En el anterior post vimos que la concepción del conocimiento que tan lúcidamente expone el personaje Naphta es un desarrollo del principio agustiniano ‘Creo para poder conocer’, según el cual toda construcción científica debe suponer un acto de fe, una creencia, una apuesta sobre lo que el mundo es. En efecto, si entendemos que la esencia del conocimiento consiste en contrastar la teoría con la realidad (con aquello que es), es decir, si el conocimiento precisa de la confrontación de lo concebido con lo real, hemos de suponer que el intelecto se ha de apoyar en la fe, servirse de ella, como de un trampolín para tomar impulso.
Podemos suponer que la fe, a su vez, precisa de aquello que se nos revela como lo oculto, como una realidad secreta, de suyo incognoscible por las vías normales del conocimiento. La fe exige de aquello que no nos es patente a los sentidos (fenómenos) ni a la razón (conceptos) Dicho en otros términos: el ser en sí es inaccesible a los sentidos y a la razón, de ahí que la fe se dispare en aras del conocimiento. Por ella ideamos un mundo imaginario que confiamos represente fidedignamente el mundo real. Así, si el científico moderno abordaba su tarea de conocer el funcionamiento de la Naturaleza como si ésta consistiera en una cadena organizada en causas y efectos, lo podía hacer porque creía firmemente que la Naturaleza se comportaba conforme a ese orden causal.
Las discusiones entre Naphta y Settembrini respecto al problema de las relaciones entre fe y razón derivan en otra confrontación, si cabe más interesante, sobre el significado de la muerte. La concepción del ser humano dualista del primero y la monista del segundo, en cuyas raíces se hunde la creencia sobre lo que el hombre es, conducen la discusión hacia la confrontación sobre la concepción de la muerte y de la vida. El jesuita Naphta, por un lado, refiere la muerte al cuerpo, considerando que sólo el cuerpo es mortal. Por el contrario, el alma, debido a su naturaleza simple, incorruptible, es imperecedera, inmortal. Resulta claro que esta concepción de la muerte, por la que se considera a ésta como un atributo del cuerpo, determina la cuestión de cómo conducir la vida, de cómo obrar en ella, cuestión que, por otra parte, se impone a todo ser dotado de conciencia. Así, la vida, el tiempo que se extiende ante nosotros, se concibe desde esta concepción dualista como una tarea, como un proyecto, cuya meta debe ser la de asegurar el bien imperecedero que aguarda al alma en su eternidad venidera.
Por otro lado, Settembrini, fiel a su espíritu positivista, entiende que ese dualismo (vida como principio activo y muerte como principio negativo) convierte a la muerte en una realidad con entidad propia, pues se la considera como un principio de liberación de aquello que pesa al espíritu (se entiende, del placer y del dolor corpóreos). Ese principio es un principio demoníaco, en cuanto que nos hace vivir constantemente en alerta, pensando en ese juicio final, entendiendo la vida como un medio, y no como un fin. Frente a ese principio, la concepción monista del ser humano que él defiende deriva en la consideración de la muerte como una realidad que forma parte constitutiva de la vida, que no puede desligarse de ésta. Según esta concepción, la muerte existe en cuanto antipación del yo, es por tanto interpretada como una experiencia de la vida: de lo único que cabe hablar es de la anticipación de la muerte en cuanto vivencia, ‘el estar muerto’ va siempre referido al otro. Toda reflexión o temor sobre la muerte están, por tanto, de más. Se entiende así que, a la luz de la concepción monista de Settembrini, cabe proyectar la vida de diferente forma, teniendo ahora presente que el espíritu es perecedero, que la muerte no es una liberación, sino un límite: un límite infranqueable, que no separa, más bien reúne, reagrupa las experiencias vividas, las termina.
De estas reflexiones nuestras, emanadas de aquellas otras de Naptha y Settembrini, podemos concluir que la moral está determinada, como la ciencia, por una creencia primigenia, en este caso, referida a la naturaleza humana. Porque en efecto, como hemos visto, para responder a la cuestión de cómo conducir nuestra vida, de cómo obrar en ella, cuestión que se nos impone desde el fondo de la consciencia y reclama toda una filosofía moral, debemos primero aferrarnos a la creencia sobre lo que somos, contar y actuar con ella.