lunes, 27 de agosto de 2007

Doce hombres y ningún culpable

Siempre he considerado que el cine proporciona la posibilidad de mostrar problemas interesantes que otras formas de conocimiento, como la filosofía, han abordado durante su desarrollo histórico. Es el caso de la película Doce hombres sin piedad (1957), del director Sidney Lumet, que recomiendo que veáis, porque proporciona un interesante ejercicio de reflexión en torno a la idea de evidencia y de verdad. En esta película Henry Fonda interpreta a un arquitecto que logra convencer a cada uno de los otros once miembros de un jurado de que existe un motivo razonable para dudar de la culpabilidad del acusado. Cada uno de ellos concluye que tiene una duda razonable por la cual debe emitir el veredicto de inocencia. El protagonista logra demostrar en un apasionado ejercicio dialéctico que las pruebas y hechos acusadores que se suponían claros e inconmovibles no lo son tanto y que, consecuentemente, lo razonable es emitir la inocencia del acusado.
La pregunta que suscita la película es la siguiente: de acuerdo con el método que sigue el protagonista consistente en buscar siempre una explicación que, siendo compatible con los hechos, permita dudar de la culpabilidad del acusado, ¿es posible encontrar algún modo para inculpar al acusado de forma irrefutable y definitoria?, ¿o por el contrario existe siempre la posibilidad de encontrar una duda razonable que le exculpe, de forma que la responsabilidad del jurado debe consistir en desmontar la presunta claridad e irrefutabilidad de las pruebas inculpatorias, tal como hace el protagonista?
Si esto fuera así, la estrategia de un buen jurado debería consistir en buscar una teoría que, siendo compatible con los hechos, permitiriera además pensar en la inocencia del acusado. Si el acusado fuera hallado culpable, se debería a la falta de pericicia e ingenio del jurado, incapaz de encontrar una reconstrucción de los hechos favorable al acusado. Porque, como es natural pensar, si asuminos que para un número finito de hechos pasados es posible hallar un número infinito (o casi) de explicaciones satisfactorias, entonces resulta imposible (o casi) que, aun siendo realmente culpable el acusado, pueda determinarse segura y necesariamente su culpabilidad. Siempre cabrá la posibilidad de encontrar una explicación que admita una duda razonable de su inocencia.
Podemos concluir entonces que todos los acusados, con independencia del número de pruebas inculpatorias y de su grado de incriminación, son en potencia inocentes y culpables. El fallo último va a depender del ingenio y capacidad imaginativa del jurado. Por tanto, la decisión acerca de la inocencia o culpabilidad depende en último término de algo ajeno a los testigos, las pruebas, la argumentación del fiscal o incluso de la defensa del abogado, ya que cualesquiera sean éstos, el factor decisivo a la hora de dictaminar la inocencia o culpabilidad del acusado será la reconstrucción que al final explique los hechos acaecidos. En este sentido, puede entenderse la película como un discurso que cuestiona, no sólo la validez del sistema judicial en su conjunto, sino la idea de evidencia como criterio de culpación. Porque..., ¿alguien me puede decir un medio para asegurar (sin riesgo a error) la culpabilidad de cualquier acusado?

domingo, 5 de agosto de 2007

Bergman, Unamuno y el no ser

Leyendo a Unamuno (pienso en Del sentimiento trágico de la vida (1912)) uno recuerda los conflictos internos que dan vida a los personajes bergmianos. La razón, nos dice Unamuno, resulta insuficiente para garantizar la existencia de un Dios que asegure nuestra inmortalidad. Sierva del deseo, de la vida, la razón a lo sumo puede acabar reconociendo sus límites y dejar de pronunciarse sobre toda realidad trascendente. Y entonces la alternativa (al menos una de ellas, la otra, la esperanza, es demasiado esperenzadora para el director sueco) es la desesperación, que tan bien manifiesta Ingmar Bergman en el personaje del caballero (El séptimo sello (1956)), quien tras regresar hastiado de las Cruzadas anhela calmar ese desgarro motivado por la imposibilidad de la razón. Su vida se convierte entonces en un incesante grito de desesperación.

Unamuno confiesa sentir horror a la nada, al no ser más, prefiriendo sucumbir en el peor de los infiernos que desaparecer definitivamente. La nada, aquello que no puede ser conceptualizado, ni menos imaginado ni representado, el límite del ser y del conocer (¿pero puede tener límites el ser, no era lo ilimitado?), significa para Unamuno lo que todo hombre rehuye, repugna en su vida. Y la única manera de repugnar esa realidad es afirmando incesantemente el ser, lo que cada cual es, deseando perpetuamente seguir siendo quién uno es.

¿Pero por qué ese horror al no ser?, ¿puede sentirse horror a lo que no es?, ¿pero no es el no ser un concepto demasiado humano para que llegue a horrorizarnos tanto? Es indudable que la negación la introduce el hombre.

Olvidaba además que la idea de no ser más es algo que algunas personas parecen haber anhelado (por las razones antes aludidas, ¿puede alguien anhelar algo que por definición no es?), para quienes el presente, su propio yo, debido a las circunstancias, les resulta insufrible, insoportable, y aquellos anhelos de perpetuidad se transmutan en un deseo de no ser más. Pienso ahora en el caso de Ramón Sampedro (al menos como lo caracteriza Alejandro Amenábar en su película Mar adentro (2004)) que a lo largo de su vida luchó por que se le reconociera el derecho a morir, a no ser más (nunca habló de querer encontrarse con Dios, eso es un privilegio que no podía permitirse)

No se puede morir en vida y luego volver a vivir. No se puede jugar con la muerte. Eso la convierte en un asunto más serio, en objeto de reflexión. Ya Platón desde los albores del pensamiento trató en vano de anticiparla. La muerte entonces es ante todo objeto de reflexión. Y es que es menester encontrar creencias firmes sobre el asunto, sobre lo que implica para nosotros la muerte, el estar muertos, para saber a qué atenernos en la construcción de nuestro porvenir.

miércoles, 1 de agosto de 2007

Otro adiós a Ingmar Bergman

Recientemente ha fallecido en la isla de Farö el escritor, dramaturgo, guionista y director de cine sueco Ingmar Bergman a sus 89 años. En cada una de sus numerosas películas puede descubrirse ahí manifestadas sus inquietudes más vitales e inconfundibles, compartidas, eso sí, por otros pensadores como su maestro Sören Kierkegaard o su cómplice Jean Paul Sastre. La irreversibilidad de la muerte, de la de cada cual, vivida (como no podría ser de otro modo) para mismo, el vacío a la llamada de Dios, la falta de herramientas conceptuales y sensitivas para certificar su existencia, son asuntos que desde muy joven inquietaron al pensador sueco y que luego se tradujeron en su vasta filmografía.
Personalmente desde niño me inquietaron dos de sus películas consideradas por los cinéfilos como obras maestras dentro de su amplia obra. Y es que no hay un año en el que no vea de nuevo (a veces imaginativamente) El séptimo sello (1956) o Fresas salvajes (1957), sobre todo ésta última, que sobresale en su trayectoria como director. Fresas salvajes nos recuerda el momento irrevocable de la muerte, que llegará un día en el que tengamos que hacer un repaso y una valoración de nuestra vida, de la forma como la hemos vivido, de nuestras decisiones e indecisiones, de nuestros aciertos y errores, pero sobre todo, nos recuerda que en el momento último no habrá más juez que uno mismo, que será cada cual el que deba morir con dignidad o con culpa.
Fresas salvajes es un viaje interior que realiza el personaje Isak Borg, interpretado magistralmente por otro de los grandes directores nórdicos Victor Sjöström, hacia sus recuerdos y vivencias más primigenias, desde su temprana infancia en la que descubre los secretos más arraigados de sus primeros encuentros hasta los momentos en los que decide consagrar su vida a la medicina y el cuidado de los hombres. Pero ese viaje a su vez se convierte en un momento asombroso de lucidez para el doctor. En el trayecto descubre su posibilidad, todavía viva, de acabar con un egoísmo que se había adueñado de sus acciones y de reencontrar una generosidad perdida que le va a permitir abrirse a los otros y entrar en comunión con los demás (“La comunidad con los demás es nuestro instinto más profundo, buscamos eso y lo anhelamos con todas nuestras fuerzas para soportar la realidad: la soledad total.” Ingmar Bergman). Porque en el fondo a Bergman no le interesan la muerte, el no ser o Dios, considerados como realidades aisladas de la vida, del ser, o de la Nada, sino lo que implica y significa para nosotros el hecho irrenunciable de nuestra muerte, de nuestra existencia y de esa radical soledad.

Os animo a ver Fresas salvajes antes de que sea demasiado tarde…