lunes, 30 de julio de 2012

sábado, 14 de julio de 2012

Adoración al aspecto

El culto al bienestar y a la apariencia gobierna el alma del hombre contemporáneo. Acupuntores, osteópatas, homeópatas, naturópatas, aromaterapeutas.... llenan páginas de anuncios en una sociedad en la que la medicina alternativa compite con la científica en la búsqueda del ideal salvífico de "vida saludable". La salud ahora consiste en la ausencia de dolor y en cierto aspecto de eterno rejuvenecimiento. ¿Será que el hombre medio actual no sabe qué hacer con su tiempo y necesita consumir bienestar y belleza?, ¿será que se le emplaza a vivir instalado en cierto canon de vida impuesto por la industria farmacéutica y estética? El hecho es que el dolor se ha independizado de la enfermedad de que es origen y ya no se ve en él un medio para comprender ésta, sino un fin en sí mismo. El dolor se ha quedado sin raíz, puesto ahí, cosificado, dispuesto a ser tratado por sí mismo. Muestra de ello es que el paciente que acude a la consulta, aguardando una anestesia que alivie su dolor, se interesa en describir no tanto la sintomatología de su presunta enfermedad como la intensidad o localización de su malestar. La imagen, el aspecto, también se ha independizado del cuerpo, corruptible por esencia, y ahora prolifera un mercado encargado en vender y comerciar productos que reducen los síntomas del proceso irreversible temporal. El nuevo reto no es, como nos prometen, retardar el proceso de envejecimiento -por el momento, imposible-, sino camuflar de la mejor manera posible las huellas naturales que nos deja el paso del tiempo.

El aspecto preocupante, desesperanzador, no es el afán de bienestar y juventud, sino el carácter exclusivo de éste, que ahora invade el espacio vacío dejado por el advenimiento del nihilismo. Mucho debemos, sin embargo, a la conciencia del dolor y del paso del tiempo, gracias a la cual nos convertimos en seres indivisos, singulares, distintos de lo otro y de los otros. No es por el pensamiento como llegamos a diferenciarnos del mundo y del otro, sino por la opresión -siempre dolorosa- que éstos provocan en nosotros. Quizá, por ello, debiéramos preguntarnos por qué no adoramos al Dolor y a la Muerte en lugar de tratar vanamente de eliminarlos.

viernes, 13 de julio de 2012

Julio de 1.916. La Batalla del Somme


Qué fácil es disparar sin pensar, con los ojos cerrados y que sea lo que Dios quiera, qué complicado actuar una vez desarmado, 
y cómo retumba la maldita pregunta, ¿queda algo con vida en las líneas enemigas?.


Comienzas a razonar cuando se te acaban las balas, ironías de la vida, y lo duro llega ahora, en la inmensidad del silencio.


Hay que tirar de bayoneta, se exige el cuerpo a cuerpo, la muerte ronda fuera y no sabes a qué te enfrentas,
¿habré hecho diana?, pero has tirado a ciegas y no sabes nada.


La panorámica da paso al primer plano, siempre más lento, cosas del maldito cara a cara.


Cuando la guadaña fumiga los campos de Francia al son de la artillería no hay reloj en el mundo capaz de seguir su ritmo,
y ahora, a solas con el enemigo, cada escalón recorrido por la aguja rechina en tu cabeza, te arden los tímpanos.


Ya no reconoces el punto de partida, sólo vislumbras el círculo rojo marcado por el General en su cómodo despacho.
Esa maldita marca en el mapa ha terminado con tus balas y ahora amenaza tu paciencia y estás bien jodido.


Sólo queda avanzar hacia la luz del túnel, con la cabeza baja o altiva mirada, eso lo dejan a tu elección.
Aquí las cosas funcionan por aplastamiento, que la munición del enemigo tampoco es infinita,
o eso piensa el Alto Mando mientras añade tu nombre a la lista de bajas.


Debes asumir que tu misión es raer al enemigo hasta que alguien llegue a los tuétanos,
sino la noche se te hará muy larga y la batalla interminable.


Samuel Porcel Dieste.