La ciencia, la filosofía, tienen algo de mágico, en sentido literal. Un acto de magia nos cautiva siempre y cuando no descubramos el truco que lo anima. Desde el momento que damos con la explicación lógica del fenómeno que hasta hace poco había avivado nuestra ilusión, el acto de magia pierde su atractivo y dejamos de entusiasmarnos con él. Con la verdad ocurre algo parecido. Ésta nos cautiva mientras la intuimos y finalmente la descubrimos en el acto de la revelación, de la iluminación; luego, una vez adquirida, como quien ya conoce cuál es la clave secreta, el truco explicativo, pierde su valor primigenio y deja de entusiamarnos.
Quien quiera enseñarnos una verdad que no nos la diga: simplemente que aluda a ella con un breve gesto, gesto que inicie en el aire una ideal trayactoria, deslizándonos por la cual lleguemos nosotros mismos hasta los pies de la nueva verdad. Las verdades, una vez sabidas, adquieren una costra utilitaria; no nos interesan ya como verdades, sino como recetas útiles. Esa pura iluminación subitánea que caracteriza a la verdad, tiénela ésta sólo en el instante de su descubrimiento. Por esto su nombre griego, alétheia, significó originariamente lo mismo que después la palabra apocalipsis, es decir, descubrimiento, revelación, propiamente desvelación, quitar de un velo o cubridor. Quien quiera enseñarnos una verdad, que nos sitúe de modo que la descubramos nosotros. (Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote)