jueves, 28 de octubre de 2010

¿Podemos pensar el pensamiento?

Si entendemos, como lo hacen el utilitarismo o el biologicismo, que sólo lo útil acaba prevaleciendo, plantearemos la cuestión sobre el origen del conocimiento en los siguientes términos: ¿en qué es útil al ser humano el conocimiento? Según la interpretación biologicista para descubrir la esencia del conocimiento es preciso entender la función que éste ejerce en el individuo y el beneficio que le repara para la adaptación al medio. El conocimiento sería algo así como un órgano con el que debe contar la especie humana para su supervivencia y desarrollo. Esta teoría, que adolece de una contradicción en su raíz misma, como ahora veremos, cuenta con toda una interpretación sobre lo que es la utilidad, el beneficio o la supervivencia de la especie, sin la cual nada de lo que defiende tendría sentido.
Dicha interpretación, por la que se definen y articulan los conceptos fundamentales del biologicismo, ha precisado de la actividad del pensamiento. En efecto, los axiomas y principios de esta interpretación no han podido ser tomados de ninguna otra teoría (o ya no serían principios), sino que han resultado del ejercicio del pensar. En este sentido, si la teoría biologicista o utilitarista, que nos dice que el fundamento de toda actividad es la utilidad, precisa del pensar mismo como actividad, el fundamento de éste ya no puede ser la utilidad, como pensaba el biologicista. Puede éste buscar también la utilidad a este pensar, pero entonces de nuevo topamos con un pensar (el que piensa la utilidad al pensar primero) que queda sin fundamento. Es más, parece que cualquier fundamento que intentemos encontrar al pensamiento va a necesitar de éste, por lo que nunca quedará debidamente fundamentado.
Podemos suponer, por tanto, que es el pensar mismo, como actividad que origina toda interpretación científica o poética, el verdadero fundamento de las ciencias, las artes y la moral. La cuestión que urge responder es si puede el pensar mirarse a sí mismo, pensarse a sí mismo, ser al mismo tiempo sujeto y objeto sin por ello perder nada de su naturaleza, teniendo en cuenta que para pensar cualquier cosa, incluido el pensamiento mismo, hemos de situarnos ante la totalidad del objeto. En el caso de considerar la actividad del pensar como objeto de pensamiento nos topamos con el problema de que si objetivamos el pensar como actividad entonces éste ya se nos escapa, ya no estamos situados ante su esencia, porque ésta se caracteriza precisamente por ser actividad, constante actividad, siempre presente, actuante, y no por ser algo ya terminado, acabado, que encierra todo aquello que ha sido objetivado...
Entonces, ¿podemos pensar el pensamiento?

martes, 12 de octubre de 2010

El alumno insatisfecho

Es natural suponer que el amor al conocimiento, a la verdad, es el impulso que necesita todo aprendizaje. Mi amor es mi peso; por él voy dondequiera que voy, dice san Agustín; así que el que ama el conocimiento se afana en su búsqueda como el que ama las riquezas y los honores se empeña en poseerlos.
El que ama algo es porque le falta, de ahí que cabe suponer que al amante del conocimiento -al filósofo- le resulte escaso o insuficiente el conocimiento transmitido por la sociedad o la tradición. Este sentimiento de incompletud o de incredulidad está en la base del aprendizaje. En efecto, el aprendizaje pasa por poner en tela de juicio lo que se dice, se cree, y convencerse de que este sujeto social, impersonal, puede estar equivocado. Hay que ser indócil, algo anárquico, recluirse en la mismisidad y sospechar en secreto de la veracidad de nuestra tradición para que pueda emprenderse el camino hacia la verdad. De otra forma, si en todo momento el hombre filósofo está conforme con el pensamiento recibido, ya sea de los profesores o de la tradición, no sentirá jamás la necesidad de llegar a sus propias conclusiones sobre ningún asunto. Es por ello el deseo de forjarse una opinión sobre las ideas recibidas, de convencerse uno mismo sobre la veracidad de lo que se dice, lo que subyace y anima el proceso de aprendizaje.
Pero esto no puede enseñarse. Un profesor no puede enseñar a sus pupilos a despertar ese sentimiento de incredulidad, pues éste presupone cierta disposición y carácter natural en la persona que no es enseñable. Tampoco el maestro puede esperar de sus alumnos que vayan a cargarse de conocimientos si en ellos no existe cierto empeño por alcanzar la verdad. Sin embargo, el profesor no puede cruzarse de brazos y esperar a que por ciencia infusa brote en sus alumnos ese afán por conocer. Todo lo contrario, debe esforzarse en transmitir de la manera más entendible de que sea capaz el conjunto de las ideas y teorías del pasado, teniendo presente que el alumno debe entender lo suficiente para que él mismo se dé cuenta de que necesita profundizar en dichas ideas si quiere verdaderamente comprenderlas. Lo que debe hace entonces el profesor es representar de la mejor manera de que sea capaz ese sujeto social y aguardar esperanzado a que el alumno lo escuche, dialogue con él y quién sabe si lo acabe superando.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Hechos y vivencias

Se me ocurre pensar que cualquier investigación del pasado, ya sea histórica o biográfica, habrá de tener en cuenta, antes que nada, la diferencia entre lo que es un hecho y lo que es una vivencia. Y más cuando la historia la entretejen las vidas humanas. Cuando se trata de averiguar lo que realmente le pasó a Menganito o a Fulanita es preciso tener en cuenta que lo que acontece a las personas no son hechos, sino vivencias, es decir, interpretaciones de esos hechos, y que esas vivencias, a su vez, dependen de factores tan variables como el temperamento de la persona, su pasado biográfico, el conjunto de preocupaciones del momento, sus expectativas vitales... De ahí que sea menester, si realmente se quiere entender lo que le sucedió a tal persona, conocer en la medida de lo posible su fondo psíquico, el horizonte desde el cual realiza el ejercicio interpretativo.
Un mismo hecho, por muy elemental que resulte, puede ser vivido de manera totalmente distinta por diferentes personas, incluso de modo contradictorio, en función de cuál sea el horizonte de expectativas vitales. En uno de sus ensayos Ortega nos recuerda que la caída de una teja puede ser interpretada como la salvación para el transeúnte desesperado pero como una tragedia para el joven y prometedor emperador. Los hechos brutos, aislados, referidos a las vidas humanas, no existen, son una ficción, de ahí que todo historiador, en su búsqueda de la verdad, haya de considerar esos referentes interpretativos que puedan aclarar lo que le pasó a Menganito y por qué le pasó.
Pero también el historiador, o el detective que tiene que trabajar con las narraciones que le dan los testigos, ha de tener en cuenta el horizonte vital de quién escribe la historia o cuenta lo sucedido. Porque para desentrañar la verdad de cualquier pasado es menester considerar que quienes cuentan lo ocurrido son también sujetos con un horizonte de intereses, experiencias y expectativas determinados y singularísimos.

martes, 5 de octubre de 2010

Aforismos varios (V)

Para Ana Belén,
Hay hombres que ni siquiera se equivocan, porque no se proponen nada razonable. (Goethe)

Ciertos libros parecen escritos no para que se aprenda algo en ellos, sino para que se sepa que el autor sabía algo. (Goethe)

Somos todos tan limitados, que siempre creemos tener razón, y así cabe imaginar un espíritu tan extraordinario que no sólo yerre, sino que, halle placer en el error. (Goethe)
Lo que ha de importar al estudioso de una teoría no es tanto descubrir lo que ella dice como lo que no dice y debería ser dicho.

El término de un pensamiento no lo fija el tiempo del reloj, sino el pensamiento mismo.