Todo arte supone una desrealización del mundo de lo cotidiano, de lo que nos es común, familiar. El artista debe derrumbar, aniquilar lo real, y desde ahí, desde las ruinas, levantar un nuevo edificio que nos transporte a un mundo deshumanizado pero al mismo tiempo reconocible. Por el arte nos elevamos (¿o descendemos?) a ese otro ámbito donde las leyes de la razón ya no rigen el comportamiento de las cosas, de las palabras; donde caben los objetos imposibles o las comparaciones más inverosímiles; donde, en definitiva, tiene cabida todo aquello que desborda los límites del entendimiento y del sentido común.
El poeta levantino López Picó dice en uno de sus versos que el ciprés es com l'espectre d'una flama morta, sobre el cual comenta José Ortega y Gasset:
La cosa ciprés y la cosa llama comienzan a fluir y se tornan en tendencia ideal ciprés y tendencia ideal llama. Fuera de la metáfora, en el pensar extrapoético, son cada una de estas cosas término, punto de llegada para nuestra conciencia, son sus objetos. Por esto, el ir hacia una de ellas, excluye el ir hacia otra. Mas al hacer la metáfora la declaración de su identidad radical, con igual fuerza que la de su radical no-identidad, nos induce a que no busquemos aquélla en lo que ambas cosas son como imágenes reales, como términos objetivos; por tanto, a que hagamos de éstas un mero punto de partida, un material, un signo más allá del cual hemos de encontrar la identidad en un nuevo objeto, el ciprés a quien, sin absurdo, podamos tratar como a una llama. (Ortega y Gasset, Ensayo de estética a manera de prólogo)