Un prejuicio muy extendido es la afirmación de que los totalitarismos políticos se basan en la idea de la superioridad de la raza. Según el modo de pensar habitual, los sistemas totalitarios defienden que el orden político se basa en la superioridad ontológica de una raza o de un conjunto de razas sobre otros, y que es precisamente dicha superioridad la que legitima a la raza superior a disponer de privilegios que no disponen las inferiores. Sin embargo, una lectura atenta de La sociedad abierta y sus enemigos nos lleva a pensar, más bien, que estos sistemas políticos se fundamentan en el principio ontológico de que el orden subyace en la pureza racial. En efecto, desde el punto de vista popperiano, los principios del Estado totalitario platónico -representativo del totalitarismo político en general- no inciden tanto en la relación de superioridad e inferioridad entre razas como en la preservación de la pureza racial. Los totalitarismos, más que defender la superioridad ontológica de un linaje, buscarían mecanismos políticos para evitar la mezcla entre razas y así no dar lugar a desórdenes internos. La sociedad de castas basada en la división de clases sería la consecuencia de la necesidad de preservar la pureza racial, no su causa. Al respecto, Platón, refiriéndose a los orígenes de la corruptibilidad política, ya advierte del peligro de proceder a la mezcla racial y clasista: "En consecuencia, serán elegidos gobernantes aquellos totalmente ineptos para su tarea de vigías, es decir, de inspección y custodia de los metales de las razas, oro y plata, bronce y hierro. De este modo, el hierro habrá de mezclarse con la plata y el bronce con el oro y de esta aleación surgirá la Variación y la absurda Irregularidad; y toda vez que surjan éstas a la luz, habrán de engendrar la Lucha y la Hostilidad. De aquí, pues, cómo debe describirse la ascendencia y el nacimiento de la Desunión, allí donde se observa su presencia."
¿Pero cuáles son las raíces de esta idea que supedita el orden político a la preservación de la pureza de la naturaleza? La pregunta no es fácil de responder, porque encontramos ya indicios de ella en las más antiguas concepciones filosóficas que habría que rastrear. Pudiera pensarse también que se trata de una de esas ideas enquistadas en la naturaleza del entendimiento humano, como diría Kant, a priori, de forma que el entendimiento estuviera constituido para asociar la idea de pureza a la de orden. En efecto, ¿no vemos ya la Naturaleza, compuesta de sustancias bien distintas y diferenciadas, como un todo legislado? De hecho, desde los orígenes de la mineralogía, se ha buscado también preservar la pureza de los minerales, devaluando la mezcla entre los mismos. O pudiera tratarse de una idea derivada de alguna otra más fundamental y constitutiva del mundo antiguo, como aquélla que ve en el reposo y la quietud un signo de perfección y en el cambio un síntoma de imperfección: ¿acaso no pretendía Platón con su sociedad de castas constituir un estado perfecto, acabado, como tal, sustraído de la ley de la corruptibilidad inmanente al tiempo histórico? O quizá se trate de una idea a la que se ha llegado por observación, y el hombre la formara tras observar que la Naturaleza, siempre sabia, guarda celosamente un orden jerárquico basado en la separación de géneros y especies, siendo contrario a sus intereses cualquier forma de mezcla entre individuos de diferentes especies. En cualquier caso, se trata de una idea que la historia ha demostrado ser contraria al propio impulso vital humano, más próxima al thanatos que al eros, a la disolución que a la preservación.