domingo, 16 de octubre de 2011

Sesenta y uno

"Sesenta y uno" es la edad de quien escribe este poema, o más precisamente, el momento de escribirlo, pero también es la voz de ese otro tiempo del que nos habla. Suele asociarse la Noche al sueño y a lo inconsciente y el Día a la vigilia y a la consciencia, pero aquí es en la noche cuando se despiertan las sensaciones verdaderas, ésas que proceden del fondo de la inconsciencia, del caos, de lo innombrable.

Es en la Noche cuando acontece la comunión mística por la que el yo se desvanece hasta que no queda más que los olores y silencios de aquélla ("Huelo la noche en una comunión que no admite nombre ni señal.") De hecho, el poeta parece apresurarse a experimentar esas sensaciones porque sabe que cesarán con la llegada de la mañana ("Todas las mañanas aspiro el olor de mi almohada. Huelo mi sudor y las lágrimas antes de que vuelva otra vez la luz de la misma mañana.") Los olores y silencios de la Noche parecen repetirse y no sucederse como ocurre en el Día. Su ritmo, su tiempo es otro al de la sucesión y recuerda al retorno de los astros, los sueños y amores juveniles.

En el momento de la llegada de la Noche el poeta parece despedirse del niño que lleva consigo, que es su pasado, su biografía construida con ayuda de la razón y el recuerdo, siempre frágiles e insuficientes ("Me despido dulce del niño que nunca fuera olido en vida.") La mariposa es la forma, la belleza, sensible, pasajera, que no tiene cabida en la Noche y de la cual, cuando el yo duerme, no queda más que la vibración de sus alas. Ésta, la vibración, es el impulso metafísico, presente en todas las mariposas, en todo cuando vive o se mueve, que nos sobrecoge en la Noche y nos advierte que eso eres tú. ("La mariposa ha muerto pero su vuelo vibra y yo lo huelo también cada mañana.")


SESENTA Y UNO


Todas las mañanas aspiro el olor de mi almohada.
Huelo mi sudor y las lágrimas
antes de que vuelva otra vez la luz de la misma mañana.

Huelo la noche en una comunión que no admite nombre ni señal.

Escucho en la carcasa de mis labios
el silencio sabroso,
el hierro del silencio,
escucho también, y huelo, los sueños de hierro que me deja la bajamar de la noche.

Me despido dulce del niño que nunca fuera olido en vida,
salvo en el breve momento del fuego sin leño,
en el cuchillo último del amor.

Los pies desnudos,
Los puros pies de ella florecidos aún.
El fuego se desprendía y viajó en alas de mariposa.

La mariposa ha muerto pero su vuelo vibra y yo lo huelo también cada mañana.

Huelo al niño en su caída, extraño.
En mi caída huelo al niño y escucho sus sibilancias
que el cuerpo creara antes de llegar al llano
que es el límite de todas las cosas.


Miguel Porcel

1 de octubre de 2011

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