Releyendo las conclusiones a las que llega el filósofo José Antonio Marina en su ensayo La pasión del poder, me pregunto si en efecto, como él afirma, la dignidad consiste meramente en una ficción cultural, en un resultado, necesario y evolutivo, de la inteligencia creadora, o contiene una naturaleza objetiva y realizable en el mundo. Marina es un autor nietzscheano, y comparte con el filósofo alemán la idea de que de nuestra naturaleza brota un impulso creador que es el responsable de nuestras invenciones y proyectos científicos, artísticos, políticos. Ilusos creemos que somos sujetos y dueños de la historia, de nuestro porvenir, cuando son otras las fuerzas que verdaderamente rigen y determinan nuestras proyecciones venideras.
Marina piensa que la idea de dignidad resulta de ese ímpetu creador, preservador de la existencia, del deseo natural de sobrevivir y vivir mejor. En efecto, arguye Marina, sabemos que para vertebrar sociedades libres, seguras y pacíficas necesitamos actuar como si todos fuéramos seres dignos, merecedores de respeto, aun cuando en ocasiones nos veamos obligados a admitir que hay acciones o personas que no merecen dicha atribución. La idea de dignidad es una ficción, como Poseidón, el Quijote o los números primos, pero a diferencia de éstos es una ficción necesaria y constituyente de nuestras proyecciones políticas futuras. En cuanto ficción, la dignidad necesita de nuestra creencia en ella para existir y sustentar ese proyecto moral; en cuanto ficción constituyente - concepto acuñado por Marina -, es capaz de sustentar todo ese proyecto democrático, lo mismo que el dinero, en virtud de su valor simbólico, sostiene el actual sistema económico capitalista.
Recuerdo que la lectura de los Estudios sobre el corazón de Ortega y Gasset me hizo sugerir la idea de que la dignidad, lo mismo que la elegancia, la belleza o el bien, al contrario de lo que afirma Marina, podría consistir en una cualidad objetivable y realizable en las personas y sus acciones. Asumiendo este punto de vista, cabría decir de la dignidad, como del resto de valores estéticos y morales, que si bien no es susceptible de ser observada o constatada por los sentidos, a diferencia de las entidades físicas, sí lo es de ser valorada o estimada. Y si lo es, es porque tiene que ser algo, ha de tener una naturaleza, definible y valorable, anterior al concepto que utilizamos para referirnos a ella.
Con Ortega diría, en este sentido, que el concepto de dignidad se inventa, pero para referirnos a algo que está ahí, que estimamos y atribuimos a las personas y a sus acciones, contrariando a Marina, que afirmaría que la dignidad tiene una naturaleza únicamente conceptual, que, como tal, sólo existe en cuanto que es concebida por un colectivo de personas. Desde el punto de vista orteguiano, más próximo al mío, la dignidad sería, como la elegancia, la belleza o la justicia, una cualidad objetiva y realizable en las cosas, que no se inventa, sino que se valora en virtud de la operación de nuestra sensibilidad primaria. En este sentido, si la mayoría de personas, grupos sociales y culturas estimamos la dignidad, es merced a esa sensibilidad que todos compartimos, al sentido interno común, y no, como diría Marina, debido sólo a la conveniencia de fundar sociedades democráticas.