Hay conocimientos sensitivos y los hay también suprasensitivos. El aroma del tomillo, el tono rojizo de las viñas en otoño, la rugosidad de una piel, ponen en juego alguno de nuestros sentidos, de ahí que su ejercicio se agote en cuanto cesa la fuente de excitación. No ocurre lo mismo con aquellos otros conocimientos, del orden de lo extraordinario, que ponen en juego todo lo que somos. En estos casos la totalidad del ser se ve afectada. Como el fuego, una experiencia suprasensitiva transforma todas las cosas que encuentra a su paso y sólo su propio principio, algo así como un contrafuego, puede ponerle freno.
Si bien extraordinaria, esta experiencia puede sobrevenir en cualquier momento: un enamoramiento de la infancia, un encuentro epifánico, una revelación eidética, un dolor irreparable... Sea el modo como se manifieste, una vez que el ser se ve afectado integralmente no puede sino padecer los efectos de dicha afectación. En términos clínicos, el organismo pasa de estar enfermo a ser un organismo enfermo. Y quien es un enfermo es también un impedido. Afectado en su ser, no puede más que prestar atención al resultado de dicha afectación, quedando todo lo demás, el mundo y los otros, en un tercer plano. Incluso si, sumido en la desesperación, el paciente busca experiencias que deshagan el contenido suprasensitivo, éste siempre acaba imponiéndose a aquellas. Y es que el orden de lo sensitivo no puede arrinconar lo suprasensitivo, precisamente, porque éste incluye lo sensible.
Reflexión del 11 de octubre