domingo, 6 de abril de 2025

Preguntas trampa

Con esto de que la Inteligencia Artificial se está instalando en nuestras vidas –o nuestras vidas en ella- hasta el punto de tener que hacernos convivientes, se va haciendo extensiva cierta inclinación, nefasta para el conocimiento, a preguntar sin sentir verdadera curiosidad hacia lo que se pregunta. Realmente, ahora los humanos, en la esfera pública o privada, en los colegios y fuera de ellos, ya no preguntan. Más bien formulan a la espera de obtener una respuesta inmediata. Si antes nos quejábamos de que los jóvenes habían perdido la facultad de cálculo porque ya no ejercitan las multiplicaciones y las divisiones, ahora el problema es que han perdido la facultad de preguntar. Preguntar significa vivir la pregunta, admirarse de su misterio, situarse en el mundo reconociendo una limitación singular que interpelará a otros a su búsqueda. Preguntar, sobre casi cualquier tema de relativa gravedad, supone interrumpir la vida y los quehaceres diarios para disponerse a emprender un viaje para el que uno, de primeras, cuenta con sus solas fuerzas. Preguntar supone, precisamente, renunciar a todo lo que puede dar la Inteligencia Artificial.



La pregunta abisma. De pronto ya no hay escaleras ni puentes con los que cruzar. Nos sitúa como protagonistas de una historia que está por comenzar. De repente todo nuestro alrededor –la circunstancia, que diría Ortega- se vuelve mochila y recurso, siendo el ChatGPT una provisión más. La pregunta, cuando de veras importa y queremos emprender viaje, la experimentamos sabiendo que no dejaremos de preguntar. Decían los filósofos escépticos que hay conocimientos que es mejor no buscarlos, por aquello de que con nuestra mochila de estar por casa no podremos hallarlos. Pero tampoco los escépticos cayeron en la cuenta de que la pregunta no nace de la posibilidad, de la impaciencia, o de la molestia de quien no conoce algo en un preciso momento. La pregunta no nace de la acumulación ni de la obtención. La pregunta, si es honesta, vivida, nace del coraje de quien decide dejar todo para hacer de ella hoja de ruta. Es así, por otra parte, como se inicia cualquier civilización humana. En Las mil y una noches encontramos un cuento que trata de dos hermanos que viven en un palacio donde tienen todo lo que pueden querer: Sirvientes que satisfacen sus caprichos, un jardín esplendoroso lleno de bellos animales y flores que parecen soñadas. Aguardan felices en él, hasta que un día un anciano les habla de un misterioso lugar donde encontrar un árbol que canta, un pájaro que habla y una fuente de oro. A partir de ese momento, aquellos niños que todo lo tenían viven sólo para encontrar la manera de abandonar su casa y buscar aquel lugar milagroso. La pregunta ha entrado en sus vidas, claro, y ya no pueden dejar de buscar.

La pregunta no puede ser encerrada en ningún algoritmo ni correr por los circuitos de la información y la aceleración. No puede tampoco postergarse demasiado o delegarse a otro, natural o artificial. La pregunta no puede ser encerrada en ningún peso informativo ni formulada para ser respondida a continuación. Los niños abandonan su palacio, su rutina, su semejanza, y emprenden viaje, hacia la luz, claro. Hacia aquello que no somos y quizá nunca seremos.

Publicado en El Imparcial, 5 de abril de 2025

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