viernes, 19 de junio de 2015

La solución está en la mezcla: entre el autoritarismo y el libertinaje

Imaginemos que a los políticos de turno se les ocurriera, siguiendo la idea de David Welch, idear un sistema educativo armado con estrictos controles de calidad que recayeran no sólo en los programas y recursos educativos, sino también en los profesores. Y, puestos a imaginar, supongamos que existiera la tecnología necesaria para ejercer dicho control sobre la labor educadora de sus agentes. Los profesores no sólo ficharían para entrar en los institutos, sino que irían provistos de poderosos sistemas injertados de máquinas moleculares capaces de controlar lo que dicen o dejan de decir durante sus clases. Un superordenador central captaría simultáneamente y a tiempo real la información procedente de aquellos robots liliputienses e iría evaluando a los docentes en virtud de la "calidad" de sus exposiciones o pensamientos, y de acuerdo con estándares de calidad previamente fijados por la clase política o cierta comunidad educativa cuidadosamente elegida. Sólo aquellos profesores que superaran dichos controles podrían renovar sus contratos periódicamente. Sin embargo, aquellos que no los superaran, por su incompetencia, desidia o desinterés, serían inmediatamente expulsados del sistema educativo. Naturalmente, dicho computador también tendría en cuenta en el proceso evaluador el potencial cognitivo de los alumnos, de manera que la variable del contexto cultural y social de los pupilos no serviría de excusa a una mala labor. La educación, en definitiva, consistiría en un elaborado sistema de gestión y control de recursos.

Como es obvio, los profesores, para mantener su puesto de trabajo, por motivos de mera supervivencia, acabarían por amoldarse a aquellos estándares de calidad y centrarían sus esfuerzos en reproducir los conocimientos que mejor respuesta obtuvieran. El sistema tendería a la uniformización de la enseñanza y al pensamiento único. A nadie se le ocurriría apartarse de aquellos conocimientos que se consideraran operativos o positivos para el sistema, y menos cuestionar los fines para los que se encaminara el sistema en su conjunto. Inevitablemente, el profesor acabaría supeditando su labor a lo que se exigiera de él, renunciando a ensayar nuevas propuestas de metodología o de selección de contenidos. En definitiva, la libertad del profesor se reduciría a su mínima expresión.

Pero ahora supongamos el caso contrario. Imaginemos que se apostara por un sistema educativo basado en la libertad plena del docente, de manera que éste pudiera decidir no sólo los contenidos a impartir, sino también los fines de la educación y la metodología a utilizar. Habría tantas metodologías y diversidad de contenidos como concepciones de la educación: para algunos profesores el fin de la educación estaría encaminado a atener las necesidades sociales del momento, otros defenderían que, por encima de todo, habría que acrecentar la curiosidad en los alumnos, habría también quienes basarían su enseñanza en la construcción de valores....  La tendencia de dicho sistema conduciría inevitablemente a una diversidad cuasi infinita y multiforme de conceptos, métodos y fines.

En un sistema como éste, sin apenas controles que sujetaran la labor docente, proliferarían, como es obvio, todos aquellos vicios humanos enraizados en la naturaleza humana. Los institutos se llenarían de profesores vagos, desinteresados, negligentes...; y con ello los alumnos acabarían siendo víctimas de la propia naturaleza humana. Asimismo, éstos optarían por cursar aquellas asignaturas cuyos profesores fueran más benévolos y rehuirían de aquéllas impartidas por los docentes más exigentes. Al no existir controles que regularan o evaluaran el seguimiento de los itinerarios educativos, los alumnos perderían la visión del conjunto y sus mentes acabarían amasando una amalgama confusa y caótica de conocimientos.

En efecto, parece claro que un exceso de libertinaje puede ser tan pernicioso como un exceso de autoritarismo. Por tanto, si los elementos puros han demostrado ser dañinos, habrá que buscar la solución en la mezcla. Aristóteles ya lo vio en su búsqueda del término medio, que la aplicó no sólo a la educación sino también a la vida (y no debió de irle mal pues acabó siendo el maestro oficial de Alejandro Magno) Pero, ¿qué principio debe regir dicha mezcla?, ¿qué cantidad ponemos de cada elemento y en base a qué medida? Siguiendo un principio elemental de la química, podríamos añadir la cantidad de elemento suficiente para que se active el otro elemento, pero sin que éste desaparezca o predomine sobre aquél: si introducimos un exceso de autoritarismo, la libertad acabará por disolverse, pero si apenas hay autoritarismo, el libertinaje terminará predominando. De ahí que la medida de autoritarismo debe ser la precisa para que, en respuesta o como reacción a ella, aparezca una dosis razonable de libertad, de manera que, a su vez, ésta propicie la reacción necesaria de control y autoridad para contrarrestarla.

Si ya lo decía el viejo Heráclito: la vida es tensión, lucha de opuestos, y sólo porque existe esta tensión puede fluir la vida.

martes, 16 de junio de 2015

Sólo iré a donde no pueda llegar tarde

Nuestro querido colaborador Miguel Porcel nos regala este poema que sitúa al lector ante la encrucijada en que, una vez más, consiste la vida. Por un lado, la vida, la nuestra, nuestros empeños y acciones, sólo adquieren valor y sentido porque la sabemos finita, limitada (¿qué valor podríamos dar a nuestras acciones si nos supiéramos eternos? Ninguno, pues siempre quedaría la posibilidad de posponer nuestros empeños. Lo mismo que a la luz de lo infinito, las cantidades se anulan; a la luz de la eternidad, el valor de lo temporal desaparece) Pero, por otro lado, como alude el poema, porque la vida es temporal, abocada a un término, esa proximidad al fin, ese tiempo de tránsito, justamente nos devuelve la lucidez que a fuerza de empeñarnos habíamos perdido, y por la que recordamos que al final, vaciados ya de esperanzas, sólo seremos, nada más. Huimos de la temporalidad inventándonos eternidades, tratando de ser esto o aquello, pero al final, cuando atisbamos la primera sombra, “hija de la primera luz”, bendecimos la esperanza de no esperar más, el sosiego de no vivir desasosegados ("No esperaré nada a sus pies") 

Por fin dejamos de vivir movidos por el deseo de ser lo que no somos; por fin simplemente somos, afirmación del ser, existencia sintiéndose existir, pura dicha.

En fin, disfruten del poema:


Sólo iré a donde no pueda llegar tarde,

Sólo iré a donde no pueda llegar tarde,
allí donde la higuera  haya estado esperándome desde el  primer día
dando sus frutos, sin embargo, con los ojos cerrados a cualquier boca y voluptuosidad.
Fuere la hora que fuere a mi llegada
me acogerá la primera sombra, hija de la primera luz,
y en ella llevaré el fruto a mi boca seca de la espera
y  me llenaré de todas las noches y humedades que hayan sido
y que han dormido  en su sabrosa dulzura.

No esperaré nada a sus pies,
sólo seré
tal vez representado por el silencio que habrá recogido todas las voces en su vientre
por lo que, llegado el nuevo día, un siguiente big bang desparramará el conocimiento allí contenido
que cada uno armará de nuevo.

Y ella estará allí,
esperándome,
será casi de noche, pero ya de día,
bendeciré, puede decirse, su presencia,
la oleré con el  beso primero repetido,
el incienso  llenará el aire y lo que hay más allá del aire,
las campanas se oirán
y  ya no habrá más que cuerpos alados
yéndose a la campiña o al mar de donde nace la espuma
y el blanco y la luz que envuelve a los ciegos y a los que dicen ver.

Miguel Porcel      

2, 3 de junio de 2015

sábado, 6 de junio de 2015

Mundos novelados

Bien puede leerse la Crítica de la razón pura del maestro Kant como una novela, aburrida, pero novela al fin y al cabo. Y lo mismo ocurre con los grandes libros de ciencia como los Principios matemáticos de la filosofía natural de Newton o Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo ptolemaico y copernicano de Galileo. Y decimos que pueden leerse como novelas porque todo cuanto hay escrito en ellos no se refiere al dominio de las cosas que son, sino al de las que pueden o deben ser. Es frecuente atribuir a la ciencia o a la epistemología un poder descriptivo, como si fueran los únicos saberes capaces de describir el mundo cual conjuntos de hechos analizables y descriptibles. Sin embargo, más bien, aquellos saberes tienen un carácter prescriptivo, pues no informan de cómo es el mundo sino de cómo tendría que comportarse dadas unas condiciones ideales, inexistentes al fin y al cabo.

La crítica trascendental kantiana no se ocupa de analizar algo que se da de hecho, sino aquello que tiene que darse (lo que llama Kant las formas a priori de la sensibilidad y del entendimiento) para que de hecho haya conocimiento. Pero lo que tiene que darse, por definición, no pertenece al dominio de cosas que existen de hecho, sino a las que existen por derecho. De ahí que Kant no haga psicología, sino teoría novelada. Asemeja en este sentido a la teoría del derecho, que nos habla de realidades inexistentes en el mundo fáctico, o a la física de Galileo, cuyas leyes del movimiento no describen el movimiento real y visible de los cuerpos, sino cómo deben comportarse éstos dadas unas condiciones a priori inexistentes (resistencia 0, uniformidad y rectitud del movimiento, etc) Por ello, el mundo que describe Galileo es puramente ideal, lo mismo que el mundo que describe Kant o el que describe la teoría del derecho. Pero entonces, ¿qué diferencia hay entre el mundo de la ciencia y el mundo ideal de Cervantes o de Borges? Pero sobre todo, ¿qué relación puede establecerse, si es que puede establecerse, entre el mundo de los objetos (ser) y el de los conceptos (deber ser)?