Es llamativa la tendencia de los centros escolares a mortificarse imponiéndose nuevas y penosas ocupaciones que, para desgracia de quienes las padecen (y padecemos), asfixian todavía más a unos profesores cada día más atolondrados y exhaustos. Reuniones interminables, protocolos infumables, informes estadísticos, consejos orientadores, evaluaciones predictivas, atenciones virtuales, y tantos otros preceptos que de órdenes incomprensibles nos llegan siempre en horas intempestivas y cuyo polvo nos resulta cada vez más difícil sacudirnos. Adherencias de todo tipo que, como si cayeran del cielo, se pegan a nuestras ropas, traspasando la primera piel e instalándose, bien recostados, en los rincones más primitivos de nuestro ánimo. ¿Hacia una maquinización total? Podría ser.
Fotografía realizada por José Antonio Porcel
Pero de veras que por lo mismo que nos mortificamos podemos enterrar las armas y darnos un respiro, aunque sea de vez en cuando. ¿Os imagináis un curso siendo verdaderamente profesores? Con tu tiempo para atender las dudas de los alumnos, compartir conocimientos con tus colegas de departamento, acercarte a otros a ver qué están cociendo, abrir lo último en investigación o, sencillamente, respirar hondo dos veces y preguntarse por el sentido de la clase que voy a dar. Sería la leche. Sería como volver a nuestra profesión. Una exhalación de libertad. En realidad, por lo mismo que aprendemos a explicar podemos aprender a desexplicar, y a desmontar, y a deshacer, y quedarnos con la semilla para que recibiendo el cuidado que merece pueda germinar. En ALGO.
Éste es mi llamamiento de fin de curso, que no adjuntaré.