viernes, 20 de marzo de 2020

Las paredes de siempre

¿Una filosofía para el confinamiento? Ahí va su primera regla, el principio de los principios: "Las paredes sólo separan a quien viva con ellas". Pienso ahora en la aventura que Richard Fleischer, el de 20.000 leguas de viaje submarino, nos regalo en su Viaje alucinante. Maravillosa película de unos hombres que deciden expandir sus horizontes confinándose en una nave microscópica que espera inyectarse a un cuerpo viviente para salvarle de un tumor. De niño, mientras la veía (no tendría más de doce o trece años), solo o con mi hermano, pensaba que la sensación de asfixia comprimiéndose en aquella nave de apenas diez metros cuadrados sólo podría ser compensada por los devenires que la imaginación nos traería, a ellos y a nosotros. En ella aprendí que la medida de todas las cosas no es el hombre sino que las cosas son la medida del hombre (y sin saberlo había superado a Protágoras con todo su relativismo). Cosas cotidianas, que a simple vista a todos nos pasan desapercibidas, de repente se llenaban de sentido y de nuevas cosas. Aprendí que lo infinito, que tanto me atraía cuando en lo alto de alguna era miraba las estrellas, también se extiende a lo pequeño y cotidiano. Aprendí, como pensaría Jünger en su Libro del reloj de arena, que "aun la flor más pequeña tiene raíces en lo infinito".


¿Y cuál será la flor de nuestro tiempo? ¿Cuál nuestro infinito? Hace unos meses, como anticipándose a lo que vendrá, me decía un alumno que le encantaba pasar las horas imaginándose vidas posibles, pero no porque podrían ser, sino que pudieron ser. Vidas que pudieron ser, y que por ello no están entre muros ni paredes. Vidas que como la de los tripulantes son de otro tiempo. Maravillosa existencia, la que es capaz de vivir fuera de sí, de sus paredes, de sus raíces, aunque sea para vivir junto a subjuntivos y a algún ojalá.

Pues eso, ojalá volvamos a la paredes de siempre.


Séptimo día