domingo, 29 de noviembre de 2009

Animales tecnológicos

Me parece que vale la pena recuperar la reflexión que Javier Marías hace en El País Semanal del pasado domingo sobre la educación en nuestro país (Esos saberes irrelevantes). Diría que dicha reflexión - que también recoge nuestro blog amigo Antes de las cenizas - es, en el fondo, un diagnóstico de la nueva sensibilidad dominante que existe en nuestra sociedad hacia el conocimiento. Esta nueva sensibilidad se traduce en la tendencia a enjuiciar y valorar el conocimiento desde las categorías de la 'utilidad' y la 'rentabilidad', tan presentes en la mentalidad del hombre contemporáneo. La consecuencia más inmediata de este hecho consiste, como deja entrever el escritor español, en una especie de apatía generalizada respecto al valor mismo del conocimiento. Hoy día, gran parte del conocimiento se concibe como algo irrelevante, inútil, inservible, bien porque se considera sustituible por la tecnología, como pasa con la aritmética o la geometría tras la aparición de las modernas calculadoras, o bien porque se piensa que carece ya de relevancia, como le ocurre a la historia, al latín o al griego. Ahora sólo el conocimiento tecnológico - no el conocimiento sobre el funcionamiento de la tecnología, sino el conocimiento rudimentario y primitivo de cómo utilizarla -, es considerado valioso por su supuesta eficiencia y rentabilidad, lo cual hace que nos planteemos si de veras vamos por el buen camino o si, por el contrario, no estamos dando un paso atrás con respecto a nuestras culturas ancestrales que veían en el ser humano y en el conocimiento un bien en sí mismo.

jueves, 26 de noviembre de 2009

Tiempo demoníaco

En su Libro del reloj de arena Jünger advierte del retroceso espiritual al que conlleva la expansión de la forma mecánica de cuantificar el tiempo.
Los primeros relojes mecánicos, aquellos que consiguieron dar las horas y los segundos durante la totalidad del día y de la noche, con independencia de las intemperancias de las estaciones y del clima, introdujeron, sin quererlo, una infinidad de posibilidades vitales todas ellas regidas por las manecillas de estos siniestros aparatos. Hoy día el tiempo es algo que se puede comprar o vender, ganar o gastar, sincronizar, acelerar, dinamizar..., en fin, se ha convertido en algo imprescindible para organizar y marcar las pautas de nuestros quehaceres cotidianos. El tiempo mecánico constituye, en este sentido, un valor del que no podemos prescindir en nuestras actividades diarias. Forma ya parte insustituible de nuestra circunstancia y debemos contar con él si queremos participar en la vida contemporánea.


Pero el tiempo que nos brindan los relojes mecánicos, el mismo que nos abre la posibilidad de organizar y sincronizar el conjunto de nuestras actividades, paradógicamente, también coarta y limita peligrosamente nuestra libertad más primitiva y espiritual. Ese tiempo demoníaco, nos advierte Jünger, consigue subordinar el tiempo de la naturaleza a su tempo mecánico, uniforme y sincrónico. Muestra de ello es el deporte, en el que el ritmo natural del corazón debe adaptarse a las exigencias del tiempo mecanizado y numérico, haciéndose cada vez más preciso y uniforme. El verdadero problema radica, quizá, en que ese proceso de imparable subordinación alcance incluso aquellos espacios reservados para la vida espiritual y creadora. Estos ambientes, como el que se muestra en la obra de Alberto Durero San Jerónimo en su gabinete (1514), demandan nuevas formas de vivir el tiempo, más pausadas y sosegadas, imposibles de encontrar en la vorágine de las pequeñas y grandes ciudades donde impera ese ritmo demoníaco del que habla Jünger.

sábado, 21 de noviembre de 2009

Woody Allen, Sócrates, el carnicero, la hormiga y la cigarra

Cabe definir la personalidad de Woody Allen como antisocrática. Era Sócrates quien se desprendía de todo bien material con el fin de disponer de lo estrictamente necesario para cultivar el bien del cuerpo y la felicidad del alma. Con su ejemplo no sólo pretendía conquistar dichos valores, sino que sus conciudadanos hicieran lo propio, porque sólo así, pensaba el filósofo, podría fundarse una sociedad justa y bienaventurada. Contra las enseñanzas de este maestro, que ha impulsado los principales sistemas morales desde el período clásico hasta nuestros días, al menos en Occidente, Woody Allen aconseja cuidar los bolsillos y no empeñar la vida en cultivar la salud del cuerpo, siempre tan caprichosa, ni mucho menos la del alma, que la pobre no existe. De lo que se trata, más bien, es de saborear los buenos momentos, por insignificantes que parezcan, no vaya a ser que el futuro traicione nuestras esperanzas:
Mientras uno pasa por la vida, es extremadamente importante conservar el capital, y no se debe gastar el dinero en simplezas, como licor de pera o un sombrero de oro macizo. El dinero no lo es todo, pero es mejor que la salud. A fin de cuentas, no se puede ir a la carnicería y decirle al carnicero: "Mira qué moreno estoy, y además no me resfrío nunca", y suponer que va a regalarte su mercancía (A menos, naturalmente, que el carnicero sea un idiota.) El dinero es mejor que la pobreza, aunque sólo sea por razones financieras. No es que con él se pueda comprar la felicidad. Tomad el caso de la hormiga y la cigarra: la cigarra se divirtió todo el verano, mientras que la hormiga trabajaba y ahorraba. Cuando llegó el invierno, la cigarra no tenía nada, pero la hormiga se quejaba de dolores en el pecho. La vida es dura para los insectos. Y no creáis que los ratones se lo pasan muy bien tampoco. La cuestión es que todos necesitamos un nido en el que refugiarnos, pero no mientras se lleve un traje bueno. Para terminar, tengamos presente que es más fácil gastar dos dólares que ahorrar uno. Y, por amor de Dios, no invirtáis dinero con ninguna agencia de Bolsa en la que uno de los socios se llame Casanova. (Woody Allen, 'Sobre la frugalidad' en Cuentos sin plumas)

domingo, 15 de noviembre de 2009

La mala metafísica

La metafísica, por naturaleza, es una disciplina dependiente, indigente, incapaz de sostenerse o de crecer por sí misma. De hecho, el mayor riesgo de toda metafísica es que quiera echar a andar por sí sola y acabe perdiendo pie en cada intento. Ello ocurre cada vez que el metafísico se despreocupa de buscar un criterio de verdad firme y postula su objeto de investigación - el ser - arbitraria e injustificadamente. En lugar de echar mano de alguna teoría del conocimiento y fundar el ser en el conocer, la mala metafísica parte de un ser misterioso, incógnito, para explicar el ser conocido y el hecho del conocimiento. Es lo que acontece, por ejemplo, con el empirismo radical de Mach y Ziehen:
En el concepto de elementos que constituyen el ser para Mach hay, contra la voluntad de éste, una posición metafísica. Metafísica en el mal sentido de la palabra. Antes interpretábamos el empirismo radical diciendo que hallaba la realidad constituida por los elementos luz, sonido, etcétera..., fundándose en que la función cognoscitiva donde son sabidos, la sensación, era por completo pasiva. No hay duda que este pensamiento se encuentra incluso en la teoría de Mach. Pero por otro lado pretende este autor que veamos en los elementos algo previo a la distinción entre sujeto y objeto. Los elementos no son propiamente sensaciones, sino en cuanto después que ellos existen los consideramos en una relación de dependencia con una particular complexión de elementos, la cosa cuerpo. De modo que, primero, no eran sensaciones nuestras, contenidos del sujeto psicofísico, sino realidades ajenas y previas a todo acto de conocer. Con esto queda patente que la teoría del conocimiento del empirismo radical comienza por afirmar una realidad y procede luego a derivar de ella el conocer. Ahora bien, esto imposibilita la condición sin qua non de la teoría del conocimiento: proceder sin supuestos. El conocer no puede derivarse del ser, por la sencilla razón de que la posición del ser es un acto cognoscitivo, una función teorética que recibe su certidumbre de la que posea el conocimiento en general. (Ortega y Gasset, Sensación, construcción e intuición, 1913)

domingo, 8 de noviembre de 2009

El conocimiento: un extraño bien

El conocimiento parece un bien extraño, o cuando menos, insólito. A diferencia de los bienes comunes - de los alimentos, los medicamentos y todos los afines-, el conocimiento no deja de ser beneficioso una vez que es satisfecha la necesidad que nos conduce hasta él. En efecto, un medicamento sólo es beneficioso para el enfermo que lo necesita y mientras dura la enfermedad, lo mismo que los alimentos sólo producen un bien cuando el hambre aprieta. Desde el momento en que estas necesidades se sienten colmadas, estos bienes no sólo dejan de serlo, sino que pueden llegar a convertirse en cosas perjudiciales.
Con el conocimiento, sin embargo, ocurre algo muy distinto, porque cuanto más sabio se hace uno más se afana en obtener nuevos conocimientos. La pasión por el conocimiento, el afán de saber más por el mero hecho de saber -y no para obtener cualquier otro beneficio académico o profesional-, es algo que, lejos de colmarse con la sabiduría, crece de forma proporcional a como lo hacen los conocimientos. La explicación de este singular fenómeno quizá se deba a que la búsqueda de conocimiento no se origine de una necesidad que haya que satisfacer, sino de una apetencia, de un conatos, que impulsa a nuestro intelecto a la sabiduría, siendo este deseo de la misma naturaleza que lo que mueve al corazón a bombear la sangre, a los pulmones a respirar, o a los planetas y estrellas a moverse (al menos, algo similar pensaron Spinoza, Shopenhauer o Nietzsche)
No es nuestra intención tratar de aclarar la naturaleza de este singular afán, pero sí de recordar que es posible despertar, impulsar o acrecentar su fuerza, incluso allí donde se hace del conocimiento un vehículo para conseguir meros resultados útiles, ventajosos o rentables:
El inevitable distanciamiento que, como muy bien señala Russell, se da entre vida y cultura en los primeros años de la vida escolar se ha de tener muy presente si de verdad pretendemos enseñar algo a nuestros alumnos. Leer a Virgilo puede ser algo muy hermoso, pero para ello hay que estudiarse primero las declinaciones latinas, una de las cosas más aburridas del mundo. Entender la física y las matemáticas de un cierto nivel es cosa apasionante, pero a esto no se puede llegar si antes no se han hecho muchos ejercicios rutinarios con fracciones y el sistema métrico decimal. Estos trabajos tediosos se han de hacer porque lo manda el profesor, no hay más solución, y el oficio del profesor no consiste en ser simpático a los alumnos. Las motivaciones más corrientes, las de toda la vida, la de querer hacer pronto las tareas escolares y así tener tiempo para estar con los amigos, la de aprobar para disfrutar mejor del verano o la ilusión por llevar buenas notas son absolutamente legítimas. La afición por aprender ya vendrá en su momento. Quien estudia porque le gusta llevar sobresalientes terminará llevando sobresalientes porque le guste estudiar, pero esta inversión es un proceso muy lento y es inútil tratar de apresurarlo. Y en cualquier caso, la motivación es para el estudiante lo que la inspiración para el artista: vale más que le pille trabajando.
(Ricardo Moreno, Planfleto antipedagógico)

martes, 3 de noviembre de 2009

La claridad de Osho

Comprender los mecanismos por los que funciona el intelecto sigue siendo una de las tareas fundamentales de la neurociencia, la epistemología y la filosofía de la mente. La tarea no es baladí, pues se piensa que conociendo dichos mecanismos podremos llegar a descubrir las posibilidades de nuestra mente. De hecho, me aventuraría a afirmar que ha sido este afán de vislumbrar la frontera del dominio de la razón lo que ha animado la mayoría de los grandes sistemas filosóficos desde la modernidad hasta nuestros días. Así, por ejemplo, algunos filósofos – pienso en Russell, Wittgenstein - han considerado que el pensamiento está sujeto a una serie de leyes, traducibles al lenguaje lógico, que determinan su actividad; los psicologistas, en cambio, atribuyen a los mecanismos psicológicos el poder de determinar las posibilidades la mente; otros, sin embargo, conciben ésta como un poder absoluto al que es absurdo tratar de fijar límites… En fin, sería innumerable la lista de científicos, filósofos y escuelas que sobre el asunto se han pronunciado. Podemos encontrar, sin embargo, en esta pluralidad de pareceres una nota común, y es que todos ellos coinciden en admitir que el entendimiento es la auténtica fuente de conocimiento cierto o, cuando menos, probable. Ninguno de los teóricos aludidos cuestionan el papel del intelecto en la construcción de teorías científicas. Es precisamente su firme convicción en la capacidad de la mente para la construcción de modelos científicos lo que hace que se planteen con tanta urgencia el problema de los límites del conocimiento.
Hay sin embargo otra tradición de pensadores, de poetas, místicos – pienso en Buda, Heráclito, Plotino, Shopenhauer, Jünger, o en el místico contemporáneo Osho - que aseguran haber descubierto otras formas de conocimiento mejores que la intelectiva, como la música, la poesía o la mística. Éstas comienzan a funcionar justamente allí donde finalizan las posibilidades del intelecto, que resulta insuficiente para dilucidar la naturaleza del universo. Lo propio del intelecto, afirman estos místicos, es cuestionar o plantear problemas en torno a otros problemas previamente definidos, de ahí que su acción fundamentalmente se reduzca a dos posibilidades: la confusión o el logro de certidumbres. Estas últimas satisfarán la sed de intelección, pero no el anhelo de claridad, de verdad, inscrito en lo más profundo de la naturaleza humana. El intelecto, por naturaleza, nos lleva a estar ciertos o confusos sobre algo, a nada más, alejándonos así del ser verdadero, que, lejos de prestarse a la intelección como las ideas, demanda otras formas de conocimiento por las que pueda manifestar su esencia, sin fisuras ni alteraciones. Por ello, auguran estos místicos, quienes cuenten únicamente con el intelecto en sus estudios tendrán cerrado el camino del ser, que permanecerá entonces oculto, vedado, disfrazado siempre de un eterno misterio.
La confusión es una gran oportunidad. Indica simplemente que no hay salida a través de la mente (…) Si estás sumamente confundido quiere decir que la mente ha fracasado, que ya no puede proporcionarte más certidumbres. Cada vez te acercas más a la muerte de la mente. Y eso es lo más grande que le puede ocurrir a un hombre en la vida; la mayor de las bendiciones, porque una vez que descubres que la mente es confusión y no hay salida a través de ella, ¿por cuánto tiempo seguirás aferrado a la mente? Tarde o temprano tendrás que desprenderte de ella y, aunque no quieras, se desprenderá por sí sola. La confusión llegará a ser tan grande y tan densa que caerá por su propio peso. Y cuando la mente cae, la confusión desaparece (…) Donde hay confusión puede haber certidumbre; cuando la confusión se desvanece, también lo hace la certidumbre. Simplemente eres claro: ni confuso ni seguro, solo una claridad, una transparencia. Y esa transparencia está dotada de belleza y elegancia; es exquisita.
El momento más hermoso de la vida es cuando no hay confusión ni certidumbre. Uno simplemente es: un espejo que refleja lo que existe, sin sentido ni dirección, sin proyectos ni futuro, solo plenamente en el momento, rabiosamente en el momento.
(El abc de la sabiduría, Osho)