Hace algunos meses soñé el siguiente escenario:
Escucho angustiado un fuerte ruido entrecortado. El ruido forma parte de mí, o soy yo que está a punto de desaparecer. Comienzo a distanciarme y veo que, en realidad, el ruido procede de mi televisor. Me distancio todavía más y compruebo, ya relajado, que procede de un viejo televisor...
De este sueño apareció una reflexión que aquí trascribo y publica generosamente la Revista Imán y, lo más notable, dio origen a esta magnífica aportación del dibujante Víctor González, a quien estoy agradecido, en tantos sentidos:
David Porcel Dieste
Escucho angustiado un fuerte ruido entrecortado. El ruido forma parte de mí, o soy yo que está a punto de desaparecer. Comienzo a distanciarme y veo que, en realidad, el ruido procede de mi televisor. Me distancio todavía más y compruebo, ya relajado, que procede de un viejo televisor...
De este sueño apareció una reflexión que aquí trascribo y publica generosamente la Revista Imán y, lo más notable, dio origen a esta magnífica aportación del dibujante Víctor González, a quien estoy agradecido, en tantos sentidos:
Vidas a las afueras del exceso
Cada
época tiene su sentir; cada sentir, su cortejo de significados. La nuestra es
la época del «exceso», y muestra de este fenómeno primordial son otras
realidades que, como la aceleración, el rendimiento o la saturación, nos llegan
de todas partes. Lo excesivo se ha vuelto normal en las sociedades neoliberales,
y cuando se habla de escasez se suele hacer con vistas a reparar la falta de
excedentes. Cualquier falta -de tiempo, de energía, de velocidad- lo es casi
siempre como consecuencia y con respecto a un exceso previo -de premura, de
desgaste, de rapidez-. Junto
a las mercancías, los recursos y existencias, también la velocidad, el trabajo o
la información se someten a la exigencia del exceso, dando lugar a «sociedades de
la aceleración», «sociedades del rendimiento», o «sociedades de la
transparencia». En este contexto, donde el exceso ha dejado de ser una alteración del orden natural para
convertirse en el orden mismo, urge encontrar medidas de confrontación que
sirvan al hombre actual de guía de acción. Y es que las medidas tradicionales
de reconducción, por las que se procura encauzar lo que se aparta de la norma, no
sirven en una situación en la que el desbordamiento y la violencia son el
estado normal.
De
hecho, el impacto de la aceleración, del consumismo, del rendimiento, que
observamos en casi cualquiera de los ámbitos y contextos donde se desarrolla hoy
día la vida humana, adquiere tales proporciones que hace inefectivo cualquier
tentativa de reconducción. Pretender poner cauces a lo que desborda y violenta
equivaldría a querer tender puentes sobre desiertos o a resistir huracanes con
construcciones de paja. ¿Qué se puede hacer en esta situación? ¿Debemos
cruzarnos de manos y dejarnos arrastrar por la inercia del momento? ¿Hemos de
sucumbir resignados a las fuerzas disgregadoras que amenazan con reducirnos a
ser un excedente más? La cuestión que ha de abordarse no es qué hacer ante el exceso, como si éste fuera una
realidad abordable por un sujeto previamente constituido y apartado de aquel,
sino cómo actuar en él, para lo cual
es preciso profundizar en la naturaleza de este mal contemporáneo y en su
verdadero alcance. Para ello, a continuación, proponemos analizar algunos
fenómenos que ya manifiestan en su totalidad
la impronta del exceso: el rendimiento,
considerado como un exceso de trabajo o de esfuerzo; la transparencia, entendida como un exceso de información; la aceleración, como un exceso de
velocidad; y la dislocación, de
distancia. Atendiendo al aspecto común de estos fenómenos podremos ensayar
medidas que sirvan de guía de acción para «vivir en el exceso».
En
relación al rendimiento como realidad
idiosincrásica de nuestro tiempo, el filósofo Byung-Chul Han, en su obra La sociedad del cansancio, defiende que
en las «sociedades del rendimiento», como la neoliberal, el enemigo ya no es el
otro, lo extraño, lo que no es uno
mismo, sino un exceso de positividad.
La violencia de la positividad, que resulta de la superproducción y del superrendimiento
neocapitalistas, ya no es «viral», sino expansiva: “La violencia de la
positividad no es privativa, sino saturativa; no es exclusiva, sino exhaustiva.
Por ello, es inaccesible a una percepción inmediata.[1]” En
este sentido, es comprensible que las sociedades del rendimiento produzcan un exceso de cansancio, visible en el trabajo,
pero también en el deporte o el tiempo destinado al esparcimiento, generándose
un exceso de oferta de fármacos para
paliar sus efectos. Siguiendo esta tesis, pero centrándose ahora en las
sociedades de la información y la comunicación, el filósofo publica algunos
años después La sociedad de la
transparencia, donde alerta del peligro que conlleva para el ser humano, ya
sea en su faceta de usuario, de consumidor o de flâneur desinteresado, la exigencia de transparencia al que se ve expuesto.
La economía capitalista lo somete todo
a la coacción de la exposición. Solo la escenificación expositiva, entendida
como exceso de información, engendra valor, renunciándose a la peculiaridad y al
misterio de las cosas: en primer lugar, las acciones se tornan trasparentes
cuando se hacen operaciones funcionales, esto es, cuando pierden su misterio y
se someten a la exigencia de cálculo y control; en segundo lugar, personas y
cosas, reducidas ya a mercancías, pierden su valor moral y cultural a favor de
su valor de exposición: “Todo está vuelto hacia fuera, descubierto, despojado,
desvestido y expuesto. El exceso de exposición hace de todo una mercancía, que «está
entregado, desnudo, sin secreto, a la devoración inmediata».[2]”
A una
conclusión similar llega el jovencísimo filósofo mexicano Luciano Concheiro en
su vibrante ensayo Contra el tiempo,
pero ahora refiriéndose al fenómeno de la aceleración
como exceso de velocidad. Afirma que cada época se distingue por una manera particular de
experimentar el tiempo, y la nuestra es la época de la aceleración: “Si me
viera obligado a señalar un rasgo que describiera la época actual en su
totalidad, no lo dudaría un segundo: elegiría la aceleración. Este fenómeno
explica en buena medida cómo funcionan hoy en día la economía, la política, las
relaciones sociales, nuestros cuerpos y nuestra psique.[3]” Todo
marcha aceleradamente y esto es lo que hace que todo funcione. El capitalismo, la política y las relaciones sociales
se encuentran, a juicio del filósofo, bajo el yugo de la aceleración. Lo mismo que
el rendimiento produce trabajadores superrendidos y la exigencia de
transparencia reduce la vida a una exposición, la aceleración, como elemento
sistémico de nuestro tiempo, configura un hombre unidimensional que sucumbe a
las fuerzas del automatismo y de la velocidad: “No es que
seamos naturalmente estresados, distraídos, angustiosos, sino que nos han hecho
así. Nuestra subjetividad es un producto más entre el
sinfín de creaciones del capitalismo.[4]” Por tanto, lo que vemos
ante el hámster que gira a una gran velocidad sin llegar a desplazarse no es sólo
la representación de un tiempo acelerado, sino también la de un exceso de desgaste, de velocidad, de
sinsentido, que acaba engullendo, literalmente, al individuo. Y es que el
aspecto problemático del automatismo no estriba tanto en la aceleración de su
movimiento como en su capacidad de reducir todo a exceso de movimiento.
Junto al esfuerzo, la información y la velocidad, también la distancia espacial acaba siendo excesiva, convirtiéndose la expansión espacial en una forma de violencia «total» que termina por fracturar la identidad humana. En su monumental estudio La ciudad en la historia, Lewis Mumford advierte que un exceso de espacio llega a enfriar las relaciones y vínculos humanos, por ejemplo, en los extrarradios de las grandes ciudades, en los que se ha incrementado el aislamiento de cada unidad doméstica y la pérdida de centros de reunión y agrupamiento vecinales, dejando al individuo, en palabras del autor, "más disociado, solitario y desvalido que nunca." En efecto, el extrarradio de las grandes ciudades ofrece pocas posibilidades para reunirse, conversar, debatir en público y actuar colectivamente. Más bien, favorece el conformismo silencioso, un nuevo tipo de absolutismo que acaba por desvalijar al individuo de su propiedad más preciada: su identidad. Lo que se inició en el siglo pasado como una huida de la ciudad, por parte de las familias, se ha convertido en una retirada más general que ha producido, más que suburbios independientes, un cinturón suburbano que se dilata hasta fragmentar las relaciones humanas: "Porque cuanto mayor sea la dispersión de la población, mayor también será el aislamiento de cada unidad doméstica y más esfuerzo costará hacer privadamente, aun cuando se dispone de la ayuda de múltiples máquinas e instalaciones automáticas, lo que solía hacerse en compañía, a menudo entre conversaciones y cantos, gozando de la presencia física de los otros.[5]”
Observamos que en sus respectivos
análisis estos filósofos comparten la idea de que el exceso adquiere hoy día un
«carácter total», y es precisamente este hecho lo que explica su capacidad corrosiva
y degenerativa. Allí donde se manifiesta y cualquiera sea el modo de hacerlo,
el exceso arrasa con todo. Su
naturaleza positiva y virulenta no deja nada tras de sí, y el individuo mismo
es anulado en su singularidad. El tiempo acelerado, la exigencia de
rendimiento, la sobresaturación de información, espacios desangelados, acaban
convirtiendo al individuo en parte de ese excedente: Expresiones como “vamos acelerados”,
“estamos rendidos”, “saturados”, “desvalidos”…, no expresan sino cierta
resignación a la idea de tener que formar parte de ese exceso. Incapaces de
hacer pie en pleno desbordamiento, somos ahora meros excedentes, sujetos a la
misma violencia engullidora del automatismo y la sobreexplotación. De hecho, capacidades
atribuibles al género humano, como la intelección y la querencia, en tanto que
reproducibles y funcionales, entran ya a formar parte de aquel lenguaje
operativo cuyo único sentido es el de servir a una función dentro de otros
sistemas funcionales: “El pensamiento subyacente a esta extraña construcción
orgánica hace avanzar un poco la esencia del mundo técnico, por cuanto
convierte al ser humano, y ahora en un sentido más literal que nunca, en uno de
los componentes de ese mundo.[6]”
Por
tanto, la tendencia totalizadora del exceso conlleva a la pérdida irreparable
de la individualidad, de ese sí mismo
configurador de identidades y vertebrador de proyectos comunes. Este es el
sentido de la totalización, en cualquiera de sus formas: aniquilar la individualidad disolviéndola en el todo. En esta
situación las medidas tradicionales no sirven para afrontar el problema. La
violencia con la que se manifiesta el exceso y su tendencia totalizadora
demandan medidas que no pueden estar basadas en una relación binómica
sujeto-objeto, yo-mundo. Y es que en pleno desbordamiento ya no hay sujeción posible
desde la que conducir o guiar; y, por tanto, ya no existe la posición desde la
que antaño el sujeto podía reconducir la situación; mediante, por ejemplo,
«éticas de fines», pensadas para reorientar la vida hacia fines deseables, o
mediante «éticas del deber», con las que fundamentar un marco regulativo que
limite la acción humana[7]. Ahora
la falta de una posición estable desde la que diseñar estrategias de acción se
debe a que el desbordamiento es «total». Por tanto, teniendo en cuenta esta tendencia hacia la totalidad, debe iniciarse un nuevo tipo
de intervenciones que alcance, si no a erradicar, sí a crear espacios liberados
de aquella violencia desbordante que parece haberse convertido en el estado
normal. No se trata de ensayar medidas de encauzamiento o
pacificación, las cuales no pueden tener lugar en un mundo en dispersión, sino
de imposibilitar que el desbordamiento sea «total». Tenemos, en definitiva, que reabrir nuevos espacios para el desarrollo
de la individualidad.
Si no es con la sujeción, ¿con qué reservas contamos para formar ese espacio de crecimiento? ¿A qué podemos invocar para hallar seguridad en pleno desbordamiento? Si bien no está en nuestra mano realizar acciones subjetivas, como el encauzamiento o la reorientación, que exigen un suelo que ya no se da, sí podemos provocar[8] al mundo para que éste nos «ponga en camino» de nuevas experiencias liberadoras. Por la acción del provocar el mundo puede aparecérsenos de un modo enteramente nuevo y disponible para iniciar relaciones con él no basadas en la explotación y el dominio. En efecto, estando en el exceso, sin poder evitar ser afectados por él, podemos, provocadoramente, tomar distancia respecto del mundo de manera que éste deje de interpelarnos como trabajadores, usuarios o consumidores, y lo haga considerándonos como seres necesitados de sentido y verdad. Así, la filosofía, la ciencia o las artes, cuando dejan de servir al imperativo del rendimiento y responden al deseo desinteresado de conocimiento, son capaces de abrir espacios para la reflexión y de afianzar los vínculos humanos: El dios del fuego sirve al hombre primitivo para relacionarse provechosamente con la Naturaleza, la substancia aristotélica para conocer el mundo con vistas a la provisión de un sentido, o las fuerzas gravitacionales de Newton para organizar el flujo empírico en un cosmos.
Junto al «pensar», que genera la creación de espacios sustraídos del exceso, también el «amparar» y el «abrazar» posibilitan una nueva apertura al otro. En efecto, fruto de aquel provocar, por el que el mundo deja de llamarnos para su explotación y consumo, éste se revela en su cualidad de «ser vulnerable», propiciando el amparo y el cuidado humanos[9]; o en su cualidad de «ser próximo», apareciendo la atención y el agradecimiento como actitudes éticas[10]. También el agradecimiento y el abrazo son actos gratuitos, generosos, no movilizados por el imperativo de sobreexplotación ni afectados por el exceso. Nada hay que apremie a agradecer, nada que exceda el abrazo. En definitiva, es en la distancia cuando el mundo deja de comportarse conforme a la lógica del rendimiento y de la producción, afianzándose los lazos humanos y apareciendo nuevos caminos para el desarrollo de la individualidad; porque, si bien no podemos evitar padecer la acción disgregadora del exceso, sí está en nuestra mano hacer lo posible por forjar, aún dentro de él, centros existenciales desde los que recobrar nuestra mismisidad. Casi se ha convertido en el nuevo imperativo para un tiempo de excesos.
[1] HAN, Byung-Chul La sociedad del cansancio, Herder,
Barcelona, 2012, p. 23.
[2] HAN, Byung-Chul La sociedad de la transparencia, Herder,
Barcelona, 2013, p. 29.
[3] CONCHEIRO,
Luciano, Contra el tiempo, Anagrama,
Barcelona, 2016, p. 11.
[4] Op. cit., p. 76.
[5] MUMFORD,
Lewis, La ciudad en la historia,
Pepitas de Calabaza, Logroño, 2012, p. 852.
[6] JÜNGER, Ernst, Sobre el dolor, Tusquets, Barcelona, 1995,
P. 37, 38.
[7]
Ya no estamos en disposición de apelar a la voluntad kantiana,
puesto que en sistemas regidos por el imperativo de rendimiento y rentabilidad
el querer mismo cae dentro de la lógica del cálculo y es reducido a un objeto más
de manipulación o de solicitación. Es decir, no es la voluntad la que determina
cómo actuar, sino que es el campo de acción lo que determina a la voluntad a
querer esto o aquello. En muchos contextos es el
sistema técnico del que formamos parte lo que nos sujeta y decide cómo debemos
pensar y qué debemos decidir.
[8]
Por «provocar» se entiende dejar que el mundo se manifieste de forma distinta a como, por nuestra faceta de productores y consumidores, habitúa a aparecérsenos. En efecto, desde la óptica capitalista, el mundo se nos aparece como un gran almacén de recursos disponibles para su explotación y consumo.
[9] Apareciendo así, por ejemplo, los derechos de la tercera
generación, los movimientos ecologistas, políticas protectoras, etc.
[10] Al respecto, un ejemplo ilustrativo de ello lo encontramos
en la propuesta que el filósofo Josep Maria Esquirol lleva a cabo en El respeto o la mirada atenta: una ética
para la era de la ciencia y de la tecnología (Gedisa, Barcelona, 2006),
donde el filósofo sitúa a la atención
en el punto de mira de la reflexión moral.