jueves, 20 de junio de 2019

A las afueras del exceso

Hace algunos meses soñé el siguiente escenario:

Escucho angustiado un fuerte ruido entrecortado. El ruido forma parte de mí, o soy yo que está a punto de desaparecer. Comienzo a  distanciarme y veo que, en realidad, el ruido procede de mi televisor. Me distancio todavía más y compruebo, ya relajado, que procede de un viejo televisor...

De este sueño apareció una reflexión que aquí trascribo y publica generosamente la Revista Imán y, lo más notable, dio origen a esta magnífica aportación del dibujante Víctor González, a quien estoy agradecido, en tantos sentidos:



Vidas a las afueras del exceso

Cada época tiene su sentir; cada sentir, su cortejo de significados. La nuestra es la época del «exceso», y muestra de este fenómeno primordial son otras realidades que, como la aceleración, el rendimiento o la saturación, nos llegan de todas partes. Lo excesivo se ha vuelto normal en las sociedades neoliberales, y cuando se habla de escasez se suele hacer con vistas a reparar la falta de excedentes. Cualquier falta -de tiempo, de energía, de velocidad- lo es casi siempre como consecuencia y con respecto a un exceso previo -de premura, de desgaste, de rapidez-. Junto a las mercancías, los recursos y existencias, también la velocidad, el trabajo o la información se someten a la exigencia del exceso, dando lugar a «sociedades de la aceleración», «sociedades del rendimiento», o «sociedades de la transparencia». En este contexto, donde el exceso ha dejado de ser una alteración del orden natural para convertirse en el orden mismo, urge encontrar medidas de confrontación que sirvan al hombre actual de guía de acción. Y es que las medidas tradicionales de reconducción, por las que se procura encauzar lo que se aparta de la norma, no sirven en una situación en la que el desbordamiento y la violencia son el estado normal.

De hecho, el impacto de la aceleración, del consumismo, del rendimiento, que observamos en casi cualquiera de los ámbitos y contextos donde se desarrolla hoy día la vida humana, adquiere tales proporciones que hace inefectivo cualquier tentativa de reconducción. Pretender poner cauces a lo que desborda y violenta equivaldría a querer tender puentes sobre desiertos o a resistir huracanes con construcciones de paja. ¿Qué se puede hacer en esta situación? ¿Debemos cruzarnos de manos y dejarnos arrastrar por la inercia del momento? ¿Hemos de sucumbir resignados a las fuerzas disgregadoras que amenazan con reducirnos a ser un excedente más? La cuestión que ha de abordarse no es qué hacer ante el exceso, como si éste fuera una realidad abordable por un sujeto previamente constituido y apartado de aquel, sino cómo actuar en él, para lo cual es preciso profundizar en la naturaleza de este mal contemporáneo y en su verdadero alcance. Para ello, a continuación, proponemos analizar algunos fenómenos que ya manifiestan en su totalidad la impronta del exceso: el rendimiento, considerado como un exceso de trabajo o de esfuerzo; la transparencia, entendida como un exceso de información; la aceleración, como un exceso de velocidad; y la dislocación, de distancia. Atendiendo al aspecto común de estos fenómenos podremos ensayar medidas que sirvan de guía de acción para «vivir en el exceso».

En relación al rendimiento como realidad idiosincrásica de nuestro tiempo, el filósofo Byung-Chul Han, en su obra La sociedad del cansancio, defiende que en las «sociedades del rendimiento», como la neoliberal, el enemigo ya no es el otro, lo extraño, lo que no es uno mismo, sino un exceso de positividad. La violencia de la positividad, que resulta de la superproducción y del superrendimiento neocapitalistas, ya no es «viral», sino expansiva: “La violencia de la positividad no es privativa, sino saturativa; no es exclusiva, sino exhaustiva. Por ello, es inaccesible a una percepción inmediata.[1]” En este sentido, es comprensible que las sociedades del rendimiento produzcan un exceso de cansancio, visible en el trabajo, pero también en el deporte o el tiempo destinado al esparcimiento, generándose un exceso de oferta de fármacos para paliar sus efectos. Siguiendo esta tesis, pero centrándose ahora en las sociedades de la información y la comunicación, el filósofo publica algunos años después La sociedad de la transparencia, donde alerta del peligro que conlleva para el ser humano, ya sea en su faceta de usuario, de consumidor o de flâneur desinteresado, la exigencia de transparencia al que se ve expuesto. La economía capitalista lo somete todo a la coacción de la exposición. Solo la escenificación expositiva, entendida como exceso de información, engendra valor, renunciándose a la peculiaridad y al misterio de las cosas: en primer lugar, las acciones se tornan trasparentes cuando se hacen operaciones funcionales, esto es, cuando pierden su misterio y se someten a la exigencia de cálculo y control; en segundo lugar, personas y cosas, reducidas ya a mercancías, pierden su valor moral y cultural a favor de su valor de exposición: “Todo está vuelto hacia fuera, descubierto, despojado, desvestido y expuesto. El exceso de exposición hace de todo una mercancía, que «está entregado, desnudo, sin secreto, a la devoración inmediata».[2]

A una conclusión similar llega el jovencísimo filósofo mexicano Luciano Concheiro en su vibrante ensayo Contra el tiempo, pero ahora refiriéndose al fenómeno de la aceleración como exceso de velocidad. Afirma que cada época se distingue por una manera particular de experimentar el tiempo, y la nuestra es la época de la aceleración: “Si me viera obligado a señalar un rasgo que describiera la época actual en su totalidad, no lo dudaría un segundo: elegiría la aceleración. Este fenómeno explica en buena medida cómo funcionan hoy en día la economía, la política, las relaciones sociales, nuestros cuerpos y nuestra psique.[3] Todo marcha aceleradamente y esto es lo que hace que todo funcione. El capitalismo, la política y las relaciones sociales se encuentran, a juicio del filósofo, bajo el yugo de la aceleración. Lo mismo que el rendimiento produce trabajadores superrendidos y la exigencia de transparencia reduce la vida a una exposición, la aceleración, como elemento sistémico de nuestro tiempo, configura un hombre unidimensional que sucumbe a las fuerzas del automatismo y de la velocidad: “No es que seamos naturalmente estresados, distraídos, angustiosos, sino que nos han hecho así. Nuestra subjetividad es un producto más entre el sinfín de creaciones del capitalismo.[4] Por tanto, lo que vemos ante el hámster que gira a una gran velocidad sin llegar a desplazarse no es sólo la representación de un tiempo acelerado, sino también la de un exceso de desgaste, de velocidad, de sinsentido, que acaba engullendo, literalmente, al individuo. Y es que el aspecto problemático del automatismo no estriba tanto en la aceleración de su movimiento como en su capacidad de reducir todo a exceso de movimiento.
 
 Junto al esfuerzo, la información y la velocidad, también la distancia espacial acaba siendo excesiva, convirtiéndose la expansión espacial en una forma de violencia «total» que termina por fracturar la identidad humana. En su monumental estudio La ciudad en la historia, Lewis Mumford advierte que un exceso de espacio llega a enfriar las relaciones y vínculos humanos, por ejemplo, en los extrarradios de las grandes ciudades, en los que se ha incrementado el aislamiento de cada unidad doméstica y la pérdida de centros de reunión y agrupamiento vecinales, dejando al individuo, en palabras del autor, "más disociado, solitario y desvalido que nunca." En efecto, el extrarradio de las grandes ciudades ofrece pocas posibilidades para reunirse, conversar, debatir en público y actuar colectivamente. Más bien, favorece el conformismo silencioso, un nuevo tipo de absolutismo que acaba por desvalijar al individuo de su propiedad más preciada: su identidad. Lo que se inició en el siglo pasado como una huida de la ciudad, por parte de las familias, se ha convertido en una retirada más general que ha producido, más que suburbios independientes, un cinturón suburbano que se dilata hasta fragmentar las relaciones humanas: "Porque cuanto mayor sea la dispersión de la población, mayor también será el aislamiento de cada unidad doméstica y más esfuerzo costará hacer privadamente, aun cuando se dispone de la ayuda de múltiples máquinas e instalaciones automáticas, lo que solía hacerse en compañía, a menudo entre conversaciones y cantos, gozando de la presencia física de los otros.[5]

Observamos que en sus respectivos análisis estos filósofos comparten la idea de que el exceso adquiere hoy día un «carácter total», y es precisamente este hecho lo que explica su capacidad corrosiva y degenerativa. Allí donde se manifiesta y cualquiera sea el modo de hacerlo, el exceso arrasa con todo. Su naturaleza positiva y virulenta no deja nada tras de sí, y el individuo mismo es anulado en su singularidad. El tiempo acelerado, la exigencia de rendimiento, la sobresaturación de información, espacios desangelados, acaban convirtiendo al individuo en parte de ese excedente: Expresiones como “vamos acelerados”, “estamos rendidos”, “saturados”, “desvalidos”…, no expresan sino cierta resignación a la idea de tener que formar parte de ese exceso. Incapaces de hacer pie en pleno desbordamiento, somos ahora meros excedentes, sujetos a la misma violencia engullidora del automatismo y la sobreexplotación. De hecho, capacidades atribuibles al género humano, como la intelección y la querencia, en tanto que reproducibles y funcionales, entran ya a formar parte de aquel lenguaje operativo cuyo único sentido es el de servir a una función dentro de otros sistemas funcionales: “El pensamiento subyacente a esta extraña construcción orgánica hace avanzar un poco la esencia del mundo técnico, por cuanto convierte al ser humano, y ahora en un sentido más literal que nunca, en uno de los componentes de ese mundo.[6]

Por tanto, la tendencia totalizadora del exceso conlleva a la pérdida irreparable de la individualidad, de ese sí mismo configurador de identidades y vertebrador de proyectos comunes. Este es el sentido de la totalización, en cualquiera de sus formas: aniquilar la individualidad disolviéndola en el todo. En esta situación las medidas tradicionales no sirven para afrontar el problema. La violencia con la que se manifiesta el exceso y su tendencia totalizadora demandan medidas que no pueden estar basadas en una relación binómica sujeto-objeto, yo-mundo. Y es que en pleno desbordamiento ya no hay sujeción posible desde la que conducir o guiar; y, por tanto, ya no existe la posición desde la que antaño el sujeto podía reconducir la situación; mediante, por ejemplo, «éticas de fines», pensadas para reorientar la vida hacia fines deseables, o mediante «éticas del deber», con las que fundamentar un marco regulativo que limite la acción humana[7]. Ahora la falta de una posición estable desde la que diseñar estrategias de acción se debe a que el desbordamiento es «total». Por tanto, teniendo en cuenta esta tendencia hacia la totalidad, debe iniciarse un nuevo tipo de intervenciones que alcance, si no a erradicar, sí a crear espacios liberados de aquella violencia desbordante que parece haberse convertido en el estado normal. No se trata de ensayar medidas de encauzamiento o pacificación, las cuales no pueden tener lugar en un mundo en dispersión, sino de imposibilitar que el desbordamiento sea «total». Tenemos, en definitiva, que reabrir nuevos espacios para el desarrollo de la individualidad.
 
 Si no es con la sujeción, ¿con qué reservas contamos para formar ese espacio de crecimiento? ¿A qué podemos invocar para hallar seguridad en pleno desbordamiento? Si bien no está en nuestra mano realizar acciones subjetivas, como el encauzamiento o la reorientación, que exigen un suelo que ya no se da, sí podemos provocar[8] al mundo para que éste nos «ponga en camino» de nuevas experiencias liberadoras. Por la acción del provocar el mundo puede aparecérsenos de un modo enteramente nuevo y disponible para iniciar relaciones con él no basadas en la explotación y el dominio. En efecto, estando en el exceso, sin poder evitar ser afectados por él, podemos, provocadoramente, tomar distancia respecto del mundo de manera que éste deje de interpelarnos como trabajadores, usuarios o consumidores, y lo haga considerándonos como seres necesitados de sentido y verdad. Así, la filosofía, la ciencia o las artes, cuando dejan de servir al imperativo del rendimiento y responden al deseo desinteresado de conocimiento, son capaces de abrir espacios para la reflexión y de afianzar los vínculos humanos: El dios del fuego sirve al hombre primitivo para relacionarse provechosamente con la Naturaleza, la substancia aristotélica para conocer el mundo con vistas a la provisión de un sentido, o las fuerzas gravitacionales de Newton para organizar el flujo empírico en un cosmos.
 
 Junto al «pensar», que genera la creación de espacios sustraídos del exceso, también el «amparar» y el «abrazar» posibilitan una nueva apertura al otro. En efecto, fruto de aquel provocar, por el que el mundo deja de llamarnos para su explotación y consumo, éste se revela en su cualidad de «ser vulnerable», propiciando el amparo y el cuidado humanos[9]; o en su cualidad de «ser próximo», apareciendo la atención y el agradecimiento como actitudes éticas[10]. También el agradecimiento y el abrazo son actos gratuitos, generosos, no movilizados por el imperativo de sobreexplotación ni afectados por el exceso. Nada hay que apremie a agradecer, nada que exceda el abrazo. En definitiva, es en la distancia cuando el mundo deja de comportarse conforme a la lógica del rendimiento y de la producción, afianzándose los lazos humanos y apareciendo nuevos caminos para el desarrollo de la individualidad; porque, si bien no podemos evitar padecer la acción disgregadora del exceso, sí está en nuestra mano hacer lo posible por forjar, aún dentro de él, centros existenciales desde los que recobrar nuestra mismisidad. Casi se ha convertido en el nuevo imperativo para un tiempo de excesos.
 
 
 
David Porcel Dieste



[1] HAN, Byung-Chul La sociedad del cansancio, Herder, Barcelona, 2012, p. 23.
[2] HAN, Byung-Chul La sociedad de la transparencia, Herder, Barcelona, 2013, p. 29.
[3] CONCHEIRO, Luciano, Contra el tiempo, Anagrama, Barcelona, 2016, p. 11.
[4] Op. cit., p. 76.
[5] MUMFORD, Lewis, La ciudad en la historia, Pepitas de Calabaza, Logroño, 2012, p. 852.
[6] JÜNGER, Ernst, Sobre el dolor, Tusquets, Barcelona, 1995, P. 37, 38.
[7] Ya no estamos en disposición de apelar a la voluntad kantiana, puesto que en sistemas regidos por el imperativo de rendimiento y rentabilidad el querer mismo cae dentro de la lógica del cálculo y es reducido a un objeto más de manipulación o de solicitación. Es decir, no es la voluntad la que determina cómo actuar, sino que es el campo de acción lo que determina a la voluntad a querer esto o aquello. En muchos contextos es el sistema técnico del que formamos parte lo que nos sujeta y decide cómo debemos pensar y qué debemos decidir.
[8] Por «provocar» se entiende dejar que el mundo se manifieste de forma distinta a como, por nuestra faceta de productores y consumidores, habitúa a aparecérsenos. En efecto, desde la óptica capitalista, el mundo se nos aparece como un gran almacén de recursos disponibles para su explotación y consumo.
[9] Apareciendo así, por ejemplo, los derechos de la tercera generación, los movimientos ecologistas, políticas protectoras, etc.
[10] Al respecto, un ejemplo ilustrativo de ello lo encontramos en la propuesta que el filósofo Josep Maria Esquirol lleva a cabo en El respeto o la mirada atenta: una ética para la era de la ciencia y de la tecnología (Gedisa, Barcelona, 2006), donde el filósofo sitúa a la atención en el punto de mira de la reflexión moral.