¿Cómo lo puedo conseguir? Es la pregunta que resuena en nuestros estudiantes cada vez que miran hacia delante y fijan la atención en algún propósito. La razón instrumental, o el instrumento convertido ya en razón, es de lo que se sirven para conducir sus vidas ahora menesterosas de conocimientos y cuidados tecnológicos. Y tanta es la menesterosidad y la preocupación mediáticas que uno se olvida del fin que había propiciado el pensamiento de los medios. La imagen es la del niño que recibe de su madre una cámara fotográfica para que aprenda a mirar y el niño crece con ella aprendiendo sólo a cómo usarla. Y cuando de fuera llega la advertencia de que, en realidad, la cámara sirve a un fin distinto de conocer su funcionamiento, la desoímos porque ya no sabemos sino mirar instrumentalmente.
Sí, desoímos los fines y la reflexión sobre ellos, hasta el punto quizá de convertirnos en usuarios y utensilios de otros usuarios. Pero no hay que desfallecer. El deseo está ahí. Deseo de mirar, de saber, de agradecer y enamorarse. Deseos no consumistas y sí consumidores, de nuestro tiempo y espacio más íntimos y singulares. El otro día me decía un alumno que había aprendido a desear, y se preguntaba por qué no hay una asignatura que nos enseñe y guíe en la humana tarea de anhelar y desear, antes de que alguien lo haga por nosotros y cedamos la autoría de nuestros deseos a instancias y señores que nada bueno quieren de ellos. Y ese mismo alumno se dirigía a una biblioteca, y lo hacía paseando, disfrutando del deseo de ir a ella y abrir las páginas de un libro deseado. Y, mientras paseaba, seguía preguntándose por qué ese empeño en aprender a calcular, a conocer y resolver, a callar y comportarse, como si el desear ya no fuera cosa nuestra.
Después de todo, también del deseo se vive, y se respira, y se crece.