jueves, 27 de octubre de 2011

Pero...¿y los libros?

La pasión por el conocimiento no es algo que se pueda cuantificar, evaluar, o diagnosticar. Y, sin embargo, es el verdadero motor del aprendizaje. Allí donde hay pasión, hay esfuerzo, sacrificio, afán de búsqueda y revelación, y entonces todo lo demás -pruebas de diagnóstico, aplicación de las TICs y PowerPoints, programas educativos, de innovación, de animación a la lectura...- queda en un segundo plano, como algo meramente auxiliar, accidental, diría yo. El otro día asistí en Logroño a una conferencia de Gustavo Bueno, padre, el padre de la teoría del cierre categorial, y en apenas una hora y media, allí, frente a nosotros, en pie, sin papel, lápiz ni ordenadores o pantallas a su alrededor, consiguió mantener nuestra atención con su discurso, ordenado, bien pensado y estructurado, incluso hubo quien sacó su cuaderno para tomar notas porque además sabía que nadie le iba a poder dar el archivo con la información correspondiente. Y es que allí donde hay pasión por el conocimiento hay también deseo de enseñar, deseo de que los otros, nuestros oyentes, nuestros alumnos, se hagan partícipes de nuestra búsqueda y descubran con nosotros aquello que tanto tiempo y esfuerzo nos ha llevado conquistar.


Primero tenemos que ser alumnos, despertar y cultivar ese eros de conocimiento al que tanto refiere Platón, para poder enseñar. Y esto es algo que no se hace haciendo un cursillo del CPR, u ojeando páginas de diferentes libros de texto. Porque una cosa es reproducir oralmente lo que está escrito en los libros de texto o en sus correspondientes PowerPoints -eso lo puede hacer hasta un chimpancé- y otra muy distinta desandar el camino para volver a caminarlo junto a quien te quiera acompañar. Lleva años conocer las obras de Platón, Aristóteles, Descartes, Kant, Hegel, Nietzsche o Marx, lo mismo que conocer a fondo las teorías de Maxwell, Planck, Einstein, las de Poincaré, Quine y Gödel, o las obras de Shakespeare, Cervantes o Quevedo, pero solo si hemos pasado por eso, cada uno en su disciplina, solo si día a día cultivamos el conocimiento, créanme, puede haber verdadero aprendizaje. Me decía un alumno que no entendía por qué alguien puede querer dedicar la mayor parte de su tiempo a estudiar y a aprender, con lo aburrido y costoso que es. Pues bien, conseguir que este alumno se convenza de lo contrario, de que el conocimiento nos hace mejores personas, debe ser el fin de la educación.


Cada día estamos más sujetos a las imposiciones de un sistema que quiere de nosotros que nos conformemos con utilizar las TICs, hacer un par de cursillos al año, y que aprobemos a un porcentaje relativo de alumnos. Tengo la sensación de que llegará el momento en que el profesor, de cualquier materia, será verdaderamente sustituible, pero no porque en realidad lo sea, sino porque habrá quedado relegado a meras labores de reproducción de lo que dicta el lenguaje de las nuevas tecnologías, que cada vez es más suyo y menos nuestro. Y para colmo nos sorprendemos de lo que pueden hacer las nuevas tecnologías aplicadas a la educación, como programar las sesiones, hacer diarios de clase, colgar y visualizar las tareas,...y yo que sé qué cosas más... ¡pero si esto que pueden hacer ya lo llevamos haciendo desde siempre usando nuestra propia voz, la pizarra y la tiza¡ En fin, solo me queda citar a Unamuno: La verdadera ciencia enseña, por encima de todo, a dudar y a ser ignorante.

domingo, 16 de octubre de 2011

Sesenta y uno

"Sesenta y uno" es la edad de quien escribe este poema, o más precisamente, el momento de escribirlo, pero también es la voz de ese otro tiempo del que nos habla. Suele asociarse la Noche al sueño y a lo inconsciente y el Día a la vigilia y a la consciencia, pero aquí es en la noche cuando se despiertan las sensaciones verdaderas, ésas que proceden del fondo de la inconsciencia, del caos, de lo innombrable.

Es en la Noche cuando acontece la comunión mística por la que el yo se desvanece hasta que no queda más que los olores y silencios de aquélla ("Huelo la noche en una comunión que no admite nombre ni señal.") De hecho, el poeta parece apresurarse a experimentar esas sensaciones porque sabe que cesarán con la llegada de la mañana ("Todas las mañanas aspiro el olor de mi almohada. Huelo mi sudor y las lágrimas antes de que vuelva otra vez la luz de la misma mañana.") Los olores y silencios de la Noche parecen repetirse y no sucederse como ocurre en el Día. Su ritmo, su tiempo es otro al de la sucesión y recuerda al retorno de los astros, los sueños y amores juveniles.

En el momento de la llegada de la Noche el poeta parece despedirse del niño que lleva consigo, que es su pasado, su biografía construida con ayuda de la razón y el recuerdo, siempre frágiles e insuficientes ("Me despido dulce del niño que nunca fuera olido en vida.") La mariposa es la forma, la belleza, sensible, pasajera, que no tiene cabida en la Noche y de la cual, cuando el yo duerme, no queda más que la vibración de sus alas. Ésta, la vibración, es el impulso metafísico, presente en todas las mariposas, en todo cuando vive o se mueve, que nos sobrecoge en la Noche y nos advierte que eso eres tú. ("La mariposa ha muerto pero su vuelo vibra y yo lo huelo también cada mañana.")


SESENTA Y UNO


Todas las mañanas aspiro el olor de mi almohada.
Huelo mi sudor y las lágrimas
antes de que vuelva otra vez la luz de la misma mañana.

Huelo la noche en una comunión que no admite nombre ni señal.

Escucho en la carcasa de mis labios
el silencio sabroso,
el hierro del silencio,
escucho también, y huelo, los sueños de hierro que me deja la bajamar de la noche.

Me despido dulce del niño que nunca fuera olido en vida,
salvo en el breve momento del fuego sin leño,
en el cuchillo último del amor.

Los pies desnudos,
Los puros pies de ella florecidos aún.
El fuego se desprendía y viajó en alas de mariposa.

La mariposa ha muerto pero su vuelo vibra y yo lo huelo también cada mañana.

Huelo al niño en su caída, extraño.
En mi caída huelo al niño y escucho sus sibilancias
que el cuerpo creara antes de llegar al llano
que es el límite de todas las cosas.


Miguel Porcel

1 de octubre de 2011

miércoles, 12 de octubre de 2011

El problema de la identidad

Uno de los problemas filosóficos que recorre la historia de la filosofía es el problema de si seguimos siendo nosotros mismos a pesar del paso de los años y de, si es el caso, qué hace que alguien sea la misma persona tras esos cambios físicos y mentales. Filósofos como Platón, Descartes o Locke han pensado que claro que seguimos siendo nosotros mismos a pesar de los cambios físicos y de carácter que sufrimos a lo largo de los años. Para Platón el alma todavía es algo que pertenece al mundo -en la antigüedad no existía la psicología en sentido moderno, como una disciplina desligada de la biología-, y debido a su naturaleza simple, incorruptible, nunca podrá descomponerse o destruirse como los demás cuerpos de la naturaleza, de ahí que las propiedades que inmediatamente se derivan de su naturaleza son la de ser inmortal y continua. Descartes piensa más en la conciencia, en la conciencia que tenemos de ser nosotros mismos, para explicar el hecho de que nunca dejamos de ser quienes somos. Ahora bien, dicha conciencia es universal, o al menos está presente en todos los seres conscientes de sí mismos, de ahí que su concepción no resuelva el problema de qué es lo que define la peculiaridad de la conciencia que tengo de mí mismo frente a la que tiene el otro de sí mismo. Por último, Locke, filósofo empirista inglés, piensa que es la memoria el criterio decisivo que va a resolver el problema de la identidad. Para Locke, siempre que alguien pueda recordar que es la misma persona, que es ella la que ha hecho y sentido esto y aquello, puede decirse que sigue siendo él mismo. En este sentido, hombres con personalidades múltiples, que no recuerdan ni son conscientes de lo que ha hecho su otra persona, o los amnésicos, que han olvidado completamente sus vidas pasadas, ya no son las mismas personas que fueron en el pasado.


El alma, la autoconciencia, la memoria, ¿realmente son las cualidades que hacen que sigamos siendo los mismos a pesar de los cambios físicos y mentales?.... Yo creo que no, y si no fíjense en Jekyll y Hyde, entre quienes existe una continuidad basada en la conciencia y la memoria - de otra forma, si Hyde no supiera de la posibilidad de convertirse en el Doctor Jekyll o éste no recordara las inclinaciones y costumbres de Hyde, ambos carecerían del poder necesario para escapar a las fuerzas del Estado -, pero son completamente distintos, hasta el punto que cuando aparece Jekyll, Hyde no existe, y cuando surge Hyde, Jekyll desaparece. Siempre me han recordado a los contrarios de Heráclito, como la vigilia y el sueño, la salud y la enfermedad, lo seco y lo húmedo, que son incompatibles, en el sentido de que cuando aparece uno el otro debe desaparecer.


Pienso, más bien, que es la proyección que hacemos siempre hacia el futuro, eso que continuamente proyectamos o aspiramos a ser, lo que define nuestra individualidad. De hecho, veo en esta idea un argumento contra la inmortalidad del ser, o del alma, o del yo, o de cualquier sustancia que pretendidamente nos defina. Si vuelvo la mirada hacia atrás veo claramente que el David de ahora nada tiene que ver con el David de hace, pongamos, veinte años. Sé, por el recuerdo que tengo de mi imagen y por las relaciones sociales que siempre van referidas a mí, que sigo siendo el mismo en el sentido de que un gato sigue siendo el mismo gato a pesar de sus cambios físicos. Podría decirse que sé que soy el mismo en tanto en cuanto es la misma la unidad que define mi organismo, pero dicha unidad viviente nada tiene que ver con mi mismisidad o identidad, que sí ha cambiado, ¡y tanto que ha cambiado¡ Sé que hace quince o veinte años era yo el que jugaba al fútbol con mis amigos o a las damas con mi padre, pero ese yo de entonces es otro al de ahora. Mis aspiraciones, deseos y afanes ahora son otros a los de entonces, por eso, porque consisto justamente en lo que aspiro a ser, mi ser es distinto al de aquel otro David. Creo que a Unamuno y Ortega, en este sentido, nos les falta razón cuando afirman que somos seres hechos para pensar en el futuro, seres todavía no construidos, que por tanto hemos de mirar hacia delante para darnos ese ser que nos falta. Por ello, porque nuestro ser es siempre una aspiración, una proyección, en función de cuál sea ésta, seremos uno u otro.

sábado, 1 de octubre de 2011

El funcionario español

Compare el lector u oyente un funcionario alemán con un funcionario español, notará en el comportamiento del primero, del alemán, que el hombre oculto tras el rol oficial ha aceptado radicalmente éste, se ha sumergido por completo en él, ha inhibido de una vez para siempre su vida personal -se entiende: durante el ejercicio de su obligación-, no ahorra detalle alguno de los prescritos en el reglamento, no se sorprende en él despego alguno hacia la actuación oficial que le es impuesta, al contrario, hace lo que hace, el oficio, con verdadera fruición, cosa imposible si al individuo no le parece ya, como individuo, un ideal ser funcionario (...) Contraponga el lector, a este caso, el del funcionario español. El espectáculo de su comportamiento no puede ser más diferente: al punto advertimos que el español se siente, dentro de su oficio, como dentro de un aparato ortopédico; diríamos que constantemente le duele su oficio, porque su vida personal perdura sin suficiente inhibición, y, al no coincidir con la conducta oficial, tropieza con ella, por eso le duele. Se ve que el hombre este siente en cada situación unas ganas horribles de hacer algo distinto de lo que le prescribe el reglamento. (Ortega y Gasset, El hombre y la gente. Curso 1939-40)