Se me ocurre pensar que cualquier investigación del pasado, ya sea histórica o biográfica, habrá de tener en cuenta, antes que nada, la diferencia entre lo que es un hecho y lo que es una vivencia. Y más cuando la historia la entretejen las vidas humanas. Cuando se trata de averiguar lo que realmente le pasó a Menganito o a Fulanita es preciso tener en cuenta que lo que acontece a las personas no son hechos, sino vivencias, es decir, interpretaciones de esos hechos, y que esas vivencias, a su vez, dependen de factores tan variables como el temperamento de la persona, su pasado biográfico, el conjunto de preocupaciones del momento, sus expectativas vitales... De ahí que sea menester, si realmente se quiere entender lo que le sucedió a tal persona, conocer en la medida de lo posible su fondo psíquico, el horizonte desde el cual realiza el ejercicio interpretativo.
Un mismo hecho, por muy elemental que resulte, puede ser vivido de manera totalmente distinta por diferentes personas, incluso de modo contradictorio, en función de cuál sea el horizonte de expectativas vitales. En uno de sus ensayos Ortega nos recuerda que la caída de una teja puede ser interpretada como la salvación para el transeúnte desesperado pero como una tragedia para el joven y prometedor emperador. Los hechos brutos, aislados, referidos a las vidas humanas, no existen, son una ficción, de ahí que todo historiador, en su búsqueda de la verdad, haya de considerar esos referentes interpretativos que puedan aclarar lo que le pasó a Menganito y por qué le pasó.
Pero también el historiador, o el detective que tiene que trabajar con las narraciones que le dan los testigos, ha de tener en cuenta el horizonte vital de quién escribe la historia o cuenta lo sucedido. Porque para desentrañar la verdad de cualquier pasado es menester considerar que quienes cuentan lo ocurrido son también sujetos con un horizonte de intereses, experiencias y expectativas determinados y singularísimos.