Todavía me recuerdo
de adolescente (uno es adolescente hasta que ya no siente
alegría por cumplir años) cuando mi padre me dejó leer un cuento de Borges que citaba a un filósofo
inglés llamado Berkeley.
Esa lectura, junto a otra del cuaderno azul de Wittgenstein, conformaron uno de los centros de mi
ocupación vital, que, naturalmente, en aquellas edades de desenfreno y
sobresalto, no llego a gravitar aunque sí a dejar la huella suficiente. Ya
advirtió Einstein que
uno no se ocupa en la
vida de aquello que en el momento presente le interesa, sino de lo que una
vez le sobrecogió, como un rayo en la tormenta, un oasis en el desierto o el
final de una pesadilla. Eso es la intuición filosófica: un sobresalto, una
ruptura en la continuidad vital, un momento de tal lucidez que todo lo demás
adquiere de pronto un matiz grisáceo, secundario, superfluo. Sobre esa
intuición que una vez me sobresaltó gira este poema que ahora, algunos años
después, me regala mi padre:
Para Asun, mi mujer
El pájaro que picotea un punto y otro
sin parase en ninguno intermedio.
Así que son dos, al menos, los pájaros. El pájaro.
Desde mi mirada, un lugar donde soy
blanco del poniente, observo a los pájaros.
Cantan al unísono, en un tiempo
distinto
y suena un solo piar.
Estoy ciego a la multitud de las
cosas,
y a la vez ciego a su unidad.
Todavía no he visto nada,
más que la dispersión del vuelo y el instante
desdoblado del picoteo.
Y sólo escuché la memoria del canto.
¿Dónde parará el canto?
No sabía yo que el poniente necesitara
ser visto.
Soy otros.
Entre un punto y otro de mi boca no
hay nada, sino los otros.
¿Callarán?
Y, si no, ¿quién podrá entenderlos?
Alguien me verá donde nunca estuve.
Ay de mí si aquél ya fuera ciego.
Vivir sin otros ojos en los puntos a donde
no ha llegado todavía la materia.
¿Vivir?
Ser uno y tantos que descansa en el
camino que nadie anduvo
ni aun yo, que sólo aspira.
Miguel
Porcel
Junio, 2014