La cultura del bienestar en la que el hombre occidental está instalado se basa en el propósito, cada vez más extendido, de lograr una existencia indolora, anestesiada contra el dolor y la enfermedad. Esta cultura del bienestar se construye desde la idea de que es posible vivir sin contar con el dolor y la enfermedad, como si ya no formaran parte del designio humano. El consumo masivo de medicamentos y el progresivo desarrollo de la ciencia y la tecnología clínicas son los síntomas más claros del alto grado de estimación que el hombre actual siente por el bienestar y la prueba más fehaciente de que es posible vivir dando la espalda al dolor.
La lectura de los Cuentos filosóficos de la india nos previene contra esta situación y nos enseña que aquel que vive tratando de esconder su naturaleza –en esencia doliente-, o, más bien, escondiéndose de ella, acaba sacrificando la posibilidad de descubrir formas de placer más duraderas y provechosas que las que proporcionan las nuevas tecnologías. Los maestros antiguos indios enseñan que frente a la actitud del hombre en general, que ve en el dolor algo ajeno a su ser, y por ello evitable, la actitud que debe asumirse es la de ver el dolor como una realidad constitutiva de nuestro ser para la que hay que prepararse. Prepararse para el dolor no pasa por cargarse de medicamentos, alimentos proteínicos o revisiones médicas, sino por concebir el dolor como una realidad con la que hay que contar para crecer espiritualmente. Basta reparar en el esfuerzo que debe llevar a cabo el artista o el científico antes de dar a luz a una nueva idea, o en la pena que el amante ha de soportar para superar la pérdida del objeto amado, para justificar la conveniencia de una relación afirmativa del dolor. Hemos de tratar con el dolor, padecerlo, agotar su sustancia, para que pueda germinar la semilla espiritual que todos albergamos o para despertar de nosotros pasiones que yacen ahí dormidas en lo más profundo. Y es que no alcanza la cima siempre el más fuerte, sino el que más cantidad de dolor es capaz de soportar.
También la filosofía de los maestros antiguos nos previene del peligro que supone para el ser humano apartar la atención de asuntos como el tiempo, la muerte o el más allá. Pensamos en ello quizá en momentos aislados, pero no como norma y ocupación vital. Obcecados como estamos en la búsqueda de placeres y deleites, de poder y comodidades, renunciamos a ocupar nuestro tiempo vital en la reflexión de asuntos fundamentales como la vida o el más allá, para los cuales también hay que preparase. Tampoco ayuda a ello un tiempo en el que la búsqueda de celeridad en todas nuestras actividades se adecua al ritmo acelerado con el que todo se mueve y que nos aleja de los ambientes cálidos y tranquilos favorables para la lectura y la meditación.
La lectura de los Cuentos filosóficos de la india nos previene contra esta situación y nos enseña que aquel que vive tratando de esconder su naturaleza –en esencia doliente-, o, más bien, escondiéndose de ella, acaba sacrificando la posibilidad de descubrir formas de placer más duraderas y provechosas que las que proporcionan las nuevas tecnologías. Los maestros antiguos indios enseñan que frente a la actitud del hombre en general, que ve en el dolor algo ajeno a su ser, y por ello evitable, la actitud que debe asumirse es la de ver el dolor como una realidad constitutiva de nuestro ser para la que hay que prepararse. Prepararse para el dolor no pasa por cargarse de medicamentos, alimentos proteínicos o revisiones médicas, sino por concebir el dolor como una realidad con la que hay que contar para crecer espiritualmente. Basta reparar en el esfuerzo que debe llevar a cabo el artista o el científico antes de dar a luz a una nueva idea, o en la pena que el amante ha de soportar para superar la pérdida del objeto amado, para justificar la conveniencia de una relación afirmativa del dolor. Hemos de tratar con el dolor, padecerlo, agotar su sustancia, para que pueda germinar la semilla espiritual que todos albergamos o para despertar de nosotros pasiones que yacen ahí dormidas en lo más profundo. Y es que no alcanza la cima siempre el más fuerte, sino el que más cantidad de dolor es capaz de soportar.
También la filosofía de los maestros antiguos nos previene del peligro que supone para el ser humano apartar la atención de asuntos como el tiempo, la muerte o el más allá. Pensamos en ello quizá en momentos aislados, pero no como norma y ocupación vital. Obcecados como estamos en la búsqueda de placeres y deleites, de poder y comodidades, renunciamos a ocupar nuestro tiempo vital en la reflexión de asuntos fundamentales como la vida o el más allá, para los cuales también hay que preparase. Tampoco ayuda a ello un tiempo en el que la búsqueda de celeridad en todas nuestras actividades se adecua al ritmo acelerado con el que todo se mueve y que nos aleja de los ambientes cálidos y tranquilos favorables para la lectura y la meditación.
Pero al cabo de un tiempo, hubo de volver a la triste realidad. Y entonces fue cuando entendió lo equivocado de sus deseos de placer. Entendió que la vida del hombre es como un pozo y las ramas son su duración. Pero las ratas blancas y negras -los años, buenos o malos, pero siempre devastadores- acaban con ella. Muchos otros peligros, sufrimientos y enfermedades acosan al hombre, y los placeres triviales de esta vida -las sabrosas gotas de miel que eventualmente llegan a nuestros labios- son terribles y pierden al hombre que cae en ellos, porque nos hacen olvidar que la muerte es como un elefante salvaje que nos ataca, se lanza en nuestra persecución y, tarde o temprano, nos alcanza. (Cuentos filosóficos indios, ed. Enrique Gallud Jardiel)