Vivíamos un tiempo invertido: no es que los sucesos caminaran hacia atrás y el pasado fuera ahora ese horizonte que tanto perseveramos. Los niños eran los príncipes y tótems, las necesidades (como la de sueño) no obedecían a ritmos regulares y uniformes, y los lugares íntimos presuponían una colectividad. Se vivía en los refugios y, cuando había que refugiarse, la gente salía a la calle. El ritmo de la semana laboral, religiosa, también se había invertido: bastaba trabajar un día a la semana para acumular lo necesario y todos los demás días se renunciaba a lo fútil y prescindible. Nadie anhelaba el lujo, y en cambio sí contemplar el paso del tiempo. Las tormentas constituían un espectáculo natural que hechizaba a todos. No había ya televisores, considerados antiguallas, y las gentes, de toda índole, se reunían en tiendas de campaña y provistos de chubasqueros para experimentar la fuerza de los rayos. Era un tiempo en que la Noche duraba más, y el Sol apenas estaba considerado.
Cuando la Tierra quería, lo mismo que había hecho con la vida, revivía a los muertos que ahora se reencontraban en su antiguo hogar. Todos conocíamos este capricho de la Tierra, de ahí que no nos sorprendiera encontrarnos repentinamente en nuestra cocina o salón a alguno de nuestros lejanos antepasados del que apenas sabíamos su nombre. Era habitual que tuviera que pasar un tiempo hasta que estos se adaptaran a su nuevo presente, pero el hecho de que sus descendientes los aceptaran con naturalidad, como quien espera un nacimiento, les ayudaba a superar el trance. Se celebraban, junto a los nacimientos, los renacimientos, y desde el momento en que alguien renacía cambiaba su fecha de cumpleaños. La muerte podía sentar mejor o peor, dependiendo de la forma como había envejecido o muerto la persona.
A veces, la Tierra quería que renacieran a un tiempo personas que habían compartido sus vidas. Y así fue como una Noche de tormenta me encontré en la cocina de la casa del pueblo a mis dos abuelos junto al hermano de uno de ellos, y una cuarta persona que no pude identificar. Mi abuela destellaba una alegría infinita de reencontrarse con su familia, y mi abuelo, de tez más amarillenta, todavía daba síntomas de perplejidad.
Sueño de una noche de tormenta,
18 de julio de 2015