domingo, 7 de enero de 2018

Más acá de los dioses y de los monstruos

No suelo frecuentar Facebook, entre otras razones, porque cuando lo hago acabo enfrascándome en discusiones y lecturas que, si bien interesantes y muchas veces ilustrativas, me distraen de la tarea en la que estaba ocupado hasta el punto de dejarla atrás para siempre. Entrar en Facebook significa despertar de un sueño para entrar en otro que, por su intensidad y duración, te hace olvidar qué te llevo a él. Pues bien, como digo, el otro día, en una de esas interesantes discusiones, con una amiga filósofa, salió a relucir la idea de que los inventos científicos y tecnológicos siempre van por delante de los propósitos reguladores provenientes de la ética y de la política. La realidad se impone, y fruto de la nueva posición en la que quedamos tenemos que bregar con aquella. Normas, leyes, principios reguladores, obedecen a la necesidad de afrontar una realidad que, pese y contra ellos, en ocasiones acaba transfigurándose y exigiendo, por tanto, nuevas normas, leyes y principios. Porque el ser no nace del pensar, sino el pensar del ser. Esta idea, claro está, lleva a plantear la pregunta por las condiciones que explican aquellas transformaciones, pero cuya respuesta resulta baldía, si consideramos, como hasta ahora, que cualquier tentativa de explicación depende de que la realidad no cambie, súbita o progresivamente.

La idea de que la circunstancia oprime el pensar hasta determinarlo no es nueva, ni tampoco vieja. Diría que es intemporal, pues la encontramos reflejada en diferentes momentos y corrientes del pensamiento. Además, refiriéndola a ámbitos diferentes (pensemos en Walter Benjamin y la época de la reproductibilidad del arte, en Ortega y su teoría de la idiosincrasia de los hombres y los pueblos, en Marx y su materialismo histórico, etc.) En esta línea, hay quienes han pensado que la opresión puede llegar a ser tal que se produce algo así como una asfixia del pensar, su ahogamiento definitivo, y entonces todo desemboca en Estados tecnocráticos que no permiten el distanciamiento suficiente para formular la pregunta iniciática por el ser del mundo (al respecto, sin embargo, hay que considerar que pensar que el pensar pueda ser definitivamente abandonado es, en sí mismo, una contradicción.)

Una de estas tecnologías impositivas, que tanto interés está despertando en la comunidad científica (y que auguro será motivo de interesantes y fructíferos debates entre filósofos también en las próximas décadas), es la llamada ectogénesis, que estudia el desarrollo de los fetos fuera del cuerpo humano con vistas a diseñar úteros artificiales que, provistos de líquido amniótico y conectados a una serie de tubos de alimentación y cables de monitorización, permitan vigilar y controlar el desarrollo del embrión hasta su gestación fuera del útero materno. El científico británico J.B.S. Haldane acuñó el término ya en 1924 y predijo que para el año 2047 solo el 30% de los nacimientos serían por reproducción humana. Quizá, más exactamente, cabría decir que solo el 30% de las apariciones de seres humanos serían nacimientos. Esta predicción parece sacada de la película Matrix, pero ya hay científicos que corroboran ésta y otras predicciones más inquietantes.

Independientemente del acierto y veracidad de estas predicciones, lo que parece claro es que la ectogénesis es un caso de innovación tecnológica que, por su vigorosa influencia y poder transformativo, desplaza al pensar hasta situarlo en una nueva posición, dándole nuevos cometidos y abriéndole a nuevos caminos. La ética y la política, si bien rezagadas por su posición siempre trasera, ejercen entonces de obligada resistencia separando al hombre de aquellos mundos inciertos y desconocidos sólo descritos en la literatura de ciencia ficción, donde el ser humano, fuera de los límites de lo debido, puede enfrentarse, ahora sí, a sus dioses y monstruos.