Quien habita la zona de la sentimentalidad y se deja, por ejemplo, engatusar por sentimientos supuestamente cautelosos y sensatos, como la desconfianza o el recelo a lo desconocido, ya está expuesto a peligros enormes. En los Cuentos de los Hermanos Grimm lo que lleva a las pobres cabritillas
a la boca del lobo es su desconfianza hacia los demás: porque desconfían de quien
dice ser el lobo, le piden que enseñe su negra pezuña. Pero es precisamente
esta desconfianza lo que pone al lobo sobre la pista para engañarlas y acabar
devorándolas. Por el contrario, quien, en un esfuerzo sobrehumano, logra, aunque sea por unos momentos, desproveerse de lo que inevitablemente nos vincula al mundo humano, crear refugio en plena tempestad, se traslada al tiempo de los dioses donde todo es posible:
"Y aún hoy continúa habiendo en nuestra investigación un rasgo alquímico, una voluntad misteriosa, cuya nobleza se delata en que no alcanza su meta. A eso se debe el que en nuestro mundo -que es un mundo creado por el espíritu- perdure un resto que el intelecto es incapaz de disolver. Es algo que se hace visible a veces -en los momentos en que el hombre se sale de su mundo de fines- y que se deja adivinar como una tenue luz que se liberase del engranaje. Es nuestra alegría festiva. Conocemos entonces más que nuestro progreso, experimentamos nuestro poder estático, nuestra figura, nuestro ser-así en ella. En comparación con eso los instrumentos se convierten en meras imitaciones. En instantes como ésos se desvela que el saber tiene una fuente en la cual no sólo se acerca al arte y a la fe, sino que llega a unificarse con ellos." (Ernst Jünger, El libro del reloj de arena)