viernes, 28 de junio de 2019

Agradecimientos

A mis compañeros del IES Jerónimo Zurita,

Debe ser el cava que todavía no ha llegado al estómago, o la música de Pilar que ya me resuena pensando en el curso que viene, o las palabras tan sentidas de Fernando y Alberto, por lo que me siento animado a compartir estas palabras de agradecimiento. Si con ello además logro apaciguar el vacío interior que siento cada vez que finaliza un curso, mucho mejor.

Mi agradecimiento no será nominal ni grupal, se hallará falto de etiquetas y nomenclaturas, y aun para los más obstinados “protocolistas”, jamás se haría susceptible de normatividad o entraría en el lenguaje de comisarios. Mi agradecimiento diríamos que está desprovisto de objeto, o de referente como diría Frege. Es un agradecimiento huérfano, y podría traducirse en algo así como "me siento agradecido". Sí, ahora mismo me siento agradecido, sin más, o ni más ni menos.
¿Pero cómo alguien puede sentirse sólo agradecido? ¿Cómo ha sido que ese agradecimiento ha quedado huérfano? ¿Será que no tengo que agradecer nada? ¿O no será, más bien, que tengo que agradecerlo todo? Agradecer seguir respirando un mismo aire al vuestro, y usar el mismo mineral blanco para organizar cada mañana las ideas, y sentir ese tierno abrazo adolescente de un alumno desamparado, o ver los ojos llorosos de un compañero al que sin querer hemos herido. Agradecer el poder seguir pisando un mismo suelo, y tener que agacharme por determinados techos, o apoyarme en la misma barandilla cada vez que da la séptima, o llevarme a casa esa idea que ya nos ocupará la noche, y quién sabe si el verano; y compartir esos cafés con los que a veces nos sacudimos el polvo de los días, y nos sorprenden culebras, pero de las que no muerden. Agradecer cada llamada, cada aviso, cada timbre, que hacen que todo funcione, a veces a trompicones y otras de manera fluida. Agradecer a aquellos profesionales de la norma y el orden, que velan por el cumplimiento y del que todos luego nos servimos. Agradecer las conversaciones con doctores sobre Da Vinci, Gödel o las fugas de Bach. Agradecer a los maestros de la movilización que con su empuje hacen del centro una representación y de los alumnos verdaderos escenógrafos. Agradecer a los tímidos y a los paternalistas, y a los anarcas que de su isla hacen un paraíso para alumnos incomprendidos. Y a los perfeccionistas y pasotas, cuyo fondo derrotista tanta sabiduría esconde. Agradecer a los protagonistas, a los secundarios y a los extras, cuyas imágenes apenas imperceptibles luego echaremos de menos. Agradecer el júbilo de Javier, Alberto, Fernando, y de los que vendrán. Agradecer ese cava burbujeante de cada treinta de junio. Y agradecer a los que un día decidieron bajar del barco y tirar de él, con cuerdas de hierro oxidable, pero irrompible.
Sí, será que mi agradecimiento es huérfano porque no hay nada de lo que no esté agradecido.
Gracias por este curso,
Un abrazo

David

lunes, 24 de junio de 2019

Pulsaciones

Uno es profesor de profesión y filósofo por afición, pero a veces, en momentos extraordinarios, profesión y afición se hacen uno.
 
 
 
                                               Pulsaciones, ed. El laberinto de sueños

viernes, 21 de junio de 2019

De lo que no puedes decirte hay que callar

Comparto estas delicias literarias del poeta Miguel Porcel. Se trata de tres poemas y una reflexión reunidos por la idea de una verdad que silente se revela a un poeta herido. La memoria y las palabras no pueden decir lo que sólo el silencio escucha. Pero es ahí de donde los sueños extraen sus vestigios y los olvidos hacen su memoria.

 
Otra vez la noche ha dejado sus vestigios.

¿Crees que con esos harapos de sueño

se debe, otra vez,

emprender la tarea de construir el universo

todo?

11/6/19



Volvías y buscabas en el suelo despavorido y seco

las últimas colillas de Rex

donde los labios

estaban contenidos en un aire denso,

entonces, cuando construíamos

agujeros negros en el tiempo

18/6/19



Una tarde creí ver

en la enramada que ya caía en el lugar de la sombra

un rastro de ti,

porque palpé al pasar

el satinado sabor de tu vestido

e incluso me paré a besarlo,

y entonces fue cuando mis labios confirmaron

que aquel tiempo no existió jamás

y que ahora es cuando vuelve

inapelable

18/6/2019



No hay más verdad que la belleza

No hay más verdad que la belleza, ni más belleza que la bondad, la falta que en el yo dejan las hendiduras del amor brotado o sin explotar. No hay comunidad que traspase el límite de las lágrimas cuando lloras a oscuras, cuando desde tu soledad recreas el mundo y éste se conmueve y se extiende.

La belleza es aquello que te transporta, que te hace correr a un tiempo que sólo es tuyo y ya perdido, donde te fundaste y desde donde el olvido ha construido la casa donde vives. La belleza te lleva de la mano, mueve el aire a tu alrededor, acaricia el dolor y sin buscar ningún final posa su mirada en las manos que te esperan.

Sólo a su través puedes reconocerte más allá de tus nombramientos. Mírate, pues, con los ojos cerrados pues ella te puede. Si apagas la luz, la belleza te guiará y sabrás de cada cosa y de ti lo que nunca te dijeron, lo que no puedes decirte, verás que los olvidos y los sueños, cuya materia es la misma, contienen aquello de lo que no debes desprenderte si quieres vivir alguna vez.

jueves, 20 de junio de 2019

A las afueras del exceso

Hace algunos meses soñé el siguiente escenario:

Escucho angustiado un fuerte ruido entrecortado. El ruido forma parte de mí, o soy yo que está a punto de desaparecer. Comienzo a  distanciarme y veo que, en realidad, el ruido procede de mi televisor. Me distancio todavía más y compruebo, ya relajado, que procede de un viejo televisor...

De este sueño apareció una reflexión que aquí trascribo y publica generosamente la Revista Imán y, lo más notable, dio origen a esta magnífica aportación del dibujante Víctor González, a quien estoy agradecido, en tantos sentidos:



Vidas a las afueras del exceso

Cada época tiene su sentir; cada sentir, su cortejo de significados. La nuestra es la época del «exceso», y muestra de este fenómeno primordial son otras realidades que, como la aceleración, el rendimiento o la saturación, nos llegan de todas partes. Lo excesivo se ha vuelto normal en las sociedades neoliberales, y cuando se habla de escasez se suele hacer con vistas a reparar la falta de excedentes. Cualquier falta -de tiempo, de energía, de velocidad- lo es casi siempre como consecuencia y con respecto a un exceso previo -de premura, de desgaste, de rapidez-. Junto a las mercancías, los recursos y existencias, también la velocidad, el trabajo o la información se someten a la exigencia del exceso, dando lugar a «sociedades de la aceleración», «sociedades del rendimiento», o «sociedades de la transparencia». En este contexto, donde el exceso ha dejado de ser una alteración del orden natural para convertirse en el orden mismo, urge encontrar medidas de confrontación que sirvan al hombre actual de guía de acción. Y es que las medidas tradicionales de reconducción, por las que se procura encauzar lo que se aparta de la norma, no sirven en una situación en la que el desbordamiento y la violencia son el estado normal.

De hecho, el impacto de la aceleración, del consumismo, del rendimiento, que observamos en casi cualquiera de los ámbitos y contextos donde se desarrolla hoy día la vida humana, adquiere tales proporciones que hace inefectivo cualquier tentativa de reconducción. Pretender poner cauces a lo que desborda y violenta equivaldría a querer tender puentes sobre desiertos o a resistir huracanes con construcciones de paja. ¿Qué se puede hacer en esta situación? ¿Debemos cruzarnos de manos y dejarnos arrastrar por la inercia del momento? ¿Hemos de sucumbir resignados a las fuerzas disgregadoras que amenazan con reducirnos a ser un excedente más? La cuestión que ha de abordarse no es qué hacer ante el exceso, como si éste fuera una realidad abordable por un sujeto previamente constituido y apartado de aquel, sino cómo actuar en él, para lo cual es preciso profundizar en la naturaleza de este mal contemporáneo y en su verdadero alcance. Para ello, a continuación, proponemos analizar algunos fenómenos que ya manifiestan en su totalidad la impronta del exceso: el rendimiento, considerado como un exceso de trabajo o de esfuerzo; la transparencia, entendida como un exceso de información; la aceleración, como un exceso de velocidad; y la dislocación, de distancia. Atendiendo al aspecto común de estos fenómenos podremos ensayar medidas que sirvan de guía de acción para «vivir en el exceso».

En relación al rendimiento como realidad idiosincrásica de nuestro tiempo, el filósofo Byung-Chul Han, en su obra La sociedad del cansancio, defiende que en las «sociedades del rendimiento», como la neoliberal, el enemigo ya no es el otro, lo extraño, lo que no es uno mismo, sino un exceso de positividad. La violencia de la positividad, que resulta de la superproducción y del superrendimiento neocapitalistas, ya no es «viral», sino expansiva: “La violencia de la positividad no es privativa, sino saturativa; no es exclusiva, sino exhaustiva. Por ello, es inaccesible a una percepción inmediata.[1]” En este sentido, es comprensible que las sociedades del rendimiento produzcan un exceso de cansancio, visible en el trabajo, pero también en el deporte o el tiempo destinado al esparcimiento, generándose un exceso de oferta de fármacos para paliar sus efectos. Siguiendo esta tesis, pero centrándose ahora en las sociedades de la información y la comunicación, el filósofo publica algunos años después La sociedad de la transparencia, donde alerta del peligro que conlleva para el ser humano, ya sea en su faceta de usuario, de consumidor o de flâneur desinteresado, la exigencia de transparencia al que se ve expuesto. La economía capitalista lo somete todo a la coacción de la exposición. Solo la escenificación expositiva, entendida como exceso de información, engendra valor, renunciándose a la peculiaridad y al misterio de las cosas: en primer lugar, las acciones se tornan trasparentes cuando se hacen operaciones funcionales, esto es, cuando pierden su misterio y se someten a la exigencia de cálculo y control; en segundo lugar, personas y cosas, reducidas ya a mercancías, pierden su valor moral y cultural a favor de su valor de exposición: “Todo está vuelto hacia fuera, descubierto, despojado, desvestido y expuesto. El exceso de exposición hace de todo una mercancía, que «está entregado, desnudo, sin secreto, a la devoración inmediata».[2]

A una conclusión similar llega el jovencísimo filósofo mexicano Luciano Concheiro en su vibrante ensayo Contra el tiempo, pero ahora refiriéndose al fenómeno de la aceleración como exceso de velocidad. Afirma que cada época se distingue por una manera particular de experimentar el tiempo, y la nuestra es la época de la aceleración: “Si me viera obligado a señalar un rasgo que describiera la época actual en su totalidad, no lo dudaría un segundo: elegiría la aceleración. Este fenómeno explica en buena medida cómo funcionan hoy en día la economía, la política, las relaciones sociales, nuestros cuerpos y nuestra psique.[3] Todo marcha aceleradamente y esto es lo que hace que todo funcione. El capitalismo, la política y las relaciones sociales se encuentran, a juicio del filósofo, bajo el yugo de la aceleración. Lo mismo que el rendimiento produce trabajadores superrendidos y la exigencia de transparencia reduce la vida a una exposición, la aceleración, como elemento sistémico de nuestro tiempo, configura un hombre unidimensional que sucumbe a las fuerzas del automatismo y de la velocidad: “No es que seamos naturalmente estresados, distraídos, angustiosos, sino que nos han hecho así. Nuestra subjetividad es un producto más entre el sinfín de creaciones del capitalismo.[4] Por tanto, lo que vemos ante el hámster que gira a una gran velocidad sin llegar a desplazarse no es sólo la representación de un tiempo acelerado, sino también la de un exceso de desgaste, de velocidad, de sinsentido, que acaba engullendo, literalmente, al individuo. Y es que el aspecto problemático del automatismo no estriba tanto en la aceleración de su movimiento como en su capacidad de reducir todo a exceso de movimiento.
 
 Junto al esfuerzo, la información y la velocidad, también la distancia espacial acaba siendo excesiva, convirtiéndose la expansión espacial en una forma de violencia «total» que termina por fracturar la identidad humana. En su monumental estudio La ciudad en la historia, Lewis Mumford advierte que un exceso de espacio llega a enfriar las relaciones y vínculos humanos, por ejemplo, en los extrarradios de las grandes ciudades, en los que se ha incrementado el aislamiento de cada unidad doméstica y la pérdida de centros de reunión y agrupamiento vecinales, dejando al individuo, en palabras del autor, "más disociado, solitario y desvalido que nunca." En efecto, el extrarradio de las grandes ciudades ofrece pocas posibilidades para reunirse, conversar, debatir en público y actuar colectivamente. Más bien, favorece el conformismo silencioso, un nuevo tipo de absolutismo que acaba por desvalijar al individuo de su propiedad más preciada: su identidad. Lo que se inició en el siglo pasado como una huida de la ciudad, por parte de las familias, se ha convertido en una retirada más general que ha producido, más que suburbios independientes, un cinturón suburbano que se dilata hasta fragmentar las relaciones humanas: "Porque cuanto mayor sea la dispersión de la población, mayor también será el aislamiento de cada unidad doméstica y más esfuerzo costará hacer privadamente, aun cuando se dispone de la ayuda de múltiples máquinas e instalaciones automáticas, lo que solía hacerse en compañía, a menudo entre conversaciones y cantos, gozando de la presencia física de los otros.[5]

Observamos que en sus respectivos análisis estos filósofos comparten la idea de que el exceso adquiere hoy día un «carácter total», y es precisamente este hecho lo que explica su capacidad corrosiva y degenerativa. Allí donde se manifiesta y cualquiera sea el modo de hacerlo, el exceso arrasa con todo. Su naturaleza positiva y virulenta no deja nada tras de sí, y el individuo mismo es anulado en su singularidad. El tiempo acelerado, la exigencia de rendimiento, la sobresaturación de información, espacios desangelados, acaban convirtiendo al individuo en parte de ese excedente: Expresiones como “vamos acelerados”, “estamos rendidos”, “saturados”, “desvalidos”…, no expresan sino cierta resignación a la idea de tener que formar parte de ese exceso. Incapaces de hacer pie en pleno desbordamiento, somos ahora meros excedentes, sujetos a la misma violencia engullidora del automatismo y la sobreexplotación. De hecho, capacidades atribuibles al género humano, como la intelección y la querencia, en tanto que reproducibles y funcionales, entran ya a formar parte de aquel lenguaje operativo cuyo único sentido es el de servir a una función dentro de otros sistemas funcionales: “El pensamiento subyacente a esta extraña construcción orgánica hace avanzar un poco la esencia del mundo técnico, por cuanto convierte al ser humano, y ahora en un sentido más literal que nunca, en uno de los componentes de ese mundo.[6]

Por tanto, la tendencia totalizadora del exceso conlleva a la pérdida irreparable de la individualidad, de ese sí mismo configurador de identidades y vertebrador de proyectos comunes. Este es el sentido de la totalización, en cualquiera de sus formas: aniquilar la individualidad disolviéndola en el todo. En esta situación las medidas tradicionales no sirven para afrontar el problema. La violencia con la que se manifiesta el exceso y su tendencia totalizadora demandan medidas que no pueden estar basadas en una relación binómica sujeto-objeto, yo-mundo. Y es que en pleno desbordamiento ya no hay sujeción posible desde la que conducir o guiar; y, por tanto, ya no existe la posición desde la que antaño el sujeto podía reconducir la situación; mediante, por ejemplo, «éticas de fines», pensadas para reorientar la vida hacia fines deseables, o mediante «éticas del deber», con las que fundamentar un marco regulativo que limite la acción humana[7]. Ahora la falta de una posición estable desde la que diseñar estrategias de acción se debe a que el desbordamiento es «total». Por tanto, teniendo en cuenta esta tendencia hacia la totalidad, debe iniciarse un nuevo tipo de intervenciones que alcance, si no a erradicar, sí a crear espacios liberados de aquella violencia desbordante que parece haberse convertido en el estado normal. No se trata de ensayar medidas de encauzamiento o pacificación, las cuales no pueden tener lugar en un mundo en dispersión, sino de imposibilitar que el desbordamiento sea «total». Tenemos, en definitiva, que reabrir nuevos espacios para el desarrollo de la individualidad.
 
 Si no es con la sujeción, ¿con qué reservas contamos para formar ese espacio de crecimiento? ¿A qué podemos invocar para hallar seguridad en pleno desbordamiento? Si bien no está en nuestra mano realizar acciones subjetivas, como el encauzamiento o la reorientación, que exigen un suelo que ya no se da, sí podemos provocar[8] al mundo para que éste nos «ponga en camino» de nuevas experiencias liberadoras. Por la acción del provocar el mundo puede aparecérsenos de un modo enteramente nuevo y disponible para iniciar relaciones con él no basadas en la explotación y el dominio. En efecto, estando en el exceso, sin poder evitar ser afectados por él, podemos, provocadoramente, tomar distancia respecto del mundo de manera que éste deje de interpelarnos como trabajadores, usuarios o consumidores, y lo haga considerándonos como seres necesitados de sentido y verdad. Así, la filosofía, la ciencia o las artes, cuando dejan de servir al imperativo del rendimiento y responden al deseo desinteresado de conocimiento, son capaces de abrir espacios para la reflexión y de afianzar los vínculos humanos: El dios del fuego sirve al hombre primitivo para relacionarse provechosamente con la Naturaleza, la substancia aristotélica para conocer el mundo con vistas a la provisión de un sentido, o las fuerzas gravitacionales de Newton para organizar el flujo empírico en un cosmos.
 
 Junto al «pensar», que genera la creación de espacios sustraídos del exceso, también el «amparar» y el «abrazar» posibilitan una nueva apertura al otro. En efecto, fruto de aquel provocar, por el que el mundo deja de llamarnos para su explotación y consumo, éste se revela en su cualidad de «ser vulnerable», propiciando el amparo y el cuidado humanos[9]; o en su cualidad de «ser próximo», apareciendo la atención y el agradecimiento como actitudes éticas[10]. También el agradecimiento y el abrazo son actos gratuitos, generosos, no movilizados por el imperativo de sobreexplotación ni afectados por el exceso. Nada hay que apremie a agradecer, nada que exceda el abrazo. En definitiva, es en la distancia cuando el mundo deja de comportarse conforme a la lógica del rendimiento y de la producción, afianzándose los lazos humanos y apareciendo nuevos caminos para el desarrollo de la individualidad; porque, si bien no podemos evitar padecer la acción disgregadora del exceso, sí está en nuestra mano hacer lo posible por forjar, aún dentro de él, centros existenciales desde los que recobrar nuestra mismisidad. Casi se ha convertido en el nuevo imperativo para un tiempo de excesos.
 
 
 
David Porcel Dieste



[1] HAN, Byung-Chul La sociedad del cansancio, Herder, Barcelona, 2012, p. 23.
[2] HAN, Byung-Chul La sociedad de la transparencia, Herder, Barcelona, 2013, p. 29.
[3] CONCHEIRO, Luciano, Contra el tiempo, Anagrama, Barcelona, 2016, p. 11.
[4] Op. cit., p. 76.
[5] MUMFORD, Lewis, La ciudad en la historia, Pepitas de Calabaza, Logroño, 2012, p. 852.
[6] JÜNGER, Ernst, Sobre el dolor, Tusquets, Barcelona, 1995, P. 37, 38.
[7] Ya no estamos en disposición de apelar a la voluntad kantiana, puesto que en sistemas regidos por el imperativo de rendimiento y rentabilidad el querer mismo cae dentro de la lógica del cálculo y es reducido a un objeto más de manipulación o de solicitación. Es decir, no es la voluntad la que determina cómo actuar, sino que es el campo de acción lo que determina a la voluntad a querer esto o aquello. En muchos contextos es el sistema técnico del que formamos parte lo que nos sujeta y decide cómo debemos pensar y qué debemos decidir.
[8] Por «provocar» se entiende dejar que el mundo se manifieste de forma distinta a como, por nuestra faceta de productores y consumidores, habitúa a aparecérsenos. En efecto, desde la óptica capitalista, el mundo se nos aparece como un gran almacén de recursos disponibles para su explotación y consumo.
[9] Apareciendo así, por ejemplo, los derechos de la tercera generación, los movimientos ecologistas, políticas protectoras, etc.
[10] Al respecto, un ejemplo ilustrativo de ello lo encontramos en la propuesta que el filósofo Josep Maria Esquirol lleva a cabo en El respeto o la mirada atenta: una ética para la era de la ciencia y de la tecnología (Gedisa, Barcelona, 2006), donde el filósofo sitúa a la atención en el punto de mira de la reflexión moral.

miércoles, 12 de junio de 2019

El hombre de camisa muy blanca

Cientos de humanistas se disponen a debatir un asunto crucial mientras el anfiteatro los acoge. Al escuchar la segunda de las intervenciones un hombre de camisa muy blanca, sentado en una de las hileras del fondo, eleva su brazo haciendo girar en círculos la mano con el dedo índice en alto.

Todos quedamos atónitos porque la discusión tiene que suspenderse.


Sueño de la Noche del 10 de Junio

sábado, 8 de junio de 2019

A mis alumnos de Filosofía

A mis alumnos de Filosofía de 1º de Bachillerato B/C,

Un nuevo curso termina, y con él toda una serie de experiencias que ya forman parte de uno para siempre. A veces me pregunto si el buen profesor es el que sabe enseñar o, más bien, es quien sabe aprender de sus alumnos. Si esto es así, puedo sentirme satisfecho, pues ha sido mucho lo que me habéis enseñado, y seguís haciéndolo, con vuestro entusiasmo, vuestras inquietudes y preguntas, siempre más sabias por próximas a los comienzos.

Gracias por todo ello y con un abrazo inolvidable,

vuestro David

jueves, 6 de junio de 2019

Acerca de la felicidad

Comparto el enlace del nuevo número de la Revista Ábaco donde colaboramos con un ensayo sobre formas de habitar y afrontar el exceso en sus diferentes concreciones, y que en su parte monográfica trata "acerca de la Felicidad" desde una visión plural y multidisciplinar con diez artículos sobre el tema. Además en la revista se ofrecen para su lectura y debate otros trabajos sobre la discusión acerca del feminismo; notas y artículos sobre crónica y crítica de la cultura sobre Max Aub; una entrevista original a Javier Cercas realizada en el contexto del Hay Festival en el Reino Unido; así como un obituario a Vicente Álvarez Areces, matemático y político fallecido recientemente y miembro en 1986 del primer consejo editor de la revista Ábaco.




Este Ábaco tiene igualmente un valor añadido, ya que cuenta con un extraordinario reportaje fotográfico de Sara Janini que muestra en sus obras una sugerente propuesta acerca de "la felicidad", tema central de este número 99 de Abaco.

Sin duda, un buen motivo todo ello para leer sin prisa y sin pausa la revista en este tiempo que se avecina.

Para pedidos y mas información se puede escribir a revabaco@gmail.com

domingo, 2 de junio de 2019

Vidas sobrecargadas

La vida, también, puede medirse por la pesadez de la carga. Hay vidas ligeras, como la del pájaro, que echa a volar sin experimentar la gravidez de las alas, o encontrando un intenso placer en su movimiento. O la del poeta, que en su ejercicio se olvida de las referencias y situaciones del habla. Incluso la vida del filósofo, cuando le corresponde dar nombre a las intuiciones que se agolpan sobre sí, se haya desprovista de las cargas habituales del vivir. Pero son casos excepcionales, también el del amante, que ya no distingue su historia de la del mundo porque todo él lo conforma aquello que ama. Normalmente, todos soportamos cargas que aparecen en función de cuáles son nuestros quehaceres rutinarios. La imprecisión o el miedo a ser impreciso puede pesar al cirujano; el empobrecimiento de la imaginación, al modisto o al novelista; la torpeza intelectual, al matemático o al físico; la intolerancia a la fatiga y al agotamiento, al corredor... También las hay que asaltan de pasados que pudieron ocurrir o de futuros que podrían hacerlo, alejándonos entonces de nuestra realidad. Otras, mucho más comunes, proceden de nuestro entorno laboral, familiar o social. Y hay también cargas que no existen, pero que pesan, como la muerte, o la posibilidad de no ser, que pese a su abstracción tantas vidas ha arruinado o manchado de sangre.

Respecto de la carga, lo más sabio, sin duda, es aceptar su necesidad, en lugar de tratar de negarla, querer ahuyentarla o desatarnos de ella. Esto último no hace sino contribuir a aumentarla, ya que entonces, sin quererlo, sobrecargamos a la carga habitual la idea fustigante de que no merecíamos aquella. Es verdad que algunos de los primeros sabios, como ciertos filósofos órficos, los pitagóricos o Platón, vieron la carga del cuerpo como un castigo, pero sólo tras haber construido toda una mitología de la falta primordial, la culpa y la expiación.

Lo más sensato, sin duda, es aceptar la carga como parte de nosotros, quererla, integrarla a nuestro porvenir, y quizá entonces no acabar vencidos por ella:

Intentó otra vez soltarse, maldiciendo y gimiendo mientras se retorcía. No servía de nada. No podía moverse. Agotado, se llevó los brazos a la cabeza y lloró amargamente. Se hundió más y más en la nieve, y cuando un trozo suelto de broza, fría y húmeda, le rozó los labios, fue como si lo tocara en la oscuridad una mano tímida e insegura. (El manzano, Daphne du Maurier)

sábado, 1 de junio de 2019

Bienvenidos al espacio Ikea

Decía Ortega hace ya casi un siglo que el ser humano necesita de bienestar, y esto explica que renunciaría a vivir si se le proveyera únicamente de lo necesario para hacerlo. En la naturaleza del hombre está desear cocer el alimento, recostarse cómodamente, viajar por todo el mundo, o prolongar el placer de la sexualidad. Pero ya no sé si aquel mensaje, que en su tiempo no hizo sino ampliar el programa humanista de Pico della Mirandola, serviría a quien, durante la tarde del fin de semana, visita cualquiera de los grandes establecimientos comerciales. En ellos la comodidad, la durabilidad o la seguridad, que Ortega categorizaba de realidades superfluas, favorecedoras de bienestar, quedan soterradas bajo el manto de la sofisticación. Los nuevos dependientes ya no venden el producto destacando su confortabilidad, durabilidad o elegancia -cualidades que ahora se suponen ya en todos los productos-, sino recurriendo a nuevos lenguajes que sólo el nuevo consumidor logra entender. Por ejemplo, si nos vamos a la sección de mobiliarios de la casa, los cajones de estantes y mesas pueden ser silenciosossuaves o extraíbles; las mesas y sillas, elevables, giratorias o auxiliares; las camas, plegables, reversiblesapilables; las lámparas, incandescentes, halógenas o fluorescentes; y así un largo etcétera hasta agotar todos los muebles y estancias de la casa.


El tiempo de consumo se ha convertido en un tiempo dedicado al registro y a la constatación. No importa probar las cosas, sino constatar que reúnen todas las condiciones y exigencias que propone el mercado. No es casual, en este sentido, que se hayan disparado en los últimos años las televentas. ¿Quién necesita conocer el producto si lo que interesa es que responda a los estándares de funcionalidad e idoneidad?

El ser humano busca «estar bien», sí, pero porque primero tiene que estar en el mundo. El calor de la manta precisa de un cuerpo que calentar, y el cuerpo de un suelo donde pisar. Me pregunto si ahora, al nuevo consumidor, que busca constatar que todo está bien, le apremia «estar bien» con la misma urgencia con la que al hombre que buscaba bienestar le apremiaba estar en el mundo.