Qué fácil es disparar sin pensar, con los ojos cerrados y que sea lo que Dios quiera, qué complicado actuar una vez desarmado,
y cómo retumba la maldita pregunta, ¿queda algo con vida en
las líneas enemigas?.
Comienzas
a razonar cuando se te acaban las balas, ironías de la vida, y lo duro llega
ahora, en la inmensidad del silencio.
Hay que
tirar de bayoneta, se exige el cuerpo a cuerpo, la muerte ronda fuera y no
sabes a qué te enfrentas,
¿habré
hecho diana?, pero has tirado a ciegas y no sabes nada.
La
panorámica da paso al primer plano, siempre más lento, cosas del maldito cara a
cara.
Cuando la
guadaña fumiga los campos de Francia al son de la artillería no hay reloj en el
mundo capaz de seguir su ritmo,
y ahora,
a solas con el enemigo, cada escalón recorrido por la aguja rechina en tu
cabeza, te arden los tímpanos.
Ya no
reconoces el punto de partida, sólo vislumbras el círculo rojo marcado por el
General en su cómodo despacho.
Esa
maldita marca en el mapa ha terminado con tus balas y ahora amenaza tu
paciencia y estás bien jodido.
Sólo
queda avanzar hacia la luz del túnel, con la cabeza baja o altiva mirada, eso
lo dejan a tu elección.
Aquí las
cosas funcionan por aplastamiento, que la munición del enemigo tampoco es
infinita,
o eso
piensa el Alto Mando mientras añade tu nombre a la lista de bajas.
Debes
asumir que tu misión es raer al enemigo hasta que alguien llegue a los
tuétanos,
sino la
noche se te hará muy larga y la batalla interminable.
Samuel
Porcel Dieste.