo para poder conocer’. Este principio epistemológico nos sugiere inmediatamente la idea de que la fe, la creencia, así como la voluntad, son la condición necesaria para que exista el hecho del conocimiento, la ciencia misma. La razón, frente a la fe (que se alza ahora como la verdadera impulsora del conocimiento), ocupa un lugar secundario. Su papel se reduce a pensar e interpretar el mundo desde la creencia previa sobre lo que éste es, y a demostrar la validez y utilidad de esa concepción, sometiéndola a contrastación. La fe es anterior a la razón, es su condición, y ésta depende de aquélla:

- Querido amigo, el conocimiento puro no existe. La legitimidad de la teoría del conocimiento de la Iglesia, que puede resumirse con las palabras de san Agustín ‘Creo para poder conocer’, es absolutamente indiscutible. La fe es el órgano del conocimiento, el intelecto es secundario. Su ciencia sin prejuicios es un mito. Siempre hay una fe, una concepción del mundo, una idea; en resumen: siempre hay una voluntad, y lo que tiene que hacer la razón es interpretarla y demostrarla.

Es esta concepción humanista, antropológica, sobre el papel de las facultades humanas, la que durante los dos últimos siglos ha pugnado con la concepción de tradición racionalista y kantiana (defendida con fervor por el personaje de Settembrini). Ésta se sostiene en el supuesto de que la razón humana, por su naturaleza, respaldada por los sentidos, es capaz por sí misma de idear una construcción fiable del mundo. La razón, en virtud de una serie de principios y métodos de conocimiento, sustraída del dominio de la fe, es, o mejor dicho, debe ser, la responsable de esa construcción. El papel de la fe queda por tanto excluido definitivamente del conocimiento, ya no cuenta en el programa científico y moral de hacer realidad el ideal burgués de paz, seguridad y prosperidad.

Así, a la luz de la nueva concepción del conocimiento que introduce Naptha, podemos pensar que lo que anima el proyecto ilustrado de Settembrini es su inquebrantable fe en la razón como guía infalible para alcanzar la verdad. El lema de san Agustín, aplicado ahora al programa de Settembrini, se convierte así en este otro: ‘Creo en la verdad para poder conocer’ De este modo, la doctrina de Naptha nos acerca la religión a la ciencia y nos hace comprender su indisoluble imbricación. El positivismo, a la luz del descubrimiento del jesuita, es otra forma de religión, religa a los hombres en un proyecto sostenido por una nueva fe.

Inmiscuido en la discusión, Naptha, para justificar su tesis, añade:

Es verdadero lo que es beneficioso para el hombre (…) El hombre es la medida de todas las cosas y su felicidad es el criterio de verdad. Un conocimiento teórico que careciese de referencia práctica a la idea de felicidad del hombre estaría tan sumamente desprovisto de interés que no se le podría conceder el valor de verdadero y tendría que ser rechazado.

La posición de Naptha en este punto también corrobora lo anterior: algo, para que pueda ser considerado verdadero, ha de tener un valor, ha de beneficiar en algo al interés humano. No existe la búsqueda desinteresada de la verdad, sino que la ciencia, supeditada al interés, a la valoración, necesita de la voluntad y de la estimación humanas para existir. El lema de san Agustín adopta un nuevo matiz en las palabras del jesuita y acaba convirtiéndose en ‘Valoro y creo en la verdad para poder conocer’, porque son la fe y la valoración humanas las que orientan e impulsan a la razón humana en su progresiva aproximación a la verdad.