domingo, 6 de julio de 2025

Escondidos

Hay un momento a partir del cual lo peligroso, lo abrasador, no es la luz que nos llega de fuera sino la que brota poderosamente desde nuestro interior. Es el momento en el que el espectador descubre, no sin asombro, que su mirada, escondida, persistente, incisiva, ha producido sobre el mundo cambios lo suficientemente graves como para tener que protegerse de una amenaza que antes no existía. Es la reacción del voyeur, del morboso mirón, del insaciable curioso, que descubre atónito que lo que empezó siendo una mirada ingenua, distraída, puede terminar convirtiéndose en verdadera tragedia. Y es que la mirada, cuando no es la del niño que mira a su madre o a la luz del primer día; cuando es intencionada y se clava sobre el objetivo como haría el cazador agazapado; y más todavía, cuando es persistente, obsesiva, visceral, es potencialmente agresora e hiriente. Hay miradas que matan, que destruyen no sólo lo mirado sino el cuerpo que mira. El cine y la literatura se llenan de mirones de todas clases, de morbosos personajes que no terminan de soportar la monotonía de una vida vulgar y se lanzan a escenarios provocados por una mirada que parece haberlos escogido para desplegarse en  todo su potencial.


                                          Terciopelo azul (1986)

El cine de David Lynch es una mirada hacia las profundidades del ser humano de quien se sitúa fuera de sí mismo, retirándose del parloteo interior de las preocupaciones y asomándose a lo que el mundo pueda disponer. Es una mirada paciente, persistente, escondida. La mirada escondida es también refugio de quien teme ser mirado. Sitúa a los personajes de sus películas –pienso, por ejemplo, en Terciopelo azul y Mulholland drive- en primera escena, como haría el maestro Alfred Hitchcock de La ventana indiscreta. Son personajes asfixiados por la cotidianidad que buscan en lo otro lo que no encuentran en sí mismos. Se esconden bajo la cama, en la oscuridad de un armario ropero, en la soledad de la noche alumbrada, y esperan a que se sucedan las cosas que no pueden ver quienes viven apegados al murmullo interior y a las preocupaciones cotidianas. Su morbosa curiosidad los obliga a retirarse del escenario de la existencia y a salir de la trama de obligaciones para situarse en el espacio de lo recóndito. Como el personaje de Wakefield del relato de Nathaniel Hawthorne, abandonan la penosa tarea de cargar con su vida para situarse fuera de cualquier alcance y ver con mirada telescópica lo que el mundo tiene que mostrar.

sábado, 28 de junio de 2025

Final de curso

Noches de ensueño y desenfreno, de ríos que pasan mientras las aguas se llevan las impurezas de la memoria. Apagones temporales y vahídos amarillos en la terraza de los fumetas. Palabras afectivas que se dicen con las manos y bailes infantiles mientras los corazones laten con la fuerza de entonces. Cubatas de exceso arrojados al vacío, y otros que vuelven para seguir bailando hasta el último de los ratos. Compañeros que son amigos cuando preguntan por el sentido de tu último libro, o cuando ves que otros han hecho casa en el instituto de Miralbueno. Familias que se recogen para emprender el nuevo día, o la semana, con eso de que también hay lunes y martes. Palabras temblorosas que no sabías si decirlas hasta la segunda cerveza. Abrazos que te dicen que irás también el curso que viene, compañeros que se van y otros que quedan. Bancos desalojados, canciones olvidadas, chupitos no bebidos, sonidos que no llegan, y recuerdos que no arrancan. Noches de luz donde los gestos dicen más que las palabras porque ya no importa lo que digas. Pequeños rencores y aclaraciones, perdones y gracias, que se van con el último cubata antes de abandonar la sala. Rituales necesarios, que nos devuelven a la vida y hacen del siguiente curso el curso que viene. Momentos de amistad, gozo, desvergüenza, donde ya solo quedan las hojas para taparnos los genitales y seguir bailando el resto del verano.




martes, 17 de junio de 2025

¿Malos alumnos o malas escuelas?

Cuando era estudiante pasaba horas dibujando bocetos de paisajes o preguntándome qué habría al otro lado del Universo. ¿Por qué sentimos lo que sentimos cuando nos enamoramos? ¿Por qué el cielo es azul y el fuego no se puede apresar? Recuerdo que esas preguntas venían una y otra vez sin que nadie fuera a darme una respuesta. Veía el colegio, y luego el instituto, como lugares encerrados entre paredes y timbres, donde se nos obligaba a memorizar series de contenidos que poco o nada tenían que ver con nuestra realidad y lo que en ella había de preocupación. Sabía que tenía que cumplir con los preceptos de profesores y tutores y guardaba para mí aquellas preguntas que luego, en la vida adulta, aparecieron en forma de reflexiones y textos más elaborados. “¿Por qué sentimos lo que sentimos cuando nos enamoramos?” Me animé a preguntar anónimamente a uno de aquellos sexólogos que venían de paso, y cuya respuesta fue obviar la pregunta: “¿Por qué va a ser? Porque nos enamoramos”. Ahora veo en muchos de mis alumnos lo que antes veía en mí mismo: apatía hacia el aprendizaje impuesto, desinterés camuflado, libretas llenas de dibujos y palabras de baúles imaginarios. Ahora veo en muchos de ellos que la escuela, si algo debe ser, es lugar para el acogimiento y la estimulación de esas primeras grandes inquietudes:



“Como profesor de enseñanzas medias, siempre he sentido predilección por los malos alumnos. Algunos eran mucho más creativos e inteligentes que sus compañeros, con notas más brillantes y actitudes más previsibles. Conservo un recuerdo particularmente afectuoso de Jimmy. Era un chico delgado, con el pelo alborotado y unas gafas de pasta roja. Se pasaba las clases dibujando. No le preocupaba suspender. Era educado y respetuoso, pero se aburría y prefería dar rienda suelta a su imaginación. Sus dibujos reflejaban sus lecturas: Poe, Tolkien, Lovecraft. Hablar con él resultaba agradable, pues era apasionado, reflexivo y soñador. Vivía en un mundo diferente al de los demás. Sus compañeros lo tenían por un bicho raro y le hacían el vacío. Suspendía cinco o seis materias cada trimestre, pero aprobaba las recuperaciones y, a duras penas, pasaba de curso. Los profesores lamentaban su escasa motivación. Lo consideraban un vago y un irresponsable. Por supuesto, ninguno se planteaba que el problema no era Jimmy, sino el sistema educativo.” (Elogio del amor, Rafael Narbona)

miércoles, 4 de junio de 2025

Pechos eternos

Los vínculos y raíces son más poderosos de lo que pensamos. Empezamos a caminar, en dirección contraria, y pronto sentimos que nos tiran hacia la raíz. No puedo estar más lejos de mi madre, no puedo faltar el día que ella espera que estemos todos, no me puedo olvidar de desearle un feliz cumpleaños. Los ritmos, calendarios, estaciones, relojes, todo baila al son de una música que gravita en torno a los mismos centros. Centros que son de todos, porque no somos tan distintos como nos quieren hacer creer quienes fabrican músicas pasajeras. Nuestro tiempo es un tiempo ilusorio, ingrávido, en el que las cosas, pesando, parece que no pesan. Es un tiempo de simulaciones. Ahora todo se presenta con el disfraz de la simulación, incluso realidades como la vida y la muerte, la amistad y el sexo, la palabra y el arte. Podemos simular que alguien fallecido está vivo. Podemos simular que alguien vivo se muere. Podemos simular que soy amigo de alguien a quien no conozco ni conoceré, que soy productor de obras que encantan a millones de espectadores, también simulados. Los tiempos nos han convertido en artistas de la simulación. ¿Pero cuánto puede resistir la realidad simulada antes del derrumbamiento? ¿Durante cuánto tiempo más seguiremos mirando la pantalla? La realidad, con sus ciclos y desechos, acaba imponiéndose. Se impone la muerte del prójimo, el deseo que nos saca y lleva fuera del paraíso, luz que viene de fuera y nos despierta en la noche para descubrir que ahí los móviles no centellean y sólo cabe orientarse mirando las estrellas. Se impone la última petición, que me laven el pelo para iniciar el tránsito hacia el otro lado. Se impone el olvido del tiempo, del aquí y del ahora, de eso que tanto proclaman quienes disfrazan la vida de felicidad y bienestar. Y se impone, por fin, el semen desparramado en la noche salvaje.


martes, 27 de mayo de 2025

Olimpiada de Locura

OLIMPIADA DE LOCURA. Muy sugerente y atrayente el título de la nueva Olimpiada de Filosofía que nuestros compañeros manchegos han elegido para acogernos el próximo curso en la sede nacional. Un título muy atractivo que invita a pensar en formas quijotescas de conocimiento y adentramiento de lo real, traspasando quizá los límites de las viejas dicotomías de razón y sinrazón, realidad y apariencia, cordura y locura, sueño y vigilia. Cuando Euclides dictó sentencia y estableció aquello de que el punto es la unidad mínima del espacio y el todo es mayor que cada una de las partes, quienes le siguieron se considerarían unos locos. Y, sin embargo, ahora está loco quien se aparta de lo que se espera que uno haga en clase de matemáticas. Todos nos hemos vuelto euclidianos, hasta el punto de que la revolución ha sido las matemáticas no euclidianas. ¿Tendría razón Cervantes con aquello de que "cuando los locos se hacen mayoría, la locura se vuelve razón"? Por ello Kant, en su estudio sobre el fundamento de la validez de las ciencias formales y empíricas, adopta la locura normalizada, esa locura diluida en el sentido de lo común. Y es que lo común ahora es lo que antes sólo compartían unos pocos locos.


jueves, 22 de mayo de 2025

Estar en lo alto

Quien quiere estar en lo alto no quiere subir la montaña. Subir la montaña significa emprender viaje, decir adiós a quienes dejamos atrás y vérnoslas solos en la noche. Es la aventura de quien marcha solo a caminar, sin ninguna seguridad de que vaya a encontrar respuesta o no se pierda en el camino. Estar en lo alto nos priva de lo esencial, que es el camino, la dificultad de subirlo, la necesidad de ir superando las dificultades, la alegría de ver que una idea ilumina nuestro paso y nos permite seguir adelante, el placer del descanso cuando la travesía ha sido larga. La obcecación por estar en lo alto nos aleja del camino, infinitamente, que deja de verse como algo concreto, cercano, próximo, y, en su lugar, aparece en forma de «no lugar», de posibilidad, de inmaterialidad. «Estar en lo alto» cancela el deseo, la voluntad de aventurarse.



En la actualidad el imperialismo de la apetencia nubla el deseo, no lo deja salir, no aparece, y ya no sabemos de él. La apetencia funciona como eclipse del deseo, y entonces la vida se hace imposible: “El escenario de la modernidad convierte el deseo en apetencia. Si el deseo es algo que tiene como objeto un imposible, algo que nunca puede alcanzarse del todo, en el caso de la apetencia ocurre todo lo contrario. El aburrimiento parece surgir cuando el deseo no puede satisfacerse. Ahora bien, un placer cómodo y fácil de obtener también aburre. Por un lado, el actor no soporta ningún estar ahí que no le produzca un placer inmediato y constante, pero al mismo tiempo ese placer deja de tener interés para él. Es demasiado fácil. En ambos casos, su vida ordinaria queda colapsada por la depresión. Antaño, la depresión se caracterizaba básicamente por la incapacidad de sentir placer; en los actuales escenarios de la modernidad sucede lo contrario; hay depresión porque hay incapacidad de no sentir nada que no sea placer.” (Joan-Carles Mèlich, El escenario de la existencia)