En la infancia uno a la fuerza aprende a estar solo. Y es llamativo que las políticas educativas actuales pongan tanto empeño en diseñar planes y estrategias para la buena sociabilidad y apenas ninguno para que niños y adolescentes aprendan a vivir la soledad, si es que tamaña empresa es posible, que no está claro. Y no será porque no se piense que la necesidad del otro es lo natural y el aislamiento lo artificial, no vaya todavía a creerse alguien el cuento chino de que quienes huyen a pueblos y montañas es para regresar a un estado natural perdido. Puestos a distinguir soledades, yo diría que hay dos: la primera y las demás. La primera es puro motor y generación, y es que especialmente en la primera uno está a solas consigo mismo, sin más colchón en que recostarse. En la primera uno se hace ser para la muerte, soporta el arrebato del amor y se forja la esperanza. En ella uno se descubre parte de algo que sólo se puede mitigar. La soledad adulta es muy diferente, no es como la del niño, demasiado tierna para sentirse parte de algo y buscar la liberación, donde cuerpo, habitación y hogar son todavía lugares imaginados que no empujan a salir de ellos. Los adultos nos sentimos como pájaros enjaulados, vemos antes los barrotes que nuestras alas, y cuando nos refugiamos en ellas ya es tarde para que echen a volar. Nos agota tener que buscar la libertad. Por ello, y como medida terapéutica de confinamiento, invito al lector a sacar al niño que llevamos dentro, dejándolo asustar en la noche y mirándolo al sol de cuando en cuando. Poblaremos mundos imaginarios como la primera vez que amamos las cosas.
José Antonio Porcel, En la niebla
José Antonio Porcel, En la niebla
Hay un vuelo libre anterior a las jaulas, vuelo inocente como el desnudo paradisíaco, que en nada las jaulas perjudican, coartan ni limitan; hay un vuelo coetáneo de las jaulas, un vuelo enjaulado, digámoslo así, pero libre, no obstante, para volar dentro de su jaula, hacia los cuatro puntos cardinales. (Juan de Mairena, Antonio Machado)