Hace falta un acto de fe para que sean posibles la ciencia y la moral. Hace falta arrojarse al vacío
para echar a andar. ¿Cómo podría avanzar la ciencia si no presumiéramos, en un
acto desbordante de soberbia, que podemos convertir en leyes la
complejidad de cuanto nos rodea? ¿Cómo podríamos legislar y construir
instituciones que cumplan y fortalezcan dicha legislación si no creyéramos que
debemos cumplirla por nuestro propio bien y el de todos? ¿No son la ética y la ciencia construcciones que precisan de la sinrazón y la convicción? ¿No
avanzan la cultura y las sociedades por este elemento de emotividad? ¿No es el coraje de quien da un paso sin saber si hay fondo lo que hace el progreso a pesar de la estupidez y la codicia humanas? La aventura
del conocimiento es lo que hace que ahora podamos pisar sobre terreno
firme. De ahí que nuestros héroes sean aquellos que han hecho suelo, pero
porque primero se arrojaron al vacío. Si de pronto empezásemos a desconfiar
unos de otros, o no pudiéramos confiar en que bajo el manto de lo que vemos hay
algo que no vemos, las sociedades serían insostenibles y todo se desvanecería
como lo haría la naturaleza que perdiese a sus seres más diminutos.
Fotografía tomada por Clara Marta
Los fundamentos con los que construimos han de apoyarse donde todavía no hay fundamento, allí donde no sabemos si enclavarán bien en la tierra o se hundirán con ella para siempre. No podemos saber si los demás se confiarán también al mismo empeño, o si el mundo se comportará conforme a unas expectativas armadas en la soledad del genio y el ensayo. No podemos saber si la confianza soportará prácticas, comunidades e instituciones, o si la ciencia continuará reuniendo continentes y haciendo accesible el mundo. No podemos saber la durabilidad y sostenibilidad de nuestras más grandes construcciones, alimentadas en cada gesto diario por el compromiso y respeto, mientras sigamos siendo humanos y nos guiemos por la emoción de quien sigue caminando a tientas.