En una de esas horas privilegiadas en que te cruzas con alguien, le miras, y juntos decidís dejar lo que estabais haciendo y poneros a charlar, como dos buenos amigos en los días en los que todavía se trabajaba la tierra, me decía un compañero, sabio él, que el problema de la enseñanza es, básicamente, el atolondramiento. Y es que vamos tan atolondrados –maestros y profesores- que apenas reparamos en lo que hacemos, ni mucho menos pensamos sobre ello. Sencillamente, actuamos. Por decreto. Y además lo hacemos a todas horas, conectados como estamos a la imperiosa red telemática de la urgencia y la señal. Y así –continuaba-, hemos perdido, o nos han perdido, las fronteras con las que antes contábamos para delimitar nuestros quehaceres y organizar nuestras labores. Que si había una hora de padres para tratar sentados uno frente al otro asuntos de incumbencia; dos o tres horas de preparación de clases, y otras tantas para organizar las actas de departamento o las actividades extraescolares. Y el caso es que ahora vivimos tan alejados de aquellas fronteras que cualquier hora nos sirve para hacer cualquier cosa. Cualquiera, del signo que sea, con tal que responda a la urgencia y apague la señal hasta nuevo aviso:
Fotografía de Alan Collado, 4ºESO
“Una inmensa y bulliciosa
maraña de imágenes, de connotaciones y conexiones y señales, acapara y
suplanta cada vez más automática e inapelablemente todas las cosas y
los hechos y determina cada vez más nuestras relaciones con todo, y el
intrincado y magmático dispositivo del mundo que así se crea a lomos del
imparable avance de los cálculos y procedimientos tecnológicos hace quizá de
nosotros no mucho más que meras terminales, meros mecanismos binarios de
recepción y emisión de embaucamientos, meros sustitutos plásticos de
nosotros mismos encantados por lo demás con nuestra naturaleza de desecho, de
receptor y transmisor, de número de más en una audiencia o en un volumen de
ventas o de menos en cualquier cosa que pudiera tener que ver quizá con nuestra
mejor posibilidad. Demasiada poca cosa en las cosas y demasiado poco reposo en
los momentos, demasiado aturdimiento en las acciones; demasiada nada muchas
veces que sin embargo lo parece todo.” (J.Á. González Sainz, La vida
pequeña)