martes, 8 de julio de 2014

¿Dónde parará el canto?


Todavía me recuerdo de adolescente  (uno es adolescente hasta que ya no siente alegría por cumplir años) cuando mi padre me dejó leer un cuento de Borges que citaba a un filósofo inglés llamado Berkeley. Esa lectura, junto a otra del cuaderno azul de Wittgenstein, conformaron uno de los centros de mi ocupación vital, que, naturalmente, en aquellas edades de desenfreno y sobresalto, no llego a gravitar aunque sí a dejar la huella suficiente. Ya advirtió Einstein que uno no se ocupa en la vida de aquello que en el momento presente le interesa, sino de lo que una vez le sobrecogió, como un rayo en la tormenta, un oasis en el desierto o el final de una pesadilla. Eso es la intuición filosófica: un sobresalto, una ruptura en la continuidad vital, un momento de tal lucidez que todo lo demás adquiere de pronto un matiz grisáceo, secundario, superfluo. Sobre esa intuición que una vez me sobresaltó gira este poema que ahora, algunos años después, me regala mi padre:

 
PASADO MAÑANA ENCONTRARÉ EN UN ANAQUEL OLVIDADO A WALT WHITMAN Y LE SACUDIRÉ EL POLVO EN LA TERRAZA DE MI CASA
                                                                                                                            Para Asun, mi mujer

 

 

El pájaro que picotea un punto y otro sin parase en ninguno intermedio.

Así  que son dos, al menos, los pájaros. El pájaro.

 

Desde mi mirada, un lugar donde soy blanco del poniente, observo a los pájaros.

 

Cantan al unísono, en un tiempo distinto

y suena un solo piar.

 

Estoy ciego a la multitud de las cosas,

y a la  vez ciego a su unidad.

 

Todavía no he visto nada,

 más que la dispersión del vuelo y el instante desdoblado del picoteo.

 

Y sólo escuché la memoria del canto.

 

¿Dónde parará el canto?

 

No sabía yo que el poniente necesitara ser visto.

 

Soy otros.

Entre un punto y otro de mi boca no hay nada, sino los otros.

 

¿Callarán?

Y, si no, ¿quién podrá entenderlos?

 

Alguien me verá donde nunca estuve.

Ay de mí si aquél ya fuera ciego.

 

Vivir sin otros ojos en los puntos a donde no ha llegado todavía la materia.

¿Vivir?

 

Ser uno y tantos que descansa en el camino que nadie anduvo

ni aun yo, que sólo aspira.



                                                           Miguel Porcel

 

                                                                                            Junio, 2014

domingo, 6 de julio de 2014

Conocimiento mutilado

El problema no es la creciente disponibilidad de nuevas fuentes de información, sino que todo se reduce a información. Hay quienes todavía creen que la teoría platónica de las ideas o la fenomenología del espíritu de Hegel pueden ser conocidas rastreando aquí y allá en Google. En efecto, desde la creencia de que todo es información, Internet se descubre como la pantalla hacia la verdad y el trasmundo de las ideas. Sin embargo, más bien, conocer consiste, primera y fundamentalmente, en olvidar y deshacer lo acumulado. Hay que dejar de rastrear Google para salir de la caverna y ejercitarse en la tarea de renunciar al dato.

El mundo demanda darnos por enterados: infinidad de whatsapps, mensajes, correos electrónicos, noticias, demandan de nosotros una atención y una preocupación constantes hacia este tipo de alertas que acaban convirtiéndose en verdaderas adherencias limitadoras de pensamiento y acción. El conocimiento pasa por renunciar a todo ello y ejercitarse en la tarea de la búsqueda y la comprensión, para la cual no existen autopistas de la información y, salvo en raras ocasiones, no encontramos apoyo en comunidades o foros. El conocimiento es un ejercicio que se ejercita a solas, o si se quiere, sólo en compañía de un otro que dona conocimiento a cambio de un esfuerzo continuado de búsqueda y comprensión.

El dolor es el tributo que debemos de pagar para recibir verdadero conocimiento. Las ideas se paren, por eso el dolor es el síntoma inequívoco de haber dado a luz a ellas, sin anestésicos que lo mitiguen o comadronas que nos asistan.

miércoles, 2 de julio de 2014

Primero fue lo inútil

El origen de lo útil es lo inútil, es decir, lo que está de más, lo sobrante o excedente. Los propios utensilios son una manifestación de ese excedente energético del que gozaba el hombre primitivo. Éste se vio ante la necesidad de encauzar aquella energía rebosante hacia todo tipo de fines imaginables, de orientarla hacia algún propósito antes de que explotara en sus narices. Esto explica que el trabajo mecanizado, contra lo que pueda parecer, tanto deba al juego y a la ceremonia, al erotismo y a la fantasía. Y es que la exactitud ritual en las ceremonias precedió con mucho a la exactitud mecánica en el trabajo, y la división rigurosa del trabajo llegó primero a través de la especialización en los oficios ceremoniales.

Gracias a un cerebro extremadamente desarrollado e incesantemente activo, el hombre disponía de más energía mental utilizable de la que necesitaba para sobrevivir a un nivel puramente animal; y, de acuerdo con esto, tenía la necesidad de canalizar esa energía, no sólo en la obtención de alimento y en la reproducción, sino en formas de vida que transformaban esta energía de manera más directa y constructiva en formas propiamente culturales, esto es, simbólicas. ("La técnica y la naturaleza del hombre", Lewis Mumford en Filosofía y tecnología)


¿Y qué son el utilitarismo, el positivismo o el mercantilismo, que tanto preconizan en nuestros días el valor de lo Útil, más que otra manifestación de esa energía sobrante?