Hay un momento a partir del cual lo peligroso, lo abrasador, no es la luz que nos llega de fuera sino la que brota poderosamente desde nuestro interior. Es el momento en el que el espectador descubre, no sin asombro, que su mirada, escondida, persistente, incisiva, ha producido sobre el mundo cambios lo suficientemente graves como para tener que protegerse de una amenaza que antes no existía. Es la reacción del voyeur, del morboso mirón, del insaciable curioso, que descubre atónito que lo que empezó siendo una mirada ingenua, distraída, puede terminar convirtiéndose en verdadera tragedia. Y es que la mirada, cuando no es la del niño que mira a su madre o a la luz del primer día; cuando es intencionada y se clava sobre el objetivo como haría el cazador agazapado; y más todavía, cuando es persistente, obsesiva, visceral, es potencialmente agresora e hiriente. Hay miradas que matan, que destruyen no sólo lo mirado sino el cuerpo que mira. El cine y la literatura se llenan de mirones de todas clases, de morbosos personajes que no terminan de soportar la monotonía de una vida vulgar y se lanzan a escenarios provocados por una mirada que parece haberlos escogido para desplegarse en todo su potencial.
El cine de David Lynch es una mirada hacia las profundidades del ser humano de quien se sitúa fuera de sí mismo, retirándose del parloteo interior de las preocupaciones y asomándose a lo que el mundo pueda disponer. Es una mirada paciente, persistente, escondida. La mirada escondida es también refugio de quien teme ser mirado. Sitúa a los personajes de sus películas –pienso, por ejemplo, en Terciopelo azul y Mulholland drive- en primera escena, como haría el maestro Alfred Hitchcock de La ventana indiscreta. Son personajes asfixiados por la cotidianidad que buscan en lo otro lo que no encuentran en sí mismos. Se esconden bajo la cama, en la oscuridad de un armario ropero, en la soledad de la noche alumbrada, y esperan a que se sucedan las cosas que no pueden ver quienes viven apegados al murmullo interior y a las preocupaciones cotidianas. Su morbosa curiosidad los obliga a retirarse del escenario de la existencia y a salir de la trama de obligaciones para situarse en el espacio de lo recóndito. Como el personaje de Wakefield del relato de Nathaniel Hawthorne, abandonan la penosa tarea de cargar con su vida para situarse fuera de cualquier alcance y ver con mirada telescópica lo que el mundo tiene que mostrar.
2 comentarios:
Tiene también, la mirada oculta, una parte de infantilismo, de negación de la vida adulta, cotidiana y rutinaria, de la cual se huye buscando una vida ajena diferente, que no es la propia, pero que tampoco nos atrevemos a vivir.
Por eso el cine es esa cama que oculta, ese armario que esconde, porque desde él miramos de prestado lo que otros, como Lynch o Hitchcock nos cuentan de manera tan inquietante como atrayente.
Creo que más que lo que el mundo muestra, como el personaje del relato que citas, ocultos para ver mundos prestados que nunca se habitarán.
Salud
Ciertamente, mundos prestados que nunca se habitarán, pero que ahondan en una situación de desarraigo. Al hilo, una breve y sugerente reflexión que leo en el blog Boomerang https://www.elboomeran.com/victor-gomez-pin/alejados-de-la-naturaleza-aspiramos-a-abrazarla/ Con un abrazo
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