Me hallaba en una piscina de descomunales proporciones, toda ella pintada de blanco, y el agua cristalina sin ninguna onda que la atravesara. Era un día sin nubes. El sol se había retirado pero una luz intensa irradiaba todas las cosas. Lo llamativo del recinto era que no había entrada ni salida. Tampoco veía relojes ni calendarios. Los pocos bañistas tumbados en el cemento blanco me miraban, como aguardando una decisión que debía tomar. Pero el agua no invitaba a bañarse ni el sol a ser tomado. No podía más que subir a lo alto de un trampolín que yacía en medio.
Sabía que una vez arriba no podría bajar si no tirándome al vacío. Mientras hacía el último esfuerzo para conquistar lo alto, veía salir del trampolín una escalera mecánica que subía hasta casi perderse. En uno de los peldaños se encontraban sentados, entretenidos en una amigable conversación, una jovencísima Ingrid Bergman y Vicente Minnelli, y junto a ellos dos personas cuyo rostro no logro recordar. La escalera avanzaba interminable, mientras ellos elevándose reían y se divertían.
Sueño de la noche del 5 de diciembre