A mi padre,
Uno de los mayores placeres que llenaron mi infancia, antes de que se colara el pensamiento de la muerte y apareciera el cuidado, fue cada una de las noches en las que mi padre, sabio y protector por entonces, me regalaba un cuento, o muchos, depende de su ánimo y mi tozudez. Había cuentos sobre cofres y castillos, sobre libros y palabras, pasillos que no conducían a ninguna parte o criaturas de ningún sitio, y ahora pienso que ahí estaban ya la serpiente del Génesis, el río de Heráclito y Las mil y una noches (hay que decir que mi padre ya entonces leía, y mucho, y bien, a Borges)
Uno de esos cuentos, al poco de ser contado, recuerdo que nos llamó la atención a los dos, y no tanto por lo que en él se decía, que hablaba de un hombre que iba solo en una barca, sino por lo pronto que olvidamos el resto de la historia. Un olvido que, sin duda, decía mucho más de la historia, y de nosotros, que cualquier memoria o biografía. Y es curioso que haya conservado una imagen, la del hombre que va solo en una barca, y que en momentos reminiscentes vuelva a mí como la primera vez. Entonces, cuando el pensamiento de la muerte no se había colado y aún no podía amar, porque sólo ama quien puede temer, las palabras y las cosas tenían su propia luz.
Este poema, que escribe ahora mi padre, es una de aquellas reminiscencias.
La barca que va despacio
la barca de las aguas
las ondas besando los costados
ay el tiempo
la barca
las aguas
el silencio
la mano mueve el aire
y el aire aspira a la luz
y el verde que envuelve la hierba
abrazando un reflejo
que hace un segundo fue
un pájaro en su vuelo
y el vuelo volando ya no está
ni las aguas saben si el vuelo cayó
si el pájaro flota todavía
en la espera todo gira
alrededor del deslizarse
tal vez el abrazo primero
esté esperando al remo brotado
a los afanes que alucinados
mueven el agua.
Miguel Porcel, 17 de Marzo
Noveno día
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