viernes, 19 de mayo de 2017

Retiro voluntario

He de reconocerlo: los clásicos me inundan, me atrapan, hasta el punto de provocarme momentos de retiro voluntario. Una semana es la lectura de Epicuro, otra la de Carlos García Gual comentando a Epicuro, otra la Sinfonía nº3 de Gustav Mahler, o los diálogos de Hannah y sus hermanas de Woody Allen..., ¿quién será la próxima vez? Son, sin duda, los mejores momentos del día. En ellos me siento en paz con el mundo, apenas éste me afecta, me reclama. Los teléfonos no pueden sonar. Los televisores dejan de emitir sus ondas invisibles. En esos momentos, como debía sentir Amancio Prada cantando a San Juan de la Cruz, estás a solas, sin tener que rendir cuentas a nadie, sin tener nada que decir. Sólo escuchar, sólo leer. Son la cura contra la ambición, la esperanza o el remordimiento, todas ellas enfermedades del tiempo, del paso del tiempo. Por la piedra el tiempo no pasa. La piedra es tiempo. 

Son momentos sólo interrumpidos por el reloj. Es la hora de recoger, de volver al mundanal ruido, al momento de los timbres, de las bocinas, del griterío. Trafican las máquinas, pero también las palabras, los gestos. Incluso el lenguaje se ve infectado. Por eso, son los mejores momentos.

Retiro voluntario.

miércoles, 3 de mayo de 2017

Sueño de la Noche del 2 de Mayo

Para Ana Belén, allí donde nacen los sueños:

Me encuentro ante un canal de agua cristalina, pero oscura, porque no hay luz. Al otro lado, muy al otro lado, se adivina un final. Sin miramiento mi hermano se arroja y veo que se aleja con aplomo. Sé que el siguiente soy yo, pero una mujer, extrajera, me alerta de que tenga cuidado. No logramos entendernos y ella se despide gritándome que no tenga miedo, que está todo debidamente preparado. Descubro que el canal consiste en una superficie líquida que se posa sobre montañas de arena, y avanzo deslizándome sobre ésta, impulsándome con los brazos. Sin embargo, el canal pronto comienza a llenarse de agua y veo bajo mi cuerpo utensilios, inmuebles, casas, ciudades enteras, cubiertas bajo el manto del agua oscura. Pienso que es una pena que estén cubiertas, y sumerjo la mano para tocarlas. Alcanzo la orilla, e intuyo que a lo lejos mis padres van acercándose. Me doy la vuelta.

Ante mí aparece una playa infinita, bajo un sol radiante que a todo alcanza, con sus costas, sus arrecifes, sus fragmentos de roca todavía no descompuesta, y con un océano más presente que nunca. Un amigo me espera y andamos juntos. Hablamos de la vanidad de las cosas, mientras un puñado de arena se escurre entre sus dedos. Sin embargo, en ese momento, me parece que lo más vano es nuestra conversación y me invade un profundo aburrimiento. Por fin, se reencuentra con un grupo de amigos y acaba dejándome de lado.

Decido entonces adentrarme en la playa. Pronto me veo rodeado de una marabunta de turistas. Apenas sé donde quedarme. No encuentro lugar donde esperar, donde estar, donde encontrarme. Hay filas llenas de veraneantes, bañados en crema, que esperan afanosos a que alguien abandone la playa para ocupar su lugar. Todo está lleno, demasiado lleno. Todo está de más. Son las cinco porque un turista a mi lado acaba de preguntar la hora. El tiempo humano está de más, pienso.

Debo encontrarme con ella, no puedo esperar mucho más. Al fin la veo a lo lejos moviendo los brazos con fuerza. Lleva puesto el abrigo blanco que había elegido para ella. Me apresuro a reunirme. La abrazo, y nos alejamos.