Han sido varias las conversaciones que esta semana han puesto sobre la mesa de la sala de profesores un hecho que todavía algunos, los que se empeñan en hacer de cuerpos cooperaciones y de sujetos proyecciones compartidas, lo asocian a cierto cansancio laboral, o existencial. Se trata de la experiencia de soledad en lugares que, como cualquier centro escolar, por definición, deberían comportarse como asideros sociales y vacunas contra el aislamiento. Griteríos, llamadas de atención, permisos, disculpas, advertencias, consejos, consultas,... actos locutivos y perlocutivos que sistemáticamente interrumpen cualquier tentativa de recogimiento y ensimismamiento, sin embargo, no aíslan a la soledad de su lugar natural.
Los hay que, próximos a la jubilación, habiendo recorrido los vaivenes legislativos y la oleada necrológica de presuntos mediterráneos, se confiesan desprovistos de la piel con la que contactar con las nuevas generaciones noventeras, educados ya en el calor de los televisores y del flujo eléctrico de ordenadores. "Siento que ya no soy de este mundo. ¿Dónde ha quedado ahora el sentido común?" ¿Pero acaso no sigue habiéndolo, sólo que transformado por una época demasiado ocupada en el funcionamiento y la funcionalidad? También los nuevos, provistos de ilusión pero sin el fármaco que les sacará de ella, experimentan la soledad de quien quiere abrirse a un mundo demasiado modelado como para que pueda acoger sus pareceres. Soledades vividas, por mayores y jóvenes, que entre sí experimentan la distancia de quien se sabe de su tiempo, pero se empeña en franquearlo. Y también por profesores de medio recorrido que, con ratios de más de treinta alumnos y asignaturas de una hora semanal (y eso cuando una festividad o una actividad extraescolar no se cruza en tu camino), tienen que escuchar de sus alumnos "profesor", a secas, porque todavía no saben su nombre, y entonces también ellos, entre nombres sin historia ni folclore, acaban preguntándose quiénes son.
Soledades abiertas al recuerdo de lo que será toda una vida, no tan diferente a aquel sueño que una vez te despertó.
Los hay que, próximos a la jubilación, habiendo recorrido los vaivenes legislativos y la oleada necrológica de presuntos mediterráneos, se confiesan desprovistos de la piel con la que contactar con las nuevas generaciones noventeras, educados ya en el calor de los televisores y del flujo eléctrico de ordenadores. "Siento que ya no soy de este mundo. ¿Dónde ha quedado ahora el sentido común?" ¿Pero acaso no sigue habiéndolo, sólo que transformado por una época demasiado ocupada en el funcionamiento y la funcionalidad? También los nuevos, provistos de ilusión pero sin el fármaco que les sacará de ella, experimentan la soledad de quien quiere abrirse a un mundo demasiado modelado como para que pueda acoger sus pareceres. Soledades vividas, por mayores y jóvenes, que entre sí experimentan la distancia de quien se sabe de su tiempo, pero se empeña en franquearlo. Y también por profesores de medio recorrido que, con ratios de más de treinta alumnos y asignaturas de una hora semanal (y eso cuando una festividad o una actividad extraescolar no se cruza en tu camino), tienen que escuchar de sus alumnos "profesor", a secas, porque todavía no saben su nombre, y entonces también ellos, entre nombres sin historia ni folclore, acaban preguntándose quiénes son.
Soledades abiertas al recuerdo de lo que será toda una vida, no tan diferente a aquel sueño que una vez te despertó.