martes, 17 de junio de 2025

¿Malos alumnos o malas escuelas?

Cuando era estudiante pasaba horas dibujando bocetos de paisajes o preguntándome qué habría al otro lado del Universo. ¿Por qué sentimos lo que sentimos cuando nos enamoramos? ¿Por qué el cielo es azul y el fuego no se puede apresar? Recuerdo que esas preguntas venían una y otra vez sin que nadie fuera a darme una respuesta. Veía el colegio, y luego el instituto, como lugares encerrados entre paredes y timbres, donde se nos obligaba a memorizar series de contenidos que poco o nada tenían que ver con nuestra realidad y lo que en ella había de preocupación. Sabía que tenía que cumplir con los preceptos de profesores y tutores y guardaba para mí aquellas preguntas que luego, en la vida adulta, aparecieron en forma de reflexiones y textos más elaborados. “¿Por qué sentimos lo que sentimos cuando nos enamoramos?” Me animé a preguntar anónimamente a uno de aquellos sexólogos que venían de paso, y cuya respuesta fue obviar la pregunta: “¿Por qué va a ser? Porque nos enamoramos”. Ahora veo en muchos de mis alumnos lo que antes veía en mí mismo: apatía hacia el aprendizaje impuesto, desinterés camuflado, libretas llenas de dibujos y palabras de baúles imaginarios. Ahora veo en muchos de ellos que la escuela, si algo debe ser, es lugar para el acogimiento y la estimulación de esas primeras grandes inquietudes:



“Como profesor de enseñanzas medias, siempre he sentido predilección por los malos alumnos. Algunos eran mucho más creativos e inteligentes que sus compañeros, con notas más brillantes y actitudes más previsibles. Conservo un recuerdo particularmente afectuoso de Jimmy. Era un chico delgado, con el pelo alborotado y unas gafas de pasta roja. Se pasaba las clases dibujando. No le preocupaba suspender. Era educado y respetuoso, pero se aburría y prefería dar rienda suelta a su imaginación. Sus dibujos reflejaban sus lecturas: Poe, Tolkien, Lovecraft. Hablar con él resultaba agradable, pues era apasionado, reflexivo y soñador. Vivía en un mundo diferente al de los demás. Sus compañeros lo tenían por un bicho raro y le hacían el vacío. Suspendía cinco o seis materias cada trimestre, pero aprobaba las recuperaciones y, a duras penas, pasaba de curso. Los profesores lamentaban su escasa motivación. Lo consideraban un vago y un irresponsable. Por supuesto, ninguno se planteaba que el problema no era Jimmy, sino el sistema educativo.” (Elogio del amor, Rafael Narbona)

miércoles, 4 de junio de 2025

Pechos eternos

Los vínculos y raíces son más poderosos de lo que pensamos. Empezamos a caminar, en dirección contraria, y pronto sentimos que nos tiran hacia la raíz. No puedo estar más lejos de mi madre, no puedo faltar el día que ella espera que estemos todos, no me puedo olvidar de desearle un feliz cumpleaños. Los ritmos, calendarios, estaciones, relojes, todo baila al son de una música que gravita en torno a los mismos centros. Centros que son de todos, porque no somos tan distintos como nos quieren hacer creer quienes fabrican músicas pasajeras. Nuestro tiempo es un tiempo ilusorio, ingrávido, en el que las cosas, pesando, parece que no pesan. Es un tiempo de simulaciones. Ahora todo se presenta con el disfraz de la simulación, incluso realidades como la vida y la muerte, la amistad y el sexo, la palabra y el arte. Podemos simular que alguien fallecido está vivo. Podemos simular que alguien vivo se muere. Podemos simular que soy amigo de alguien a quien no conozco ni conoceré, que soy productor de obras que encantan a millones de espectadores, también simulados. Los tiempos nos han convertido en artistas de la simulación. ¿Pero cuánto puede resistir la realidad simulada antes del derrumbamiento? ¿Durante cuánto tiempo más seguiremos mirando la pantalla? La realidad, con sus ciclos y desechos, acaba imponiéndose. Se impone la muerte del prójimo, el deseo que nos saca y lleva fuera del paraíso, luz que viene de fuera y nos despierta en la noche para descubrir que ahí los móviles no centellean y sólo cabe orientarse mirando las estrellas. Se impone la última petición, que me laven el pelo para iniciar el tránsito hacia el otro lado. Se impone el olvido del tiempo, del aquí y del ahora, de eso que tanto proclaman quienes disfrazan la vida de felicidad y bienestar. Y se impone, por fin, el semen desparramado en la noche salvaje.