sábado, 23 de febrero de 2019

Encuentros no concertados

Nunca hemos tenido tantas posibilidades de encontrarnos y, sin embargo, nunca hemos estado tan lejos de encontrarnos. De nuestra cultura tecnológica forman ya parte cientos de dispositivos preparados casi específicamente para organizar, concertar y convocar encuentros, así como un sin fin de emoticonos configurados para señalar que hay que encontrarse, posponer o cancelar el encuentro. Y es que una de las características de la interconexión global es que nadie, o casi nadie, se libra de tener que encontrarse. Incluso si uno es introvertido y solitario, acaba, de seguro, siendo invitado a encontrarse en algún lugar de su vecindario, de su barrio, ciudad o, si no sale de casa, de su Telépolis. Porque siendo introvertido y solitario, reacio a forzarse a entablar relaciones de carne y hueso, quizá se convierta en un teletrabajador adicto a la telespectación y a las telecompras.
 
Si el propósito del encuentro estaba en la intención del usuario o predeterminado por la aplicación técnica es una cuestión que habrán de dirimir filósofos y hombres de ciencia, no vaya a ser que esa cuestión se nos vaya de las manos y acabemos convertidos en un botón más de un artefacto que, por sus proporciones, no alcancemos a ver. Pero lo que parece más inmediato, y lo que a fuerza de vivir telemáticamente comienza a perderse de vista, es que, en un sentido primordial y originario, encontrarse no es un acto que funcione de medio para otra cosa, sino un fin en sí mismo. Y, como fin y no como medio, encontrarse es un acto de revelación. Y, en este punto, emplazo al lector a que indague y reflexione sobre el sentido de encuentros de origen mítico, religioso, estético o erótico. Seguro que leyendo sobre revelaciones que tenían lugar por maestros, profetas, poetas o amantes, el lector se convencerá de que, a pesar de disponer de tantas posibilidades de encontrarnos, nunca hemos estado tan lejos de encontrarnos.
 
Nadie duda que el usuario se hace usuario consciente y responsablemente, porque, incluso si su vida acaba siendo como la de un autómata, vista interiormente tendríamos que suponerle un motivo para vivir automáticamente. Lo que aquí se pone de manifiesto es que a base de respirar con bombonas de oxígeno olvidamos que también hay aire, mucho más y de mayor frescura, fuera de aquellos contendores. Y es que cada vez que damos rienda suelta a nuestros mensajes de voz, a nuestros WhatsApp, chats o tuits, sólo para concertar algún tipo de reunión fuera o dentro de Telépolis, estamos perdiendo de vista aquel otro sentido primigenio de los encuentros, por el que estos no tenían que concertarse o convocarse, pues su función no era la de servir, sino que llegaban o acontecían pese a los dictados de la voluntad.

domingo, 17 de febrero de 2019

Existencias fronterizas

Las fronteras normalmente se asocian a zonas de tránsito y de cruzamiento. Nadie habita las fronteras porque no son terreno de nadie, o de todos. Las fronteras, en el mejor de los casos, se atraviesan. Ahora bien, el sentido geopolítico del término no agota toda su significación; más bien, la escabulle, o nos escabulle de ella, como el prisma dinámico con el que habitualmente solemos mirar al mundo, que camufla las naturalezas no prismáticas. Sí, muy habituados estamos a mirar el mundo a través de cristales y espejos, como si la realidad fuera reflectante o estuviera detrás del prisma.

El cine, a veces, sirve de remedio contra esta forma caleidoscópica de ver el mundo y nos abre a realidades no escrutadas. Es el caso de Border, del cineasta Ali Abbasi, cuyos personajes parecen sacados de El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde o de La isla del doctor Moreau. De un modo sosegado Abbasi excava en el sentido fronterizo de la existencia. Las fronteras, parece decirnos, no son realidades superpuestas, que separan territorios ya constituidos, sino formas constitutivas de organizar la realidad, de ahí que su naturaleza no sea transitable sino configuradora. La protagonista, Tina, no puede renunciar a su condición fronteriza de animal y de humana, de salvaje y de civilizada: renunciar a sus instintos supondría llevar una vida falsificada, mientras que despojarse de su humanidad le llevaría a traicionar lo mejor de ella misma.


Habitualmente los seres fronterizos aparecen habitando entre dos realidades o territorios, escindidos por una línea que, real o imaginada, los separa de universos excluyentes, sólo accesibles a cambio de renunciar al resto. Entre el amor y el odio, el ser y la nada, el bien y el mal, lo apolíneo y lo dionisíaco, lo consciente y lo inconsciente, se mueve toda una tradición de pensadores que han visto en la existencia humana una condena a tener que elegir un camino u otro. Ahora, el cine de Abbasi, parece decirnos que no podemos elegir, porque hacerlo implicaría renunciar a una parte constitutiva de nuestro ser. Tina no es un personaje escindido, sino integrador, configurador de realidades antagónicas, de ahí que acabe rechazando a aquellos que, como su padre o el consanguíneo Vore, se obstinan en amputarle el ser.