He de reconocerlo: los clásicos me inundan, me atrapan, hasta el punto de provocarme momentos de retiro voluntario. Una semana es la lectura de Epicuro, otra la de Carlos García Gual comentando a Epicuro, otra la Sinfonía nº3 de Gustav Mahler, o los diálogos de Hannah y sus hermanas de Woody Allen..., ¿quién será la próxima vez? Son, sin duda, los mejores momentos del día. En ellos me siento en paz con el mundo, apenas éste me afecta, me reclama. Los teléfonos no pueden sonar. Los televisores dejan de emitir sus ondas invisibles. En esos momentos, como debía sentir Amancio Prada cantando a San Juan de la Cruz, estás a solas, sin tener que rendir cuentas a nadie, sin tener nada que decir. Sólo escuchar, sólo leer. Son la cura contra la ambición, la esperanza o el remordimiento, todas ellas enfermedades del tiempo, del paso del tiempo. Por la piedra el tiempo no pasa. La piedra es tiempo.
Son momentos sólo interrumpidos por el reloj. Es la hora de recoger, de volver al mundanal ruido, al momento de los timbres, de las bocinas, del griterío. Trafican las máquinas, pero también las palabras, los gestos. Incluso el lenguaje se ve infectado. Por eso, son los mejores momentos.
Retiro voluntario.