El ejercicio de la profesión de profesor pasa sin duda por estudiar continuamente. Un profesor que se precie debe ser ante todo un alumno inquieto y ávido de conocimientos, deseoso de profundizar en aquellos conocimientos que luego por su profesión tendrá que transmitir lo más rigurosa y claramente posible a sus pupilos. Pero no solo este profesor estudiante proporcionará conocimientos bien expuestos a sus alumnos, sino quizá lo que es más importante, les transmitirá una valiosa lección.
Bien pensado, la lección que un profesor así pueda dar a sus alumnos es incomparable con ninguna otra. Pensemos la situación en la que un profesor en su hora de atención educativa, la alternativa a la clase de religión, en lugar de pasearse por la clase para matar el tiempo, saca un libro de su disciplina o unos apuntes ya usados de su cartera y empieza a leerlos ávidamente, o comienza a utilizar la pizarra ahora vacía para expresar unas ideas que tenía en mente o repasar una serie de comprobaciones matemáticas. Es fácil imaginar a los alumnos preguntándose para sus adentros por qué este profesor, con la vida ya solucionada, con su plaza de funcionario, se empeña ahora tanto en seguir estudiando. Ver esta situación seguro les hace reparar en un hecho cuando menos sorprendente e inaudito: quizá, después de todo, estudiar y aprender pueda ser interesante, quizá valga la pena dedicar parte de nuestro tiempo a estudiar y podamos sacar algún provecho de dicha actividad, por ella misma y no como un medio para otra cosa. La sensación de extrañamiento de estos alumnos se avivaría si supieran que este enorme esfuerzo por aprender permanece generalmente en secreto, es anónimo, nadie o casi nadie repara en él, muchas veces ni siquiera nuestros compañeros de profesión o la administración educativa, que apenas valora y fomenta el estudio y la investigación en los profesores.